Seguía boca arriba en su cama. Ni siquiera había tratado de arroparse. Sabía bien que no iba a dormir, y esto era en gran parte por el simple hecho de que no quería.
Se lo había planteado a sus padres por activa y por pasiva. Hijo único de una familia acomodada, nunca le había faltado nada a sus 17 años. Ni aparatos electrónicos, ni dinero para sus caprichos, ni gran parte de cualquier cosa material que se le pudiese antojar. Nada, le decían sus padres. No había tenido un amigo de verdad, ni una experiencia real, un problema que solucionar, ni nada que pudiera llamar suyo. Nada, volvía a decirse sobre su cama, que la interna había preparado como cada noche desde que él tenía memoria.
Llevaba tiempo meditándolo, y esa noche se decidió a no darle más vueltas. Borja se vistió, contó el poco dinero que tenía dentro de la cartera —120 euros— y se dispuso a abandonar la casa.
Cuando se vio fuera, pidió un Uber con su móvil con destino a uno de esos barrios de chusma y gentuza, de yonquis y delincuencia de los que le habían advertido hasta la saciedad desde muy pequeño que debía evitar como a la mismísima peste.
El coche le dejó en el destino indicado. Borja no tardó en darse cuenta de que estaba en medio de ninguna parte. No había gente, ni coches, nada.
Aunque hubo algo que le llamó la atención. No demasiado lejos, se oía música. Un sonido primario y agresivo, que calculó que estaría a diez minutos andando por el volumen.
Ésta era su oportunidad. Lo que siempre había estado buscando. Personas de verdad, de las que valían la pena, no como esa gente tan artificiosa y pomposa con la que llevaba relacionándose toda la vida. Y además todo en un entorno de jolgorio y emoción. ¡Qué más podía pedir!
Venía pensando que estaba a poco de conocer su sueño cuando por fin se vio ante él. Y éste tenía la forma de una persiana de chapa que medio cerrada cubría un local.
Por primera vez en todo su periplo, Borja sintió verdadero miedo mezclado con la excitación que venía arrastrando.
Al pensamiento de «¿Qué es lo peor que puede pasar?», llamó a la persiana. Aunque lo había hecho con fuerza, no hubo respuesta alguna.
Pensando que ya había llegado muy lejos como para echarse atrás, Borja llamó de nuevo, sólo que esta vez dando auténticos puñetazos.
Esta vez el volumen de la música bajó un poco, y se oyeron murmullos dentro. La persiana se levantó y Borja finalmente entró al local.
Allí, vio a un grupo numeroso de gente joven, vestidos con ropa informal, alguno con cresta o pelo largo y alguna con el pelo teñido de un color llamativo. Él se había vestido con unos pantalones de vestir y una camisa.
Sin reparar en este despropósito, Borja decidió romper el silencio con unas palabras:
—Hola. Me llamo Borja. Vengo a ver el barrio —fue lo que salió de su boca.
Hubo un estallido de risas generalizado. Cuando la gente por fin terminó de darse cuenta de que aquello iba en serio, uno de los jóvenes, con cresta y un pantalón roto, le espetó:
—¡Pero qué dices personaje! Anda y vete de aquí antes de que tengamos un problema.
Otro joven, le hizo al primero un gesto que Borja no supo interpretar, para luego decirle:
—No le hagas caso, está borracho. Me llamo Manu. ¿Quieres tomar algo?
—¿Qué hay?
Volvieron las risas.
—De todo un poco. ¿Qué tal un cubatilla?
Manu y otros pocos se sentaron con Borja en una mesa. Después de recibirle amablemente, Manu le dijo:
—Habrás pagado la bebida, ¿No?
—No, ¿Por qué?
—Vaya jeta tienes. Anda y ve a pagar, y ya que estamos me invitarás a un kalimotxo, ¿No?
—Bueno, no sé… Sí, supongo.
—Así se habla.
—Otro para mí, ¿No? Dijo una joven pelirroja.
—A ver, es que…
—¿Cómo que no? —dijo Manu—. Mira tío, que es mi piba, no la vayamos a tener, ¿Vale?
—Vale, vale.
—Pues eso. Trae kalimotxo para toda la mesa y santas pascuas.
Más obligado que otra cosa, Borja obedeció. Pagó en la barra y fue llevando las bebidas a la mesa.
A medida que el tiempo fue avanzando, Borja empezó a sentirse cada vez más incómodo. La gente del local le miraba como a un animal exhibido en un zoo, y la gente de su mesa no dejaba de presionarle para que bebiera cada vez más y de gastar bromas a su costa.
Cuando se quiso dar cuenta, ya estaba demasiado borracho como para que pudiera importarle nada de aquello. De hecho, estaba en tal estado de embriaguez que para los demás resultaba ininteligible cualquier palabra que saliese de su boca.
En uno de esos chascarrillos que Manu contaba a su costa, Borja termimó de hartarse.
Se levantó de la mesa de un salto. O eso pretendía él, porque lo cierto es que de cayó de culo al suelo, tumbando también su silla. Cuando por fin estuvo en pie no sólo en su imaginación alterada, sino también en la realidad compartida por todos los seres humanos, se encaró con Manu.
Claro que esto no fue fácil, dado que nadie podía interpretar los sonidos que emitía su garganta. Al ver que Manu no respondía, se dejó de medias tintas y pasó del insulto indescifrable a la violencia física, mucho más fácil de dilucidar.
Tras una maraña de recuerdos borrosos y en ocasiones inaccesibles, Borja se vio en la cama de una habitación de un hospital.
—Te dije que teníamos que apuntarle a clases de cocina creativa, que tiene mucho tiempo libre y así es normal que le de al coco y acabe haciendo una locura como ésta —dijo la madre.
—Si nos ponemos así yo también te dije que me dejaras enseñarle a beber —contestó el padre.
La madre iba a contestarle cuando Borja, no queriendo que supieran que les había escuchado pero tampoco queriendo que discutieran, preguntó la consabida cantinela de «¿Dónde estoy?» y «¿Qué hago aquí?» que consta en el repertorio de los pacientes más accidentados.
El padre contestó con naturalidad:
—Te fuiste de casa para ir a un local de mala muerte, te emborrachaste y te han partido una ceja y la nariz. Ah, también noqueaste a un tipejo, aunque has tenido la suerte de que la Policía no va a actuar de oficio, porque por lo visto esto ya es la enésima vez que pasa y ya por fin van a poder cerrar ese sitio.
»Y bien, ¿Cómo te hace sentir esto?
—Me duele… La cabeza. ¡Muchísimo!
El padre miró de reojo a la madre.
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