Cronos – La frontera del tiempo

Cronos – La frontera del tiempo

Elisa Rivero

27/04/2018

Laro cerró los ojos y aspiró el aire empapado de aroma a tomillo y tierra. Parecía tan real que, a veces, pensaba que aquel valle, aquella época, era el único lugar al que podía pertenecer desde que ocurrió lo de Amaia. Otsemi recogía agua de las fuentes excavadas en la cueva. Mientras se llenaba el cántaro, canturreaba contemplando el valle frondoso. Después, dobló la esquina, pegando su cuerpo a la piedra rojiza para salvar el precipicio, y desapareció de su vista.

Laro respingó al oír los pitidos: miró con pena, casi rabia, a su TimeTravel Watch mientras pulsaba la tecla de retorno. Un leve cosquilleo le sacudió los huesos y, en unos instantes, se encontraba en el interior oscuro de una cabina de Cronos. Apenas había abierto la puerta para salir y el programa de realidad virtual ya le acosaba con encuestas de satisfacción. Fuera, había empezado a llover. Laro consultó su reloj: efectivamente, ya eran las 23:00, hora a la que la lluvia programada cubría la ciudad. Sacó una píldora nutritiva del bolsillo y, de un trago, devoró su cena. Se había acostumbrado a aquellas pastillas insulsas: ahorraba tiempo y, además, eran más baratas que la comida sintética.

Caminaba abstraído hacia su apartamento revisando mentalmente el correo. Los avisos de impago se acumulaban en la bandeja de no leídos, entreverados con mensajes de antiguos amigos y compañeros. Pisó un charco y se empapó los zapatos, pero su mente rebuscaba un asunto que había captado su atención: “Querido usuario Premium: Cronos TimeTravel siente informarle de que, si no abona sus facturas atrasadas en un plazo de 24 horas, su inscripción será cancelada”. Comprobó con horror que el mensaje era de la noche anterior: en una hora no podría acceder de nuevo a Cronos. No podría volver a ver a Otsemi.

Sin pensarlo, se giró, encaminando sus pasos encharcados a la cabina. Ya había vendido o empeñado todas sus posesiones: el chalet, que había cambiado por un cuartucho de alquiler en los suburbios; su coche y la moto aérea de Amaia; la colección de libros antiguos; su anillo de casado… Los goterones recorrían sus mejillas, pero no eran lágrimas. Al igual que dinero, se le habían agotado hacía tiempo. Desde lo de Amaia, el dolor y, después, la apatía, le habían hecho perder su trabajo, sus amigos y, en definitiva, toda su vida. Había rechazado la medicación prescrita: no quería sumirse en una alegría artificial, no quería olvidar a Amaia. En su lugar, pasaba cada vez más tiempo en Cronos.

Al principio, Cronos, la creación de una brillante científica española, había supuesto una herramienta esencial en su trabajo. Como historiador, el hecho de poder experimentar el pasado real a través de un juego de realidad virtual en primera persona había revolucionado su campo. Pronto, el número de historiadores y lingüistas se disparó gracias a la demanda de Cronos. Necesitaban investigadores para mejorar los extras del juego, como las ayudas y explicaciones históricas y para alimentar el módulo de traducción simultánea con lenguas muertas. Contrataron a Laro como experto en la invasión romana de Hispania, en especial, de las guerras cántabras.

Durante esos años, había podido presenciar eventos como el sitio de Numancia y “conocer” a los protagonistas que tantos años llevaba estudiando: Augusto, Corocotta, … Cronos pronto saltó de un juego para gente pudiente a ser un bien casi al alcance de todos. Laro, como turista, había visto desde la crucifixión de Jesús hasta la guerra entre EEUU y Corea del Norte. Amaia era aficionada al rock, y juntos habían recorrido los mejores conciertos y festivales del siglo XX.

