.1. Blanco
La única certeza de la infancia es el color blanco.
La primera luz que vemos es blanca. Nos ciega y nos parte el alma en dos. Es acompañada por el primer bramido que dejamos ir, por las primeras ráfagas de aire que visitan nuestros pulmones.
Y, tras ese blanco, vienen otros no menos importantes: el de las nubes que juguetean con nuestra imaginación disfrazándose de barcos y letras durante las largas tardes caniculares; el de las páginas rayadas por las ceras blandas en la guardería; el de los papeles reglados de las libretas donde aprendemos a escribir nuestro nombre.
La infancia es el reino del blanco, su imperio incontestado. Ningún otro color puede derrocar al soberano blanco, al señor del misterioso y etéreo paraíso de la inocencia que hollamos una sola vez. Nos mece en nuestro dormitar pausado y nos musita dulces promesas de algodón que arropamos en nuestros corazones aún no acostumbrados a su propio latido. Y así, aunque el blanco es ensoñación, mero y efímero preludio, oasis destinado a arder hasta su desaparición, lo abrazamos como eterno.
Y cuando sonreímos por última vez lo hacemos con la franca alegría del niño que fuimos, confiados en el blanco.
.2. Gris ceniza
Los sueños de antaño, del país ya lejano de la niñez, saben a gris ceniza, aún calientes después de quemarse en la hoguera.
El primer desengaño, la primera pelea o el primer llanto sin causa: muchas son las formas de mancillar el blanco con el polvoriento gris ceniza.
Mas no hay tiempo para lamentarse por lo que no es posible limpiar. El gris ya ha empezado su cuenta atrás.
Es época de dudas, de respuestas recónditas, de seguridades frágiles; momentos de tristezas ajenas que sorbemos como propias, de pies dubitativos al borde de un acantilado.
El mundo se va deformando a nuestros ojos crecidos, que ya juzgan y condenan. Nuestros cuerpos se metamorfosean en una adultez súbita, casi indeseada, que se acomoda de sopetón en nuestra piel.
Y toca preguntarse tantas cosas que, por las noches, en la oscuridad de la habitación, cuesta respirar.
«¿Qué seré?»
Ahogo.
«¿Alguien me querrá?»
Asfixia.
«¿Cuándo moriré?»
La garganta busca las palabras, las estrangula y mueren como orquídeas sin agua.
Nos miramos al espejo y solo vemos unas facciones que no eran las que recordamos. No queremos ser como los demás y, sin embargo, ¡nos esforzamos tanto en intentar hacerle creer a la gente que no somos diferentes!
Quienes consideramos amigos nos enjuician demasiado a la ligera. Y cada nuevo desliz en el camino presupone una incertidumbre más, otro acecho, el enésimo fantasma del que huir. Queremos que alguien nos diga cuán únicos somos y solo hallamos silencio cuando callamos para escuchar tan ansiados elogios.
Encontramos un poco de consuelo en las Rimasde Bécquer, en los versos de Neruda. Y soñamos y nos atrincheramos tras ese amor de libro, tras ese gran halo de cariño huérfano que derramamos en cada beso furtivo que concedemos entre los vapores de una fiesta que sabe a alcohol. La poesía nos salva de nuestra propia sombra. Nos permite ampararnos en las mismas y sentidas estrofas con las que sus autores sobrellevaron su desamparo. Y, pese a ello, nos sentimos la isla más alejada del archipiélago.
Ceniza en nuestras lenguas, pero quisiéramos creer que todavía es polvo de hada…
.3. Gris platino
Ya nos hemos desembarazado de todo lo que entorpecía el paso y lo hemos hecho con violencia juvenil.
Hoy, recubiertos de gris platino, ya no nos acordamos de aquella hosca ceniza. Los sueños devinieron deudores y nos gana el apresuramiento de cobrar sus adeudos.
Flotamos en nuestra burbuja mientras tratamos de ahuyentar el espectro del miedo con nuestras miradas jaspeadas de valor. Y no confesamos, ni a propios ni a extraños, otro temor que el de que se nos queden pequeñas las costuras del mundo.
Si no tenemos dinero, lo inventamos.
Si no tenemos experiencia, la menospreciamos.
