El rumor

Estaba allí. Apagada. Esperando. Envuelta por sus pares. Todos iguales. Más bien: todas iguales. Con sus cabezas rojas regordetas. Sin uso y esperando. Yo las tomé. La caja decía “Copihue” con letras azules y tres copihues colgando de alguna rama. Con algunas hojas verdes. Eran las 12 de la noche. Estaba solo en mi living. Sintiendo el rumor de la noche en medio de mi pecho, en todo el espacio de mi departamento y toda las cosas lejanas de la misma noche. El rumor era espeso y estaba oliente. Olía a silencio más bien parecido a una soledad constante. Soledad que había adquirido sin saberlo, sin pensarlo, sin quererlo, en definitiva. No tenía más que dos cigarros que me habían quedado de la tarde, café preparado, un poco de comida del almuerzo y una invitación de viernes rechazada. Más bien aún, porque esa soledad con rumor a noche estaba constantemente deliciosa y la caja de cerillas en mis manos parecía ser el tesoro de una vida entera. No había necesidad hacer algo por la vida. No había la necesidad de sentir deseos ni por alguien ni por algo. Estaba allí, sentado, esperando a que el rumor de una noche de viernes me durmiera para al otro día despertar y ya no esperar nada más de la vida. De las personas, de las cosas. No esperar nada de todo lo que acontece en medio de la naturaleza humana y universal. El deseo, era en ese momento, encender la cerilla y verla quemarse por completo.

La tomé en mis manos. Su cabeza me parecía interesante. Pequeña como un grano de arena y podía terminar con la vida de muchos o con las inmediaciones de cualquier empresa multinacional. Podía consumir todo tipo de cosas con su pequeña llama. Bastaba con que le dejaran expresar su fuego en un diminuto espacio que tuviera factores a favor. Como un puñado de papeles o un poco de combustible, sería mucho mejor. Pero con un solo estornudo de su cabeza de pólvora podía acabar con cualquier cosa que se le pusiera por delante. Con la vida y con la opulencia material lograda en años y años de trabajo. Con un solo suspiro de su cabeza podía incendiar una empresa textil y dejar en ascuas a su dueño, llorando en un rincón como un niño y pensando << Lo he perdido todo >> Y ella, tan pequeña, podía hacer todo eso con un solo suspiro. Tenerla en mis manos estimulaba mi imaginación y el goce por sentir el rumor de la noche hacía la situación mucho más placentera. Tenerla en mis manos era un hermoso tesoro, porque jamás pensaría en ocuparla para dichas cosas, pero la satisfacción de que algo tan pequeño podía derrumbar un imperio me llenaba de júbilo creciente. Me llenaba de sabiduría cotidiana que tal vez podría ayudarme en un futuro. Una cerilla en tus manos es poder diminuto, pero ese poder está ligado a las leyes del caos y está fundamentado en esas leyes. Una pequeña chispa y todo se va al cómico infierno.

La hice girar entre mis dedos mientras le daba bocanadas a mi cigarro que antes lo había encendido con una de sus hermanas. La observé por entre el humo que arrojé a ella deliberadamente. Las cortinas se mecían con una lentitud fascinante, haciendo que el humo de mi cigarro se perdiera por la boca abierta que dejaba mi ventana. Y el viento formaba complejas figuras en el espacio completo de mi living. Creando una coreografía enmarañada que sólo las cortinas podían seguir en pasos similares, en compases mucho más complejos que el núcleo del sol. En medio de todo ese humo la cerilla en mis dedos índice y pulgar giraba como queriendo compartir el ritmo del humo y de las cortinas. Como queriendo adherirse a semejante coreografía entramada en números decimales. Me pedía encenderla para calcinar todos mis conceptos materialistas. Para convencerme de que el deseo es algo absurdo y que por su causa el mundo se ha convertido en un apocalíptico vertedero de egos humanos. La cerilla parecía murmurar que si el deseo no existiera las cosas en la realidad mundial andarían por otros planos mucho menos espesos y fétidos. Eso me gustó de ella. Tan humilde y tan poderosa a la vez. << Puedes hacer llorar a un magnate ¿sabes? >> Le dije. Luego sorbí de mi cerveza y la devolví a su sitio. Las cosas mejoraban en ese trance. En donde pretendía encender esa bomba diminuta y en donde la noche y su continuo rumor silencioso era un sublime adorno para mis pensamientos.

Eran las 12:16 cuando encendí la cerilla. El chasquido de su cabeza en el papel áspero de su caja fue como una trompeta oxidada que le produjo molestia al rumor quedo de la noche. Resonó en todo el espacio y el humo que produjo la llama recién encendida se mimetizó con el de mi cigarrillo que estaba descansado en el cenicero de metal sucio. Fue como una mancha amarilla en un cuadro blanco y vacío. El chasquido era el testigo de que esa cerilla podía acabar con la vida de cualquier hombre, objeto o animal. Era quien atestiguaba que el poder diminuto de los humildes puede reconstruir cualquier imperio, simplemente porque con ese mismo poder ínfimo puede también destruirlo.

Poco a poco fue quemándose. La llama hizo desaparecer el humo de la cerilla. Se mecía indecisa por no saber si imitar al humo de mi cigarrillo o a la danza espontanea de mis cortinas. Fue quemándose el maderito que contiene el potencial caótico. Se fue retorciendo mientras se quemaba y adoptando un color negro, que hacía resaltar el color amarillento y azulino de la llama flameante. Por poco el viento que entraba por mi ventana casi apaga a la llama, pero puse mi mano derecha para taparlo, así la llama tomó fuerzas y más se hinchó, quería decirme algo. Como tratando de encontrar un lenguaje muerto que pusiera en manifiesto las leyes de la espiritualidad hindú. Como asumiendo que yo lo entendería y que el por fin me desharía del molesto deseo por desear. Y, deshaciéndome de eso, tendría el mismo poder de la cerilla. Podría consumir la realidad por el simple placer y amor del << Ahora >> Ya sin convencionales pretensiones sociales.

Poco a poco la llama fue perdiendo su voz y el maderito estaba casi calcinado por completo. Estaba negro y retorcido. Conteniendo la base y los fundamentos del poder de la cerilla. Conteniendo la capacidad de dar el visto bueno para calcinar cualquier cosa, pero sabiendo de antemano que era el mártir de la situación. Sabía que poco a poco, una vez encendida su cabeza, se iría consumiendo hasta perder su función. Como un objeto de naturaleza puramente desechable. El madero quemado parecía decirme que ese era el sacrificio al cual estaba dispuesto cumplir si con ello el mundo entero ardiera. Era una especie de mártir anónimo. Poco a poco fue retorciéndose y perdiendo su función, hasta que la llama se extinguió y el madero, todo calcinado, se convirtió en ceniza desechable.

La cerilla calcinada ahora estaba en el cenicero. Junto a los 15 cigarros que ya había fumado. Ya no tenía la capacidad de nada. Ese poder diminuto capaz de consumir un imperio estaba desecha. Sin la más mínima capacidad de consumir nada. Muerta y sin poder volver a la vida o a su función como cualquier otro ser vivo de este vertedero de egos redondo y gigante. Incluso ella tenía la humildad de entregarse a la muerte y atreverse a admitirlo luego de darle voz a una llama ya extinta.

El rumor continuaba más cerca que lejos. Ya eran las 12:23 y las cosas seguían igual. Pero estaba allí: acompañado de cigarrillos, unas cortinas danzantes, el humo y una cerilla muerta.

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