Un día, Carmelo despertó y ya no había sol. Intentando comprender siguió durmiendo pensando que su reloj despertador se había averiado. Durmió dos o tres horas más y cuando nuevamente despertó, allí estaban la oscuridad penetrante y sus pupilas dilatadas. Se le hizo muy extraño, así que decidió llamar a su amigo del trabajo:
-Aló
-Hola Carmelo ¿Dónde estás? Debiste estar aquí hace una hora.
-¿Qué está pasando?¿Por qué sigue siendo de noche?
-No lo sé, pero la vida debe continuar, vente de prisa o te harán un memorando.
La situación laboral de Carmelo no era nada envidiable, su jefe lo explotaba con largas horas de trabajo y tan solo cinco minutos de almuerzo. trabajaba desde el amanecer, hasta que se llegaban las nueve de la noche, le era imposible dejarlo, pues de él dependía la estabilidad económica de su hogar. Debía como la mayoría de los habitantes de la ciudad, pagar la renta de la casa, y mantener lo mejor posible a sus mujeres, su sueldo era tan miserable que así como llegaba, se iba, por eso, sus sueños y anhelos estaban empacados en una maleta. Carmelo vivía con su madre que ya estaba pasando el umbral de la juventud, además hacía cinco años le habían diagnosticado Lupus, una rara enfermedad que ataca el cuerpo y lo destruye paulatinamente hasta la muerte. El joven se aferraba emocionalmente a su hija de nueve años: una bella, dulce y perspicaz pequeña.
La falta de Sol hacía que Carmelo estuviese incomodo, la oscuridad penetrante del cielo le daba una sensación de miedo e incertidumbre. Con los focos encendidos logró arreglarse antes de que el café estuviera listo, bajó las escaleras, se despidió de sus dos mujeres, que aún dormían, de su perro que lo miraba vigilante en el patio de atrás y salió corriendo para alcanzar el tren de las 9:00 am.
En la calle las cosas eran caóticas, la gente huía en sus carros, creyendo que era el fin del mundo, las mujeres que eran las más apresuradas alistaban todo lo necesario en las cajuelas de los carros, los hombres en su mayoría servían de asistentes a sus mujeres, pues nada hay más preciso que el hacer de las maletas de una mujer en apuros, mientras que los niños, medio dormidos preguntaban el por qué de hacerlos levantar en la madrugada. Las calles estaban atosigadas de gente que acudía a las autoridades para buscar respuesta y empezaban a verse los primeros indicios de desesperación.
Carmelo pensó en los contra de la situación en la que estaban, ¿realmente era necesario el Sol? es decir, es obvio que a largo tiempo el mundo sería un caos, pues la falta de fotosíntesis de las plantas, del calor del ambiente, de los medios de producción ambientalmente sostenibles y de la claridad protectora que otorgaba el sol harían que todos muriéramos; pero vamos, lo que realmente le interesaba a Carmelo era si la situación presente iba a hacer que su madre y su hija estuviesen mal. Era justificable que Carmelo pensase eso, pues durante muchos años, no había hecho nada más que pensar, trabajar y existir por el bienestar de estas dos mujeres que eran su vida.
El tren raramente estaba vacío y para sorpresa suya, ese día lo estaba, pues nadie quería irse a la zona industrial, por miedo a quedar atrapados en la ciudad cuando se diera el apagón final. Los largos trancones en las avenidas evidenciaban que en medio del caos, el trabajo y la estabilidad económica no valían nada, lo importante era ponerse a salvo.
Al llegar a su trabajo, como era habitual, Carmelo vio lo irónico y realista que era el letrero de la empresa: «El hormiguero», y siempre reflexionaba que los dueños de la empresa, se burlaban de ellos, teniendo el sartén por el mango. Durante toda la jornada, pensaba inquietamente en lo que pasaba afuera, ¿y si de verdad se iba a acabar el mundo y él allí, trabajando como hormiga? ¿Su familia? ¿La medicina de su madre? ¡Todo!
Atardeció, pudo dar fe de esto, en el momento que sonaron las campanas de la capilla de la fábrica, que automáticamente suenan todos los días a las 6:00 pm para la misa, Carmelo quiso tomar un receso y salir al pórtico a mirar cómo iban las cosas. Tristemente, las cosas seguían igual, no había rastro de un atardecer, ni mucho menos de un amanecer. Continuó con sus labores hasta las 9:00 pm que sonó la trompeta para irse a su casa.
En el Tren, el cansancio de quienes lo ocupaban se respiraba en el ambiente, entre ellos, mujeres con signos de ser empleadas de servicio, hombres llenos de tizne y manos gruesas y llenas de cayos. Carmelo pertenecía al segundo grupo y aunque no estaba tan agotado, más bien pensativo, lo único que quería era llegar a su casa.
Se comenzaron a vislumbrar las primeras señales de ciudad, pues a lo lejos se lograban escuchar las bocinas de los autos sonando, ¿qué pasará? dijo una mujer gorda que estaba junto a Carmelo. Un hombre alto y lleno de pelo en su cara le contestó con un tono descortés como de quien acaban de despertar, que se trataba de toda la gente queriendo salir de la ciudad, e irónicamente, se mofó de la comodidad y tranquilidad en la que ellos se encontraban en el tren:
-Esos malnacidos ricos, al fin sufren un mal tráfico. definitivamente el fin del mundo le llega a todos.
Carmelo pensaba en la ironía de su afirmación, pues la presente nunca y por lejos sería mejor.
-Se llama resignarse, repuso otro hombre que estaba mirando fijamente a Carmelo. -Sí, yo también pensé lo mismo, le dijo, qué idiota creería que nuestra situación es mejor. El joven se asombró, sin embargo no prestó atención a los demás comentarios.