Si no tenemos tiempo, derrochamos el de la vida.
¿Quién puede decirnos que no es nuestro el derecho de tenerlo todo y ahora? Vamos a ganarle la carrera al gris, estamos seguros. El pasado solo existe si tal deseamos. Nuestro futuro brilla con destellos de oro.
Y, aún ágiles, nuestras piernas salvan los insignificantes obstáculos que se yerguen a nuestro paso. Las noches son nuestras y las hacemos bailar a nuestro alrededor al son de grandes antorchas de rebeldía. Ahora y aquí, no admitimos más opción que la que hierve en nuestras venas. Llevamos la razón de todo en todo, en nada hay sombra de error.
Mordemos la existencia convencidos de que nuestro talento y juventud siempre lucharán a nuestro lado, de que serán nuestros aliados. Confiamos en ellos porque somos amigos de todo lo que nos da impulso para volar más alto. Los sueños ya son realidades. Reímos a grandes carcajadas, bebemos a grandes sorbos, hacemos estruendoso ruido… La moderación es tristeza. ¡Y siempre estamos alegres, con ganas de incendiar las almas de aquellos que se aposentan en la paz de los cementerios!
.4. Gris níquel
El blanco original se ha ido modorrando y ahora ya es níquel. El légamo de la rutina cala en la mente, cual la lluvia del otoño en quienes osan desafiarla, y nos damos cuenta de que algo no funcionó, de que las consignas inspiradoras del gris platino destiñeron rápido, muy rápido.
Apuntamos tan alto que el Sol nos cegó. Erramos el tiro y nuestros ideales se diluyeron entre los torrentes del deshielo…
Nuestros fracasos extienden sus poderes al mismo tiempo que siguen en tierra, ahora ya despojadas de magia, aquellas alas con las que pretendíamos sobrevolar noventa y nueve galaxias.
Trabajamos nuestras horas, cobramos a final de mes, nos vamos de viaje en crucero a las islas griegas y llenamos, de este modo, de hueras menudencias, un ánfora de aparente felicidad que pierde por un orificio oculto en su parte trasera. Queremos ser felices con tanto ahínco, con tamaña vehemencia, que gritamos de pavor cuando intuimos siquiera una leve grieta en nuestra armadura.
Y nos convencemos de que amamos a aquella persona con la que dormimos cada noche sin querer saber exactamente cuándo llegó aquel amor, sin querer reparar en cuándo partió. ¿De veras nos amábamos antes, cuando no había facturas en la encimera? ¿Y ahora, pese a todo, lo seguimos haciendo? Nos obligamos a no pensar en que el amor puede huir como los pájaros. A mantener la fe en que es para siempre. A esperar, anhelantes, que los años nos den la razón.
Y, a todo ello, entrevemos el blanco relámpago de ternura de los niños que llevan nuestro apellido, de esos que, cuando se miran al espejo, reflejan, en su blancura, una pizca de la que una vez fue nuestra. En el desván de una vida anterior, restan, cubiertas por el olvido, las rodillas escoriadas y aquellas chispas de travesuras que prendían nuestra alma con ígneos relámpagos. Desearíamos evocar lo que sucedía en aquel instante en que la primavera anunciaba su llegada con el trinar de los pájaros, pero se nos olvida ese afán, como tantos otros, en cuanto el invierno cubre con su aliento las calles.
El dinero, al fin y al cabo, no se podía inventar. Debía ser real. Y no lo sabíamos.
La experiencia, al fin y al cabo, es reina poderosa. Y la subestimamos.
El tiempo, al fin y al cabo, se agota, no es manantial eterno. Y lo ignorábamos.
De este modo, el espejo, un día, nos retornó miradas ancladas en el hastío y un primer amago de arrugas, unas pioneras canas, aún invisibles a los ojos de los otros, pero ya hendidas en nuestras sienes como coronas anunciadoras del tiempo de plata.
¿Quién es esa persona a la que llaman con nuestro nombre, mas ya no podemos reconocer? La angustiosa perplejidad se nos cose en la frente.
Y, con todo, aunque llueva piedras, seguiremos vestidos de gris níquel, dispuestos a asistir a una cena de gala a la que nunca fuimos ni seremos invitados.
