El primer obstáculo para ser feliz: tú mismo. Cierto, ¿no? Creo que nadie puede tener más poder que tu propia mente. Quizá no te des cuenta, pero los millones de pensamientos que rondan cada día tu cabeza no siempre son normales. No sé, igual algunos lo son, pero no entiendo porqué esta obsesión de la mente con martirizar de continuo. De pensar que todo lo que piensas hacer y dices es incorrecto, no es suficiente o estorba. Dices algo, y tu mente te pega latigazos continuamente sobre que no es válido lo que acabas de decir, como si el Game Over de un juego apareciese una y otra vez en tu mente.

“Haz esto” dice, y luego te martiriza por hacerlo. Pero una vez empieza a hacerte sufrir… no para. Si intentas pararlo, insiste con más fuerza. “Para qué lo has hecho.” “Podrías haberlo hecho mejor.” “No es suficiente.” “¿Es que ya no sabes contestar?” Le dices que pare y no lo hace, le pones murallas y las salta.

Porque en el fondo no hay nada más poderoso y dañino que nosotros mismos. El daño que nos hacen los demás puede ser mortal, sí, pero la tortura interna… martiriza y acaba en lo mismo. En el cansancio. El agotamiento. El hacerlo parar como sea. Pero el único modo de hacerlo es pararte a ti con él. Tu mente muere, pero tú lo haces con ella. Para cuando te das cuenta de que quizá haya otra salida, es tarde. Muy tarde. Ya estás consumido. Ya no tienes fuerzas. Sólo quieres que el mundo se pare. Ya no eres el chico contento de antes, porque es imposible. Si sonríes, es la sonrisa de cartón, esa que se pone y se quita fácilmente, pero que no sientes. Porque sí, quizá en ese momento te estás riendo, pero sólo lo haces por fuera. Por dentro estás muerto, sin alma, sólo eres pensamiento. Comido y oscuro, con sentimientos pasajeros de cartón.

En verdad al principio te parece normal, parece que es tu “yo prudente” que te advierte de un problema. Como no te insiste mucho, le dejas, porque “es tu mente”. Pero no. Te come, cada vez más tiempo, más veces, peor. Y acabas deseando que salga de ti. De tu cuerpo. De tu sangre.

Y para controlarte y relajarte, la dejas fluir. La sangre. A la superficie. Coges lo que pillas, una cuchilla servirá. Y la dejas fluir. Sientes como te relaja, te descarga, te libera. Te gusta ver a tu mente sufrir. Calma. Así se le puede denominar. Para los ojos de los demás será locura, algo descabellado, sin sentido. Pero tú sólo ves que esa presión que te corroe sale de ti y por unos momentos te deja tranquilo. No la sientes martirizándote. Pero vuelve. Vuelve a empezar. Siempre lo hace.

Te acaban de contar tus amigos sus problemas, después de preguntarte cómo estás, por supuesto. Sabes que se te nota, sobre todo al poner esa sonrisa de cartón. Pero aún así no puedes parar a tu mente, y te empieza a entrar ansiedad. Notas cómo te falta el aire. Más y más. Pero no es tan grave… si los problemas de los demás son peores y no son tan quejicas como tú… exagerado. Siempre lo has sido. Pero notas cómo tiemblas… por mucho que intentes no hacerlo tiemblas. Y no paras. Necesitas hacerlo… necesitas cortarte. Necesitas liberarte, sacar el demonio de ti. Así que te escondes en el baño, con los ojos de un verde esmeralda, a hacerlo. Sí, esmeralda, el color que tienen al llorar.

Y lo haces. Enfrente del espejo. Mirándote. Sin que nadie te vea. Las lágrimas empiezan a caer por tus ojos. De dolor. De vergüenza. Pero a la vez te calmas… Notas cómo dejas de temblar. Tus ojos vuelven a tener el color de siempre. Pero empiezas a tener miedo. Miedo a que el temblor desaparezca, porque eso significa que algo va a pasar. Miedo a los demás, a lo que te puedan decir y hacer. Y miedo de ti, y de lo que has hecho. Pero te sientes tan bien…

Vuelves a aparecer a la luz, pero no sin antes comprobar que tus guantes están en su sitio. No quieres que nadie vea tus marcas. “No quieres que nadie te vea porque te das vergüenza de ti mismo.” Tu mente. Otra vez. Pero no es muy fuerte, no te insiste demasiado. Sigues adelante.

-¿Seguro que estás bien?-te preguntan.

-Sí, sólo estoy cansado, nada más. “Patético.” Te recuerda tu mente. “Sus problemas son peores, y míralos, ahí siguen.” Tu mente siempre diciéndote lo que necesitas oír.

En el fondo quieres contárselo a tus amigos, te entenderán… Pero no es tan grave, ¿no? Es sólo tu mente, la puedes controlar. “Desahógate, no lo retengas.” Dice tu mente, pero la mente buena. “Sí, es buena idea, podría intentarlo.” piensas. “No lo hagas, ¿no ves que vas a preocupar a las demás? Bastante tienen ya con sus problemas, que por cierto son de verdad.”

