Alguien mencionó el caso de Issei Sagawa. Los que no lo conocían miraron confusos, todavía inocentes, al que había hecho el apunte. Tras las explicaciones vinieron los gestos de repugnancia moral y física, los tragos apresurados a los vasos de cerveza. Uno miró con asco infinito la tapa de menudo de la que hasta entonces había picoteado alegremente. Por mi parte, permanecí en silencio, impasible, a la espera del momento preciso. Entonces lo dije:
—Yo cené con una caníbal, en cierta ocasión —y a la vez desnudé la mano que había mantenido rigurosamente oculta bajo un guante durante toda la tarde. Mis compañeros la miraron con ojos desorbitados: faltaban dos falanges del dedo índice. Ahora no podía defraudarles la historia.
«Yo vivía en la calle. En esa época atravesaba ciertos problemas económicos, vitales… Ahora todo eso ha cambiado, no tenéis más que verme, y en esa transformación tuvo algo que ver mi encuentro con la caníbal. Tenía mi sitio en el pasaje comercial cerca de la plaza de la Magdalena. Éramos varios los que acampábamos allí para dormir. Una noche me despertó un crujido metálico, unas voces que murmuraban. Lo primero que pensé es que venían a pegarnos, y me preparé para salir corriendo —cuando uno está en la calle aprende rápido a desconfiar—. Al levantarme, sin embargo, vi a una mujer que se llevaba a la vieja María en su silla de ruedas. Era alta, bastante guapa, con ojos grandes, enormes, que en la oscuridad del pasaje me parecieron los de un ave nocturna. Vestía elegante, con un traje azul marino y zapatos bien pulidos. Aparentaba, debo decirlo, cierto aire de inocencia y ternura. Miré a la vieja María, que sonreía sin dientes. “¿Te llevan?”, le pregunté. Asintió, exultante: “a darme una ducha, y a cenar”. “¿A cenar?”, repetí, sintiendo una inmensa tristeza. Entonces habló la chica, con aire divertido: “Not where she eats, but where she is eaten”. Tenía una risa traviesa. Entonces yo no sabía inglés ni había leído a Hamlet… Añadió: “venga usted también, hay sitio de sobra”. No lo pensé dos veces.
»En la plaza nos esperaba un coche rojo. La chica ayudó a María a subirse en el asiento delantero y guardó la silla en el maletero. Yo me acomodé detrás. Había llovido, y las calles se sucedieron sobre nosotros como un confuso caleidoscopio. Le pregunté a la chica, que conducía: “¿por qué haces esto?”. “Alguien tiene que ocuparse de vosotros”, repuso, y me mostró su sonrisa inmensa en el espejo retrovisor.
»Nos detuvimos en una urbanización, no sabría decir cuál: un laberinto especular de casas idénticas, jardín delantero, tejado de pizarra, una misma ventana frontal repetida infinitud de veces. Tampoco me fijé en el número de la puerta. Pasamos al salón, tan minimalista, circundado por una larga estantería. La chica se llevó a María, y enseguida escuché el agua que caía en la bañera, y a la vieja cantando esa canción que marcaba sus momentos de alegría en el pasaje. Me entretuve en revisar los libros: El manantial, La riqueza de las naciones, El origen de las especies, Cómo despertar todo tu potencial emprendedor… La encontré mirándome al final de la larga hilera de títulos. Traía dos copas llenas de un líquido ambarino, la rodeaba el vapor del agua caliente que salía del cuarto de baño, entreabierto. “¿Has leído a Ayn Rand?”, preguntó. Negué. “Te cambiaría la vida”, dijo, y se dejó caer en un largo sofá blanco. Me tendió la copa, incongruente en mis manos. El licor era suave, casi insípido. Puede que ella percibiese mi confusión, mientras observaba todo el discreto lujo que nos rodeaba. “Soy coacher”, explicó; “ayudo a las personas a cumplir sus sueños, a activar todo su potencial”. Dudé: “¿eso cómo se hace?”. Acarició sus mejillas con una uña de gel, larga y roja; ahí estaban de nuevo sus ojos de ave: “Fácil. Les recuerdo que o comen o son comidos”.
»Siguió un silencio tenso; dí otro sorbo a la bebida. La verdad es que yo no me había planteado nunca aquellas cuestiones. “¿Y la solidaridad?”, improvisé al fin. La mujer resopló, puso los ojos en blanco muy graciosamente. “La caridad y la solidaridad son ficciones inventadas para contener a los perdedores. La única verdad que existe es la cadena trófica, el lugar que ocupas en ella”. Sacudí la cabeza, desconcertado. Ya no oía a María cantando en la ducha, pero el agua seguía chocando contra la bañera, y el vapor iba inundando el salón, diluyendo las formas de los objetos en un todo líquido. No se cuánto tiempo gasté pensando en eso de la cadena trófica sin llegar a comprenderlo nunca. Mi cabeza se había convertido en una máquina lenta y pesada sobre mis hombros.
»Recuerdo estar sentado a una mesa con mantel blanco y cubierto para dos, y a la mujer que justo terminaba de rebañar su plato, frente a mí. Recuerdo una quemazón en el dedo índice de mi mano derecha. Ella hablaba con la boca llena: “… porque no debemos dejarnos coartar por una moral impuesta, arbitraria, ¿entiendes? Verdaderamente hacemos un servicio a la humanidad persiguiendo nuestro beneficio. ¡El emprendedor es el héroe moderno! Y un exceso de perdedores, o presas, puede resultar mortífero para el ecosistema social. El ganador se lo lleva todo, el débil se queda sin nada… Es una ley universal”. Yo asentía, mareado. Al poco me derrumbé definitivamente. Ya amanecía cuando me dio unas palmadas en la mejilla. Estábamos de vuelta en el pasaje. Nos despedimos; antes de irse me besó, sus labios sabían a hierro. Susurró a mi oído: “acuérdate de lo que te he dicho”. Al despertar, a media mañana, miré al rincón donde la vieja María tenía su cama de cartones. Estaba vacía. En el bolsillo de mis pantalones encontré un librito titulado Diez consejos para empezar un pequeño negocio y triunfar».
Se habían quedado callados. Me miraban atónitos; algunos, escépticos. Me tomé un instante para vaciar mi vaso y depositarlo con estudiada lentitud sobre la mesa.
—Unos meses más tarde la pilló la policía, salió en todas las noticias. Por mi parte —añadí, volviendo a cubrir la mano mutilada— me llevé la lección bien aprendida: comer o ser comido.
Se sumergieron en sus móviles, ansiosos por verificar la veracidad de la historia. Alguno, al cabo de unos minutos, levantaría la cabeza de la pantalla con el ceño fruncido, me buscaría a lo largo de la mesa. Se daría cuenta entonces de que ya me había ido, y sin pagar las cervezas.
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