¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú?

¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú?

Redacto estas líneas como si fueran las últimas que escribo en mi vida, ya que, posiblemente, así sea. En ellas, quiero dejar constancia de un hecho curioso, muy curioso, con el que tuve la fortuna -o desgracia- de cruzarme hará más o menos un par de semanas.

Para que puedas entenderme, he de decirte que siempre he leído mucho -todos aquí lo hacen-, por lo que no se trata de leer, sino de las palabras aprisionadas en los renglones de la pantalla. Desde pequeña, he leído y memorizado todo aquello con lo que me he topado en los libros. El alfabeto, los números y las estaciones. También, la rotación, la traslación y la composición interna de la tierra. La ley de Newton, el principio de Pascal y las teorías del Big Bang. La estructura del ADN, el funcionamiento de los pulmones y la localización de los huesos más minúsculos del cuerpo humano. La corriente continua, la alterna y la configuración de un microchip. Desde pequeña, en definitiva, conozco a la perfección el funcionamiento del mundo moderno y de las nuevas tecnologías, el frío mecánico de su abrazo, que me llega a resultar hasta acogedor.

Por este motivo, me sorprendí mucho cuando el otro día me sucedió este hecho tan curioso, muy curioso. Caminaba por los pasillos de la biblioteca buscando un ejemplar con el que aclarar algunas dudas sobre la puesta en marcha de motores de plasma para un trabajo de clase, buscando a través de los dispositivos digitales de las estanterías -los libros, en definitiva-, sin prestar atención a lo que acontecía de mis hombros para abajo, cuando tropecé con un obstáculo en el suelo. No llegué a caer, pero cerca estuve. Todavía algo desorientada por lo inesperado del golpe, me agaché para comprobar qué había producido aquel traspiés. Cual fue mi sorpresa al encontrarme lo que jamás pensé volver a ver: un libro… ¡de papel!

He de confesar que, en el corto transcurso de mi vida -pues aún me quedan unos cien o ciento veinte años más- nunca había visto uno en persona. Sí que he visto imágenes, claro, por Internet. Pero lo cierto es que dejaron de comercializarse mucho antes de que yo naciera, en la primera mitad del siglo XXI. ¿Quién podría imaginar que, a estas alturas, alguno anduviera perdido, desconcertado, por los pasillos de la biblioteca?

Dudé si recogerlo o no. Sin embargo, la curiosidad que me invadió sobre cuánto pesaría y cómo se percibiría su tacto me hizo agacharme y abrazarlo con los dedos temblorosos y las puntas frías. Un olor extraño se infiltró, como un delincuente escurridizo, en mis pulmones, raspando mi garganta con el fuego del polvo arcaico y trasnochado de su portada. Apenas pude leer lo que en ella estaba escrito. Por miedo a que alguien descubriese lo que estaba haciendo, como una verdadera ladrona -y no como aquella polvareda añeja- lo escondí bajo la holgura de mi jersey de invierno y salí del lugar sin ni siquiera recordar por qué había ido allí en un primer momento.

¡Ay de mí, y de mi estúpida curiosidad! ¿Qué feliz sería ahora, qué vida más llena y plena tendría si jamás hubiera abierto aquellas páginas amarronadas, con tacto áspero, que parecían desintegrarse entre las yemas de mis dedos? Ya no vería la muerte en mi camino, ya no me preocuparía los principios de la existencia humana, ya no sentiría esta opresión que me desgarra el pecho y descuartiza mis pensamientos sin compasión ni miramientos.

El título no fui capaz de entenderlo a la primera y, para menor desconcierto y el eterno alivio de quien encuentre este escrito, me privaré de nombrarlo. De hecho, no pude encontrar el sentido de nada de lo que allí se narraba hasta la cuarta o quinta lectura. Lo mucho que me aturdía era proporcional a lo mucho que me atraía. Aquellas palabras… no eran palabras sin más, eran ideas. Ideas que ningún profesor ni ningún libro me había enseñado jamás. Ideas que se habían muerto hacía mucho tiempo… porque nadie se había vuelto a acordar de ellas. ¿Cuándo se perdieron? Aún no lo tengo claro, pero supongo que con el papel sobre el que estaban escritas, en aquel otoño erudito en el que las hojas caídas no las recoge nadie y se emborronan, antes o después, con las lluvias de finales de año.

Pese a todo esto, aquellas no se habían caído del todo. Colgaban todavía con su tallo fino, afilado, enfermo del tronco del árbol. Aquellas ideas… Estas ideas, que las crestas de mis dedos rasgan y con las que se emponzoñan, han permanecido, aunque sea en un libro viejo, medio roto y apagado por el tiempo en el suelo pisoteado de la biblioteca. Porque estas ideas… sí… es curioso, muy curioso… Pero yo las siento. Las siento porque están vivas.

No me preguntes cómo o por qué, pues no lo sé. Lo único cierto es que, desde aquel día, no he vuelto a ser la misma. Al principio se trata de cosas triviales, insignificantes, como un comentario mal insertado en una conversación o unas líneas del periódico que carecen de sentido. El problema es que ahora ya no se trata de esas pequeñas incomodidades. Se trata de mí, de mi vida, y de la vida de los demás. El para qué de los hechos ha perdido su primera parte. Ese para maldito se ha ido, sin compañía, sin previo aviso, dejando desamparado al pobre qué, que nunca ha sabido estar solo. Y este último, este qué es el que está acabando conmigo. Es mi muerte y- quién sabe-, tal vez, mi salvación.

La gente no echa de menos lo que no conoce. Sería algo poco sensato y sin fundamento. ¿Quién fue Platón? ¿Qué pretendía Hume con su extrema sensibilidad? ¿Tenía sentido el discurso de Descartes sobre la razón? Pero, ¡ay… cuando los conoces! ¿Quién soy yo? ¿Quién eres tú? ¿Acaso lo sabes?¡Yo no, yo no!

Loca. Me vuelve loca. Porque siempre he sabido lo que es la física, y la medicina, y la tecnología. Pero esto… esto es demasiado. Y así, aún así… No puedo dejar de leerlo. ¿Qué es esto? ¿Lo sabes? ¡Yo no, yo no! Porque esto nunca nadie me lo ha enseñado.

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