Así que te callas. No dices nada. Lo dejas pasar. Pero llega un día en que tu mente buena no te lo permite. Te obliga a contarlo. Así que decides hacerlo con un temblor y una presión que parecen insoportables. Notas cómo te relajas mientras lo cuentas, y cómo todo empieza a ser un poco mejor. Notas cómo la gente te entiende. Ya no tiemblas… pero no estás del todo bien. La gente no está feliz… “Ya les has hecho sufrir, genial.” “¿Tanto te costaba callártelo?” “Inútil.” “¿No sabes enfrentar tu solito los problemas?”

No sirve para nada. Sí te sientes algo mejor al contarlo, pero no bien. Sigues teniendo esa tortura ahí, contigo. Tus amigos te recomiendan ir al psicólogo, algo que ya habías pensado hace tiempo. Pero no es tan fácil… “A veces los problemas están mejor en tu interior, junto a tus demonios y ya inexistentes ángeles.” No, esta vez no ha sido tu mente, algo raro, ha sido otra voz distinta. Aunque quizá no sea bueno, porque significa que tu mente buena está consumida en su totalidad, y ya ni siquiera tiene que influir tu mente mala en tu pensamiento. Ya estás envenenado. ¿Qué será lo siguiente?

Con esa pregunta se te eriza la piel, y tu cuerpo empieza a temblar. Notas cómo la ansiedad sube, lentamente, por tu cuerpo y, raro, esta vez sin tener a la mente presionando. Necesitas hacerlo. “No.” Te corrige tu mente buena, cada vez más debilitada y con menos fuerza. “Aguanta.” Eso querrías, pero…

-¿Seguro que estás bien?-te preguntan.

-Sí, claro, ¿por qué lo dices?-respondes. “Porque ni siquiera te molestas en disimular.” Obtienes como respuesta. Es de tu mente, claro. No hay nada peor que ella. Siempre está en tus peores momentos. Te sientes frágil. Como una pequeña muñequita a la que si le tocas una vez más se rompe en pedazos.

Y entonces lo ves. A esa persona a la que llamas amigo, de una manera que no has visto antes. Te mira con cara de pena, pero entonces ocurre. Hace como si nunca te hubiera mirado, y sigue su camino. De la muñeca empiezan a salir grietas. Ya no está intacta. Pero en verdad antes tampoco lo estaba, ya estaba casi rota. Ahora está peor, quizá no mucho, pero peor.

Pero tienes otras cosas de las que preocuparte, así que dejas eso a un lado. Tu madre. Te pilló ayer, así que se acabó el ocultárselo. Tienes que decírselo. No es algo fácil, claro. ¿Y si reacciona mal? No puedes hacerlo. No tienes fuerzas para ello. La muñequita frágil no puede. Quizá el chico normal sí, pero esa muñequita no. Pero lo ha visto. No se va a librar la pequeña y frágil muñeca. Deseas con todas tus fuerzas que todo salga bien, pero ¿y si no? Ansiedad. Pero hay gente delante. “Contrólate, imbécil.” Te recuerda tu mente.

-¿Seguro que estás bien? ¿Necesitas hablar?-te repiten tus amigos. “Disimula.” Tu mente no te deja en paz. No para. “No es tan complicado.” Sólo quieres que pare. Que se vaya.

-Estoy cansado, nada más.-disimulas. Es verdad, quizá en un 1%, pero es verdad. Aunque hay mucho más detrás del cansancio.

Ahora es el turno de pensar en tu madre. La persona a la que más quieres defraudada, destrozada. Por tu culpa. En parte es normal, ya que tu problema no es fácil. Puede reaccionar de una manera comprensiva, ayudarte y quererte como nunca, o puede ser al revés. Eso es lo más probable, que sea al revés. Pero el momento llega, y el tiempo no piensa detenerse por ti.

-Hijo, me preocupas, sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?

-Si mamá, tranquila.

-Ya sé que es privado, así que si no quieres no contestes pero, ¿por qué lo haces? Quiero decir, ¿qué te pasa?

-Pues, mamá… te lo voy a contar. A ver, yo, mi mente… me habla. No soy esquizofrénico, no te asustes, no “me habla” así. Es como si mi conciencia me criticara todos los días, continuamente, cada vez que hago algo. Primero me impulsa a hacerlo, y después me martiriza porque podría haberlo hecho mejor. Igual parece que no, pero es un martirio constante. Y siento que haciendo lo que hago me libero. Como si saliera de mí una presión enorme. Y bueno, más o menos resumido, es lo que me pasa.

-Te entiendo. Estamos juntos en esto, ¿vale? Pero deberíamos hablar con una tercera persona. ¿Qué te parece si pedimos cita con la psicóloga del cole?

Qué alivio. No te lo puedes creer. Es una sensación muy reconfortante y alentadora. Te acabas de quitar un peso de encima y te has llenado de esperanza. Crees que por fin, con esa tercera persona, todo irá a mejor.

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