El día que Agustín Romero cumplió 25 años se marchó del despacho de abogados de su tío para convertirse en escritor. Llevaba meses pensando en dejar aquel empleo, hasta que el 4 de noviembre el periódico de su ciudad le concedió el segundo premio del concurso anual de relatos. En realidad, el cuento lo había escrito su hermana, pero ella se había ido a estudiar a Londres.
Lo que más le gustaba a Agustín era leer, de hecho, era lo único que le gustaba y podía darle de comer (al menos eso pensaba él). Escribir nunca le había atraído, pero ahora, después de flirtear con un editor en la entrega de premios, Agustín se imaginaba dando charlas en colegios, acosado por periodistas para ser entrevistado o firmando ejemplares en una caseta del parque. Aquella imagen le llenaba de orgullo. No haber escrito no era un problema: Dickens, su favorito, publicó su primera novela con 26 años. Él acababa de cumplir 25, así que aún estaba a tiempo. Hizo las maletas, se marchó de casa de sus padres y alquiló un apartamento en la zona vieja, más viva que la urbanización donde había vivido toda su vida. Con el dinero del premio se presentaban por delante cuatro meses con un único fin: escribir su primera novela.
Las primeras dos semanas fueron maravillosas. Por la mañana trabajaba: comenzó su novela, escribió varios cuentos y llenó de poemas y dibujos una libreta. Por la tarde quedaba con amigos para comer o jugar al tenis, daba paseos hasta el mar o leía. Los domingos comía con sus padres y los martes asistía a una tertulia de literatura en un café del centro. En menos de un mes recuperó la libertad que había perdido a lo largo de dos años entre querellas, divorcios y herencias.
Sin embargo, al cabo de dos semanas Agustín se atascó. Empezó a estar harto de Sharik, el protagonista de su libro. Un detective de origen africano que resolvía casos imposibles. Después de varios casos sórdidos entre prostitutas, camellos y asesinos, Agustín tuvo una idea genial: su personaje se infiltraría en ETA. Seguro que así su libro vendía más. Pero Sharik no podía mimetizarse en la banda terrorista. Era de origen somalí y no hablaba euskera, y si hablase euskera sería más sospechoso todavía. Además, los amigos de Agustín, tan accesibles al principio, dejaron de estarlo. Julián tenía novia y Roberto un horario de perverso. Con los otros se llevaba bien, pero tampoco podía quedar con ello todos los días… Por otro lado, tenía que cocinar, limpiar y ordenar su apartamento, que daba algunos problemas: había goteras, el telefonillo estaba estropeado y se oían los gritos de los vecinos por la noche. Problemas que Agustín no había imaginado cuando soñaba con un piso de escritor bohemio.
Entre los desperfectos el que más le molestaba era el del telefonillo. Las goteras y los gritos eran constantes y Agustín se acostumbró. Por la noche se ponía tapones y por las mañanas vaciaba los cubos de agua (no pensaba reparar las goteras porque total, para cuatro meses…). Pero al telefonillo no se acostumbraba. Sonaba con una frecuencia desconocida. Podía estar una semana sin sonar y luego sonar tres veces en un día. Pero cuando lo cogía, siempre oía voces y nombre desconocidos. Al principio no le dio importancia, pero la inspiración se agotó y Agustín se volvió muy susceptible a las distracciones. Al cabo de tres semanas de molestias, descubrió que el telefonillo de una consulta en su misma planta sonaba por error en su apartamento.
Un miércoles de diciembre por la mañana, después de una hora intentando escribir y tres viendo Braking Bad, el telefonillo volvió a sonar. Esta vez era una mujer, pero de nuevo desconocida. Agustín salió de su apartamento y fue a la consulta. En la puerta había un cartel con fondo negro y letras doradas que decían: “Doctor Sarriguren”.
Le abrió una secretaria de entre 40 y 50 años. Agustín le explicó el problema, y la secretaria, muy amable, le sonrió y le aseguró que llamarían a un técnico. Agustín le dio las gracias con sequedad y abrió la puerta para salir. Pero antes de irse se giró, miró a la secretaria y preguntó: “Por curiosidad, ¿de qué es está consulta?”. La secretaria sonrió de nuevo y le dijo “el doctor Sarriguren es psiquiatra”. Agustín se fue.
