El cuerpo de la urraca que encontramos en Dijon, con sus ojos amarillos abiertos y terribles. Se había caído del árbol y piaba con estridencia, dando saltos entre el musgo y el barro. Estaba lloviendo. Yo quería cogerla y que nos la lleváramos a la residencia de mi amiga: ofrecerle al menos el beneficio de la duda, la misericordia para el débil, y que pudiera comer de mi mano durante los días en que yo estuviera allí, aunque después… Mi amiga dijo que no se la llevaba, que era sólo un pájaro y además desagradable.
La urraca piaba cortando el aire adyacente con su gemido, la frecuencia era tan alta que se me metió en la oreja y ya no me dejó en todo el viaje, vibrando cuando nos subíamos al tren sin pagar, rechinando cuando nos metíamos en la cama a dormir, intoxicando el ambiente, la forma común de las palabras que mi amiga y yo nos habíamos dicho desde bien pequeñas.
Mi amiga tenía, de toda la vida, una boca grande con los dientes amplios. Cuando éramos pequeñas, las niñas grandes nos pararon un día que volvíamos a clase después del recreo y le dijeron a mi amiga: ¿Esas pestañas son de verdad? ¿No te echas rímel? No sabíamos lo que era el rímel, pero mi amiga siempre estuvo orgullosa de sus pestañas después de aquello. También nos preguntaron que si teníamos pelos o pelusilla en las piernas y quisieron mirar. Llevábamos calcetines de algodón azul marino y la falda de tablas escocesas con líneas entrecruzadas: amarillo, blanco y verde. En ese momento pensé que mi amiga era más guapa que yo, lo pensé durante mucho tiempo. Pero luego fui consciente de que su boca le hacía algo a su cara; no estaban en proporción, quedaba extraño. Ese factor me hizo pensar durante la adolescencia que quizá mi amiga no era más guapa que yo, pero fue una duda que persistió y se mantuvo incluso cuando con veintidós años nos encontramos en Dijon.
Me quedé con ella una semana en su residencia, compartiendo su cuarto para una persona. Un día fuimos con la gente de su clase y un par de profesores a la villa de al lado. Bajo la tierra, bajo el musgo, estaban creciendo los claveles rojos que un año atrás, el tres de mayo día de la cruz, nos habíamos puesto en el pelo tras la oreja derecha porque queríamos bailar. Aquel día en Dijon, en cambio, estaba diluviando y por eso la gente, al bajarnos del vagón, se precipitó hacia el viñedo: en fila, unos detrás de otros, algunos en grupos de dos, máximo tres.
Mi amiga, otra chica cuya cara no recuerdo y yo íbamos las últimas. Esto era porque yo tenía miedo de que al correr se me saliera la rodilla. El médico me había dicho que el hueso cóncavo que sostiene la rótula en mi caso era plano y por lo tanto tenía una gran probabilidad de dislocarse.
La otra chica iba lenta sin una razón, pero mi amiga había tomado la decisión de esperarme. Le conté que estaba teniendo problemas con mi novio. Yo le había dicho que quería continuar mis estudios fuera de nuestro país y él me había contestado: “Somos una pareja, esas decisiones se toman en conjunto, y a veces vas a perder algo que quieres conseguir, algo que quieres mucho, por la persona a la que quieres.”
Cuando mi amiga y yo llegamos al viñedo, empapadas, la gente que organizaba la visita nos ofreció vino y quesos. El queso sabía duro y rico, combinado con pan pequeño. Mi amiga me dijo que había que mover el vino en la copa y olerlo debajo de la nariz pero yo eso ya lo sabía porque mi padre una vez tuvo dinero.
En aquel momento yo estudiaba en Varsovia, la ciudad que en el pasado fue bombardeada y destruida hasta un noventa y cinco por ciento. Quedó el cinco por ciento. Cuando los conocidos de mi ciudad natal se enteraban de mi destino de estudios, solían decir cosas como “Ah polacos, esa gente que no es rusa” o “Las casas deben ser horribles” e incluso “¿Queda alguien allí?”. Yo les contaba que en una de las avenidas principales podías encontrar la estatua de Copérnico, o la de Marie Curie. E incluso carteles en los que publicitaban con insistencia el museo de Chopin.
Las polacas que organizaban los encuentros entre estudiantes internacionales también preguntaban: ¿Qué haces aquí? Sunny Spain, con su acento dental y rugoso, and you come to the hell, the frozen hell. Yo les contestaba que los polacos son muy católicos y las calles están limpias de violadores y asesinos: una se siente segura.
Después de tomarnos el queso y bebernos el vino, mi amiga y yo desandamos el camino y volvimos a subirnos al tren. La quería tanto que no me quería marchar. Mi amiga me dijo que entendía lo que me pasaba con mi novio porque a ella le había ocurrido lo mismo unos meses atrás y al final lo había dejado.
Volví a Varsovia en avión unos días después. La noche en que regresé, me llegó el mensaje de un encuentro en casa de una pareja de amigos franceses que querían presentarme a varios amigos suyos que habían venido de visita desde París. Pensé en decir que no porque estaba cansada, se me cerraban los ojos, no me quedaban bragas limpias. Dije que sí.
Cuando a la mañana siguiente le mandé un correo electrónico a mi amiga que empezaba así: “Ojala estuvieras aquí y pudiera contarte en persona… Me ha pasado algo. Bueno, yo he hecho que me pase algo” estaba pensando en la necedad de pedirle a alguien que te acompañe a coger el autobús a las dos de la mañana y que ese alguien y tú tengáis un encuentro sexual en el portal y que al final no te acompañe a coger el autobús a las dos de la mañana.
Ella tardó cuatro días y medio en contestar a mi correo electrónico. Ese fue el momento en que supe que habíamos dejado de ser amigas.
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