La gente en las calles estaba realmente apurada por irse, el panorama era igual al de la mañana. Carmelo se bajó de su estación con el único propósito de correr a su casa, sin embargo no lo logró, en las calles todo era caos, gritaban por uno y otro lado, había gente que del pavor, se desmayaban y perdían la noción. Las calles estaban al tope de gente, a tal punto, que lo único que se podía hacer, era ayudar.
El hospital que quedaba cerca de su casa estaba repleto de gente pidiendo ayuda, algunos con fallas respiratorias a causa de la ansiedad, otros, habían intentado quitarse la vida por el miedo y la angustia que estaban pasando, y otros, estaban allí buscando a sus seres queridos o ayudando a los necesitados. En la cera de al frente, una mujer que lloraba desconsolada llamó la atención de Carmelo, pues llevaba en sus brazos a un bebé ensangrentado:
-¿Qué le pasó? preguntó el joven.
La mujer en medio del desespero le explicó que intentaba salir de su edificio y una estampida de gente pasó sobre ellos, que ella había sufrido algunos golpes, pero su bebé recibió el gran impacto. La mujer le suplicaba que le ayudara a entrar al hospital, que nadie le prestaba atención y que su hijo se estaba muriendo. Carmelo sin pensarlo tomó al pequeño en sus brazos y se hizo camino por la cantidad de gente que intentaba entrar en el hospital.
Cuando al fin pudo entrar, miró hacía atrás para darle el bebé a la mujer, cuando se dio cuenta que ella ya no estaba allí. Carmelo miró a todas partes y no encontró rastro alguno de ella, creyó que la mujer no había logrado entrar por la multitud y que de seguro estaba afuera esperándolo, así que no le dio largas a la situación y se dispuso a buscar ayuda para el bebé. Por los pasillos del hospital se respiraba angustia y miedo, en los pasillos había gente botada en el suelo que aún no había sido atentida.
Carmelo pidió ayuda al primer profesional que encontró, le dijo lo que la mujer le había dicho y le suplicó con lágrimas en sus ojos que le salvara la vida al pequeño. El enfermero al ver la angustia de Carmelo, lo tomó por el brazo y se dirigieron a uno de los pisos de arriba, entraron en una habitación y prosiguieron a brindarle los primeros auxilios. Descubrieron al niño y por un momento, el enfermero contuvo la respiración:
-¿Por qué lo trae así? dijo él.
Carmelo en medio de la angustia no supo a qué se refería.
-Está muerto, dijo el enfermero.
Carmelo sintió un frío por todo su cuerpo. Ahora comprendía todo, por el afán de entrar con el niño, no se percató que en ningún momento el bebé había dado señales de vida, no había llorado, ni se había movido, todo el recorrido estuvo inerte.
-¿Señor, se encuentra bien? dijo el enfermero.
-Yo no lo sabía, dijo Carmelo tratando de desatar el nudo de la garganta que lo tenía al borde del llanto.
-¿Qué va a hacer? le preguntó.
– Debo irme.
Tomó el cadáver del pequeño y salió con rapidez de allí. Tomó la calle en busca de la mujer y no la encontró. En lo único que pensaba era en qué hacer con el cuerpo del niño. Su corazón le decía que por ningún motivo podía dejarlo botado hasta no entregárselo a su madre, sin embargo, pensaba que eso le traería muchos problemas. En la vida se había imaginado que tendría el cuerpo de una persona muerta en sus manos y mucho menos, que tendría que, con sus manos darle cristiana sepultura.
Carmelo caminó algunas cuadras hacía su casa, ya ni sabía qué hora era, la noche oscura no podía servirle de ayuda. El corazón del joven se detuvo de ipso facto, a penas se daba cuenta de su realidad: sus mujeres podrían estar en la misma situación que él, su espíritu se turbó y con lágrimas en sus ojos dijo: -Nunca debí salir de casa. Con el paso acelerado llegó a su casa, abrió la puerta y no había señal de nada. Su perro a penas si lo vio entrar y lo olfateó, subió al segundo piso al cuarto de su madre e hija, no había nadie. Buscó en toda la casa y lo único que se le ocurrió fue que habían salido en busca de ayuda como todo el mundo.
Decidió cambiarse de chaqueta, pues la que tenía puesta estaba llena de sangre del cadáver. Revisó sus bolsillos para sacar todo lo que tenía en ellos, cuando se dio cuenta de un extraño papel ensangrentado. Era de ella, de la mujer el hospital, de la madre del bebé:
Lo siento, no sé qué más hacer, debo salir ahora de la ciudad y no puedo botar el cuerpo de mi hijo por la calle, tengo tres hijos más que necesitan sobrevivir. Le pido con todo mi ser que se encargue de su cuerpo.
Carmelo no podía creerlo, ella lo sabía y no le dijo, lo único que quería era irse . Pensó nuevamente: Nunca debí salir de casa. Carmelo tenía que buscar a sus mujeres, tomó el cadáver, lo envolvió en más cobijas y salió corriendo. Su madre y su hija estaban quien sabe dónde y lo único que quería era encontrarlas. No sabía por dónde empezar a buscar, fue donde su vecina y no las halló, las calles estaban desiertas.
Seguramente habían pasado muchas horas, Carmelo estaba muy agotado y sus brazos sentían el peso del cadáver, se desplomó en la calle, quería desmayarse. Miró al cielo y en la profundidad de las oscuras nubes, se dio cuenta que había perdido todo lo que amaba, su madre y su hija no sabía dónde estaban y él en medio de un mundo a punto de acabarse en lo único que pensaba era en que Nunca debió salir de su casa.
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