“Hijo de Caín, vivo en el mundo entre mis muchos hermanos. Camino entre ellos y no nos vemos, nos cruzamos en cada sendero y no nos reconocemos.
No somos herederos de este mundo; sino sus usurpadores. Pagamos la culpa de nuestro padre. Nos ocultamos bajo máscaras, simulando ser descendientes de Sem, intentamos lavar nuestras manos en la pureza, pero la marca sigue intacta.
La desesperanza es nuestro pan diario, por más que esbocemos una sonrisa, solo mueve nuestra máscara para devolvernos nuestro verdadero rostro signado de angustia infinita e inenarrable.
Soy hermano de Job e igual que él pido audiencia con el rector de todo, aunque temo recibir la misma respuesta que mi hermano; es más ruego, imploro, suplico (se me acaban los verbos) su misma respuesta.
El infortunio y la desgracia son mis guardianes, sufrimiento mi camino y fracaso mi destino”.
¡Basta!
No podemos comenzar así.
Toda historia que se respete tiene como inicio un “había una vez…” Así que esta, sin intentar ser muy pretenciosa, también esta debe tener ese comienzo.
Había una vez, el tiempo y el lugar no importan, un hombre convencional. Sí, tan común como tú o como yo. Bueno, convengamos que esto no es muy preciso, no existe lo convencional. Las convenciones son siempre limitados productos del deseo de unificar todo y de aprehender todo. Así que me corrijo, había una vez un hombre como tú y como yo, con complejidades y contradicciones propias de los seres humanos. Entiende a qué me refiero: un hombre simple.
Hablando de complejidades, las conversaciones que uno podía tener con él o las conversaciones consigo mismo eran de una naturaleza única, ya lo experimentaron en las primeras líneas. A modo de ilustración, Verbi Gratia, una vez me contó braceando, siempre hablaba braceando, si le cortaran las manos quedaría mudo, creo:
“¿Quieres conocer mi una parte de mí?”, dijo:
“Eran las 05:15 de un domingo otoñal.
¡Au! Creo que choqué con algo.
Ahora simplemente floto. No soy consciente de dónde estoy. Siento un escozor en todo mi cuerpo.
Me siento tan pequeño, indefenso. Mi cuerpo no parece mío, como si viviera en otro.
Sólo de una cosa soy plenamente consciente, tengo una premisa ineludible.
¡Vive!
Mi cuerpo está vivo, lo siento en su expansión a izquierda y derecha, arriba y abajo; también en el dolor que experimento. Creo que estoy sanando del choque.
Es oscuro, vacío, no entiendo dónde estoy. Es una oscuridad luminosa, un vacío lleno.
Estoy cómodo acá
¡Por Dios! Me quedé dormido. ¿Cuánto tiempo? ¿Qué pasó?
Mis días son un tanto monótonos, escucho voces a lo lejos que no logro captarlas de manera eficiente, pero existe una que no sé qué poder tiene sobre mí, no comprendo lo que dice pero lo siento como un arrullo y soy feliz. También está esa fuerte voz que no me deja de invadir, es lejana, pero fuerte, dócil y tajante, como si no tuviera otra opción que obedecer.
¡Vive!
Ya estoy un poco incómodo acá. Exijo que me expliquen qué pasa o que me sequen de este sitio.
Tranquilo, tengo que entender qué pasa.
¡Concéntrate! Haz una lista de lo que recuerdas, me digo: el choque, dolor, mi cuerpo, voces, consigna. Nada más. Un momento. Me invaden otros recuerdos, pero no son míos: decepción, cansancio, ilusión, amor… Qué agradable es el amor, es caliente. Miedo, qué horrible, es opresivo.
Siento ganas de llorar, ya no quiero estar acá.
¡Un rapto!
Me caigo.
¡Auxilio! Me muero.
¡No…! Me voy… Adiós…
No… Ya no lo vuelvo a hacer… Pero déjenme…
Me arde, me duele… En el fondo el “vive” una y otra vez.
Respiro… Otra vez, una voz… ¿Qué dice?
Es un varón.
Nací.”
Pero volvamos a lo nuestro.
Sus días eran rutinarios, el trabajo, la casa, los amigos, la familia, etc. Cualquiera que lo viese no iba a notar nada extraordinario en él. Pero para un ojo más agudo es otra cosa, el del común de los mortales no puede vislumbrar nada más de lo que ese sentido limitado percibe, pero como soy narrador omnisciente yo sí puedo, y para alcanzar mi objetivo es importante conocer más de lo que se ve a simple vista referente a nuestro personaje y sus circunstancias, por tanto paso a describir lo que pasaba esa tarde a las 18:35.
Era invierno, la noche había posado su manto sobre la plaza donde él estaba consigo mismo, a los lejos se oían los parlantes invitando a los festejos de algún santo en la parroquia. El viento soplaba del sur a su espalda, la bruma se apoderaba de todo simulando una llovizna, humedeciendo todo al rededor. Él estaba sentado en uno de los muchos bancos que, salvo el suyo, se encontraban vacíos. Las manos en los bolsillos del abrigo que lo ayudaba a aguantar los 2º C que alcanzaba el termómetro, la cabeza gacha cubierta por un sombrero que le daba cierto aire señorial.
Ese fue el contexto en que se dio el discurso expuesto al inicio de esto, genealogía lo nombró. No considero conveniente volver a repetirlo a pesar de que tiene cierto encanto siniestro y patético propio de las miserias y desgracias humanas del que tanto se aprovechan los medios de comunicación y las redes sociales.
Aquí amerita una acotación. Como ya había mencionado algo sobre la complejidad de este sujeto, ahora lo hago sobre sus contradicciones, llama la atención que una persona tan introvertida como la que presenté sentada en el banco de una plaza solo sea la misma persona que describía su génesis de manera tan extravertida y en primera persona como si de una exhibición de Stand Up se tratara. Sospecho que cuando charlaba él lo hacía más consigo mismo que con el interlocutor, danzando al ritmo de sus propias palabras, como ven es un humano.
Pero la historia no termina ahí, sería fatídico eso.
A ese discurso sucedió otro, nacido de un lugar desconocido que se interpuso suave y firmemente, desde su ser más humano, quizá:
“Soy inmensamente imperfecto – sonrió -. Ahí radica mi valor. No soy perfecto, un ser acabado. No soy un perro que no puede ser más perro de lo que es, o un árbol que no puede ser más árbol sin morir en el intento…
Soy humano. Mi dignidad se funda en que me puedo seguir construyendo sin necesidad de alterar mi naturaleza. Puedo ser más humano sin morir, es más, siendo más humano viviré. No me voy a rendir, soy humano”
Se irguió de repente, abrió grandes los ojos, sacó las manos de los bolsillos y depositó en el basurero cercano el paquete de cigarrillos que había comprado 15 minutos antes.
Jamás volvió a fumar.
Humanos ¿quién los entiende?
OPINIONES Y COMENTARIOS