Sus ojos ambarinos releyeron las palabras con avidez, como si buscara devorarlas. La letra, pulcramente apilada, revelaba un sufrimiento contagioso. Había encontrado la carta esa mañana cuando, como cada día, asomaba su respingona nariz por la ranura del buzón para comprobar si tenía correo nuevo. Un par de facturas y un sobre en blanco, cuyo dorso rezaba una dirección que no era la suya.
Era curiosa –tal vez algo cotilla- pero fue una energía superior la que le hizo abrir cuidadosamente la carta en vez de reenviarla a su emisor. Hoy en día pocas personas se comunican a través de correo escrito, y quería saber que era tan importante como para negarse a relegarlo a la simpleza de un email.
El mensaje ocupaba poco más de medio folio. Estaba escrito a mano, con bolígrafo negro y una letra, en su comienzo, recta y fácilmente legible. Sospechó que su dueña era una mujer. A medida que avanzaba en su relato, la frustración y ansiedad atropellaban las palabras, convirtiendo en un caos aquello que tan ordenadamente había empezado. Y tal vez eso era lo que le daba un plus de profundidad al ya de por sí oscuro texto. Había un tono desgarrador en la curva de las emes, y también en la floritura que la escritora (o escritor) acostumbraba a hacer en la L mayúscula de cada inicio de párrafo. Cuando acabó de leer, sus ojos habían enrojecido y le dolían los labios de tanto mordisqueárselos, como hacía cuando estaba nerviosa.
Exhaló un suspiro neutro. La lectura le había dejado una sensación opresiva en el pecho. La persona que había escrito esa carta lo había hecho con la inconfundible certeza de que solo su destinatario sería partícipe del inmenso y oscuro vacío que atormentaba su mente, y ahora ella se sentía una intrusa en la complicidad que ambos mantenían. Y aunque deseaba olvidar todo lo que había leído, y sabía que debía enviar la carta a su legítimo receptor, algo en su interior la instaba a ser ella quien respondiera.
Cogió un bolígrafo –también negro- y se sentó en la soledad de su escritorio. Era un pequeño mueble de caoba, oscuro y viejo, que se había llevado de casa de sus padres cuando hacía poco había logrado independizarse. Dejó que la pantalla de su ordenador portátil aportara el extra de luminosidad que necesitaban los últimos rayos de sol primaveral. Cogió aire y empezó a escribir:
Estimada compañera/o,
He leído tu carta y un instinto visceral me ha inspirado a darte una respuesta. Lo primero de todo, lo siento. Siento haberme inmiscuido en pensamientos tan personales y privados, pero una vez leídas las primeras líneas me ha sido imposible parar. No sé si lo que estoy haciendo te será de ayuda, pero tus palabras –aun no estando dirigidas a mí- sí que me han ayudado. Hablabas de un bote a la deriva, de fuertes olas golpeándolo día sí y día también. La ventisca taladrando su madera y la inquietud de no saber a dónde te va a llevar. Es una metáfora preciosa y a la vez aterradora, y creo que, en cierta medida, todos nos hemos sentido así alguna vez.
Por un momento, cuando releía tus palabras por tercera vez esta tarde, me he sentido junto a ti en ese bote. Tal vez entre dos personas resulte más fácil poder controlar su timón. Déjame decirte, aunque no sea una experta, que la mansa orilla en la que nos empeñamos en echar el amarre no siempre es la solución. También hay problemas en tierra firme.
No sé quién eres y a la vez creo conocerte. No sé cómo te llamas o cómo vistes, ni si te gusta escuchar la lluvia cuando duermes o ponerte cada calcetín de un color. Puede que quieras tener hijos, o ya los tengas, o ni se te ha pasado la posibilidad por la cabeza. Igual nos hemos cruzado alguna vez por la calle, o nos veremos mañana sin poder reconocernos. A mí me gusta imaginar que tienes la voz suave, como un susurro, tan esquiva como el viento cuando se cuela entre las hojas de los árboles.
Y entenderé que, cuando leas esta carta, enrojezcas desde la cabeza hasta la punta de los pies –ya sea por furia o por vergüenza- y que arrugues el folio con tanta fuerza como los dedos de tu mano te permitan. Pese a todo, quisiera pensar que, arrugada y sucia, guardarás la hoja en algún cajón y te olvidarás de ella. Tal vez en unos años la encuentres, la vuelvas a leer y te haga sonreír de verdad.
Con cariño.
—
Miró el reloj de su muñeca y suspiró, agotada. Horas y horas buscando las palabras apropiadas habían puesto a prueba su resistencia mental. Quería, con todo su corazón, hacerle saber que le entendía, que el motivo de ese infinito pesar que le invadía tenía solución. Y que si no era así, al menos no estaba solo. O sola, o ambos. Cansada pero satisfecha, introdujo la hoja en un sobre nuevo y escribió la dirección del remitente y la suya propia. No quiso poner su nombre, por miedo. Si la persona a la que había escrito no contestaba, se refugiaría en la cómoda y cobarde posición del anonimato.
Entrada la medianoche se metió en la cama y cerró los ojos, con la certeza de que al día siguiente lo primero que haría sería echar la carta al buzón. El sueño enseguida la encontró.
Los siguientes días transcurrieron con absoluta normalidad. Como siempre, se despertaba con la segunda alarma, enfurruñada y maldiciendo no haberse metido antes a la cama la noche anterior. A continuación desayunaba, se duchaba y vestía para ir al trabajo. No había cambiado su rutina ni un ápice y, de hecho, si no eras una persona especialmente observadora, jamás te habrías percatado de la sutil esperanza que había anidado en ella, esa que centelleaba en sus ojos cada vez que entraba en el portal y se asomaba al buzón, en busca de algo. Hasta que un día, por fin, llegó.
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