Al día siguiente volvió a sonar el timbre. Agustín lo cogió y comprobó que seguía estropeado. Enfadado, volvió a la consulta de Sarriguren y sin disimular su enfado preguntó a la secretaría por sus gestiones. Ella, sonriendo, respondió que el técnico lo había revisado y no había detectado ningún fallo. “Tal vez el problema esté en el telefonillo de su apartamento”, fue lo último que dijo.
Ese día el telefonillo sonó nueve veces. Agustín decidió no cogerlo más a partir de la cuarta, pero fue incapaz de no lanzarse a abrir las cinco veces siguientes. Puede que un periodista hubiese leído su cuento, a lo mejor un editor quería hablar con él, tal vez había ganado otro concurso…
Pero siempre eran personas que iban a la consulta. La última vez Agustín se hartó. Mandó a la mierda a una señora que decía llamarse Pilar y lanzó un cenicero contra la pared. Luego gritó: “¡Los putos locos!”. Y se dejó caer en el sofá. Después repitió despacio: “los-pu-tos-lo-cos”. Y de nuevo lo gritó, pero está vez sonriendo. Sí, un loco. Eso es lo que necesitaba. Un zumbado de los buenos. Un don Quijote que se saltase las leyes de la razón, esas que impedían a Sharik, el detective de origen africano que resolvía casos imposibles, avanzar en su novela. ¡Un loco! Agustín se sentó en su escritorio y empezó a teclear. Pero no escribía un texto con sentido, sino ideas sobre los locos que harían más interesante a cualquier personaje. Al principio escribió:
– Lleva el pelo largo y desaliñado.
– Tiene las uñas comidas y sucias.
– Tiene uno o varios tics nerviosos en la cara.
– Cambia de humor de forma brusca.
– Cree que es Napoleón.
– Oye voces.
– Piensa en voz alta.
Los tópicos se acabaron, pero Agustín siguió escribiendo:
– Lanza piedras a las estrellas.
– Duerme con un ojo abierto.
– Come insectos y odia la gastronomía italiana.
– Lleva a todas partes un libro, pero nunca lo lee.
– Se ducha dos o tres veces al día. Pero nunca se lava los pies.
– Solo come carne los viernes de cuaresma.
Y así Agustín, en su éxtasis, anotó doscientas ideas. Luego, cansado, se fue a dormir.
Por la mañana volvió a su ordenador y repasó las líneas del día anterior. Sí, la idea del loco era un acierto. Pero a medida que leía, su entusiasmo disminuía. Aquello tampoco era convincente. Un loco no carecía de leyes de la razón, obedecía a leyes diferentes. Tenía que haber coherencia en sus locuras. Pero en aquella lista Agustín no encontraba ninguna conexión.
En ese momento sonó el telefonillo.
—Sí, ¿Quién es? —Soy Iván, tengo consulta con Sarriguren.
Agustín colgó el telefonillo. Se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo.
Esa mañana Agustín se afeitó después de varios días. Luego salió de compras. Al cabo de hora y media volvió con una bata, varios libros de psicología y el pelo cortado. Después se puso a limpiar y ordenar la casa. Barrió, fregó y quitó el polvo de las estanterías. Después de comer y ver otro capítulo de Breaking Bad buscó un vídeo sobre los métodos de tapar goteras. Aquello le pareció muy complicado, así que llamó a un fontanero amigo de su familia y le pidió que las arreglara. Luego giró su escritorio. Ya no miraba a la pared. Retiró los libros de Dante, Dostoievski y Proust y colocó los manuales de psicología que había comprado. Al final se sentó en el sofá con un libro de Psicología positiva. El libro más breve sobre psicología que había encontrado.
Los siguiente tres días pasaron muy despacio. El telefonillo se mantuvo en silencio, y Agustín temió que se hubiese arreglado por error. Pero al cabo de tres días, por fin sonó. Agustín corrió a cogerlo y preguntó: “¿Quién es?”
—Hola, soy Eduardo, vengo a ver al doctor Sarriguren.
Agustín, tardó cuatro segundos en responder:
—Sí, soy yo. Suba.
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