.5. Gris asfalto
Acostumbrarse al gris es cuestión de tiempo, casi de rutina, de hacer nuestro un pellizco de resignación, una gota de añoranza fluida. Por lo demás, la quietud de la casa o las fotografías de los tiempos que ya no volverán hacen el resto, y nos sumergen, poco a poco, en el gris asfalto.
La nostalgia se cuela por los resquicios de los duermevelas. Las pastillas tratan de tapar, con nuestros dedos, el imponente astro rey que nos abrasa, pero ¿quién es capaz de ponerle puertas al campo a nuestra mente, a la realidad? No hay ruta de fuga para escapar de la memoria.
Y, desde nuestra atalaya, podemos asegurarles a los nosotros de gris níquel que, en suma, lo que tanto les preocupaba no era tan importante, ni tan solo hubiera debido formar parte de lo importante para ellos.
Dinero, comodidad, viajes, trabajo, hipoteca…
No, la verdad no se halla en los ceros de la cuenta corriente.
No, el cariño no se forja con vacaciones a lugares exóticos.
No, la felicidad no consiste en quemarlo todo.
Sí, desde la colina de los años, podemos garantizarles que, despojada del boato que la enmascara, la vida es algo muy distinto a lo que experimentamos, podemos confirmarles que se nos escapó… Que la tuvimos cerca, casi nuestra, únicamente durante aquel fragmento infinitesimal de tiempo en que osamos ser nosotros mismos…
No nos quejamos. La certeza acude a nuestras conciencias, si no para conformarnos con nuestra suerte, sí para esclarecernos, para alumbrarnos que toda esta pena que hogaño nos ahoga no es achaque de edad, ni alucinación amarga de quien dispone de horas vacías para pensar, para dar vueltas a lo que quedó atrás, sino peaje obligado de quien, en lugar de vivir, habitó. Mas, sea como fuere, el porvenir ya no es nuestro problema. Las casas se nos hacen demasiado grandes y el mundo nos queda lejísimos, casi tan remoto como ese blanco algodón que revistió de dulzura nuestros primeros sueños.
Hemos sido felices en ocasiones. Con prisas, pero podría haber sido peor.
Siempre puede ser peor, ¿verdad?
Lanzamos a las alcantarillas muchos futuros, mas debía ser así —¿no es cierto?— para poder seguir andando. Al final, los proyectos se tornan piedra y pesan.
Nuestros hijos nos visitan cada domingo y, a veces, nos llevan a la mar y damos algún paseo por la costa. La brisa arremolina sus cabellos de tonalidad acero, pizarra, hierro… Las gaviotas graznan revoloteando, en círculos, por encima de las carreteras invisibles trazadas en el cielo. Desparraman la libertad que nosotros no tuvimos el valor o la destreza de alcanzar.
Nuestros nietos han heredado nuestras manos largas y elegantes, casi aristocráticas. Y, asimismo, alguno, nuestra nariz. Siempre podremos decir que tienen la nariz de sus abuelos.
No está tan mal.
¿Por qué, entonces, con cada nuevo crepúsculo, las ensoñaciones del día, nos devuelven a aquel blanco atronador?…
.6. Negro
Y el gris que cubre los atardeceres, el gris asfalto que se ha apoderado de nuestras vidas va adoptando un tono más y más oscuro hasta llegar a un negro que da escalofríos.
Y, no obstante, es como si reconociéramos la paz en el pozo sin fondo de ese negro absoluto, incontestado.Casi como si fuera blanco en lugar de negro.
Danzamos un poco antes de dejarnos arrastrar por la corriente. Ya sabemos adonde conduce. Y no nos resistimos, bien que, tras todas las prisas, ahora nos conforta la idea de mover nuestros pies al compás de un último baile antes de partir.Pero la música dejó ya de sonar. El silencio todo lo cubre con sus olas aterciopeladas.
Una mano que brota de la negrura se nos ofrece y la tomamos.
En la nada que se abre ante nosotros, lo vemos todo. En el todo hacia el que nos adentramos, la nada.
«Pronto, muy pronto, volveréis al blanco otra vez», nos reconforta el negro, que ya nos engulle.
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