Una joven corre por el bosque. Corre desesperada.

Corre por el bosque cubierto de nieve, temerosa, desahuciada.

El sol comienza a esconderse y la joven, llamada Blancanieves, no encuentra ni reparo ni aliciente.

Huye de la madrastra que quiso matarla, huye del cazador que quiso sobornarla.

¿Cómo has de pagarme que te he salvado la vida?

No tengo cómo pagar, contestó aterrada.

Sí tienes, claro que tienes, mírate, mira tan solo que joven eres.

Y la tomó con torpeza del pelo y de los puños.

Y ella logró zafarse y entonces huyó con pavor por los senderos oscuros. Huyó sin rumbo, con todo el apuro.

Y cuando ya se daba por vencida, se daba por perdida, cuando ya casi no le quedaron fuerzas, casi no le quedaba conciencia, vio una luz lejana, oyó voces, percibió movimiento detrás de una ventana.

Blancanieves se acercó a la casa, se acercó como pudo, esperanzada. Dio tres golpes a la puerta: me llamo Blancanieves, estoy helada.

Y fue recibida por los siete hombres que habitaban la morada.

Ven, pasa, acércate a la estufa, bebe agua.

El más amoroso de los siete hombres la condujo a la cama. Recuéstate, descansa. Y la cobijó como nunca había sido cobijada.

Con paños húmedos le lavó la piel blanca, le masajeo con aceite la espalda. Curó sus pies de pasos cansados, la sentó en su falda, le ofreció el pecho de almohada.

Trajo sopa caliente de la cocina y se la dio en la boca, a cucharadas.

Y cuando vio que ya no estaba perturbada, acarició su cara, apagó las velas y la dejó aliviada.

A la mañana siguiente, el más valiente de los siete hombres encontró a Blancanieves entre las aromáticas, ella acariciaba el tomillo, olía la lavanda. Se acercó amable y con voz gravé preguntó: ¿me ayudas con la comida?, Sí, claro ¿qué preparas? Y juntos recolectaron verduras de la huerta mientras conversaban. Juntaron zapallos, acelgas, remolachas. Y durante la larga mañana él le contó las historias que tenía guardadas. Le contó la historia de su peregrinaje, del santuario, de los viajeros que lo acompañaron en las largas caminatas, de las noches alrededor del fuego, de los ungüentos para las heridas del sacrilegio.

Se alternaban para revolver el guiso en la enorme olla, se alternaban para darse ayuda y palabras graciosas. Y mientras uno picaba el ajo, la otra escuchaba. Y mientras una amasaba pan, el otro bromeaba.

El hombre le contó historias de mujeres paganas, de brujas, de esclavas. Le contó a Blancanieves cómo las conoció, cuánto las quiso, cómo las despidió, cuánto las añoraba. Y ella recordó al príncipe y preguntó intrigada:

—¿Tantohas amado?

—Sí, tanto.

—¿Y crees que yo sería capaz?

—Solo si de verdad lo deseas, solo si te atreves, si tienes ganas.

Y ella sonrió y continuó amasando, pensando en el príncipe, pensando en las aventuras que había escuchado.

Por la tarde, el más niño de los siete hombres deambulaba aburrido alrededor de la casa ¿quieres hacer una carrera? preguntó Blancanieves animada, el que llega a la laguna antes gana. Y corrieron veloces, pero ella hizo trampa para que él ganara. Y para dar revancha a la carrera siguieron las escondidas, y se ocultaron en los matorrales y entre las plantas, se descubrieron detrás de los árboles y en la montaña.

Y el niño montó sobre los hombros de Blancanieves y simuló ser un jinete, y Blancanieves relinchó y trotó como un corcel valiente. Hasta que cayeron al suelo y se ensuciaron con pasto, se quitaron una a una las espinas y se hicieron cosquillas, y quedaron rendidos de cansancio, transpirados, divertidos, exhaustos.

Después de la cena Blancanieves leía junto al hogar a leña, acariciaba las páginas, calentaba su cuerpo con el calor del fuego. Los tres hombres más fuertes de aquellos que habitaban la casa se acercaron sonrientes, con vino, dulces y deseos. Eran bulliciosos, alegres y enérgicos. Bebían y endulzaban la noche, cantaban, disfrutaban del tiempo. Blancanieves cada tanto los miraba de reojo, curiosa observaba esos cuerpos. Y después de mucho beber uno la miró y le dijo: acércate mujer, abandona el libro, bebe un poco, juguemos un juego. Y ella se acercó y conversó con ellos, bebió vino, emborrachó sus labios rojos y sus recuerdos. Y jugaron cartas y jugaron dados y jugaron a juegos de preguntas y a juegos de manos. Y quien perdía, perdía una prenda, y quien ganaba daba órdenes, ordenaba a su antojo, lo que quisiera.

Y Blancanieves perdió y perdió la falda, quedó en enaguas, al descubierto. Uno de ellos perdió y perdió el chaleco, otro la vergüenza, otro perdió todo el atuendo. Perdieron las botas, los nombres, los pañuelos y los miedos.

Y uno ganó, y ordenó que los otros le besaran el cuello. Y bebieron más vino y confundieron las copas y las lenguas, confundieron las imágenes y los movimientos.

Y otro ganó y ordenó vendarse los ojos, entonces ya no vieron lo que hicieron.

Así pasó la noche, así pasaron todos los momentos.

Al día siguiente Blancanieves bebía té a la sombra de la parra, y vio al más anciano de los hombres canturreando con calma. Entonces ella buscó otra taza, Tome un té de hierbas conmigo, venga debajo de la parra. Y el hombre se acercó gustoso, siempre predispuesto a la charla. El hombre le habló de los misterios del bosque, del pasado, de la magia. Ella escuchaba atenta, escuchaba con ansias. Y entonces se atrevió y le preguntó lo que le preocupaba.

—¿Y si me hubiese enamorado del príncipe?

—Debes encontrar tu propio camino

—¿Y si el suyo nunca se cruza con el mío?

—Habrás hecho lo que es preciso

Y Blancanieves bebió el té y bebió la tarde, bebió tranquila, bebió el instante.

Y al otro día se dispuso a marcharse, preparó la cesta, preparó el coraje. Se despidió de todos, con besos y abrazos, con augurios de buena suerte, con lo mejores mensajes.

Y se fue por los caminos del bosque con alegría y el más liviano equipaje.

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