Llegó a la cabina empapado y se apresuró a entrar y seleccionar el viaje: 2 de mayo del año 27 a.C., Valdelateja, Burgos. Cuando marcó aceptar, se dio cuenta de que no había seleccionado la hora, pero el cosquilleo en sus manos, preludio de su viaje, le impidió corregirlo. Parpadeó y se encontró tumbado en la dura roca del cerro. El sol se escondía ya entre los farallones calizos del valle y la brisa agitaba las hojas de la enorme encina. Se estremeció y activó el regulador térmico. Oyó unas voces y salió del círculo de árboles para buscar su origen. Con deleite, descubrió que se trataba de Otsemi, que subía por el escarpado sendero del castro. Llevaba el largo cabello negro recogido con unas hojas de muérdago, igual que la primera vez que la vio.

Otsemi. No la había conocido hasta después de perder el trabajo, cuando, sin premeditación, comenzó a vagar por el siglo I a.C. Se topó con la joven cuando recogía agua en las hermosas fuentes de Siero. Quedó inmediatamente cautivado por su voz, por sus ojos tan verdes como aquel valle. Se había jurado que nunca podría volver a enamorarse. Pero había ocurrido y ella, como todos en el pasado, no podía verle ni oírle. Y él, no podía tocarla. Esa era su condena.

Viajaba asiduamente a visitarla: día a día, sin saltar en el tiempo. No quería saber cómo sería el futuro de la mujer: con quién se emparejaría, cuántos hijos tendría… Especialmente teniendo en cuenta que la guerra aguijonearía aquel territorio en menos de un año. No quería verla morir. No otra vez.

Otsemi era la hija menor de uno de los guerreros más respetados del poblado cántabro de La Cabaña. El poblado estaba asentado en un castro, una construcción defensiva que aprovechaba un saliente rocoso inexpugnable por tres de sus lados. Frente a este espigón, se alzaba en el centro del valle un cerro escarpado que los cántabros utilizaban de santuario y lugar sagrado. Siglos después, allí se construiría una hermosa ermita que perduraría hasta el presente. En su cima estaba también Laro.

Según Otsemi se acercaba, el hombre comprendió que algo iba mal. Su hermoso rostro reflejaba miedo, y corría desenfrenada entre las peñas. Se asomó por el precipicio y, entonces, los vio. Dos hombres armados, romanos a todas luces, la perseguían. Aguzó el oído y creyó distinguir alboroto a los pies del castro. Según sus cálculos, la guerra aún estaba en ciernes. ¿Qué hacían allí esos romanos?

La mujer pasó a su lado brincando ágil como una cierva y Laro pudo captar la calidez de su respiración agitada. Corrió rauda hasta el círculo de árboles, el nemeton sagrado, y se encomendó a Endovélico. Sin embargo, los romanos no se amedrentaron ante sus oraciones. Uno de ellos se deslizó entre los troncos y trató de atrapar a Otsemi. Ella, de pronto, extrajo un cuchillo de entre sus ropajes y, tomándole por sorpresa, se lo clavó en la garganta. La sangre manó oscura entre sus manos, que trataban, sin éxito, de cerrar la herida. El otro hombre fue en su auxilio, gladio desenvainado, mientras la vida de su compañero se escapaba con la brisa. Con una mano, sujetó con fuerza la muñeca de Otsemi, que soltó el cuchillo. Se revolvía como una loba, tratando de zafarse de su perseguidor.

Los interminables días de la enfermedad de Amaia inundaron la mente de Laro. Ya había dejado de preguntarse cómo una sociedad tan avanzada, un sistema de salud y genético tan robusto, había permitido que alguien enfermara y muriera como lo hizo su esposa, cuando las enfermedades parecían ya una pesadilla del pasado. Él había maldecido a cualquiera a quien pudiera culpar: los genetistas, el gobierno, sus padres… Hasta que su luz se extinguió mientras él perdía el tiempo cazando brujas.

Ahora estaba a punto de volver a vivir aquel horror. ¿Qué iba a hacer él, si ni siquiera podía tocarla, si ni siquiera estaba allí? ¿Cómo iba a proteger a Otsemi?

Unos pitidos le devolvieron a la realidad y se sacudió la impotencia. No iba a irse sin intentarlo. En su carrera, golpeó su TT-Watch contra la corteza dura de la encina, quebrándolo en mil pedazos mientras aún pitaba, reclamando su regreso. Sintió frío. Extendió los dedos hacia el cuchillo y pudo palpar la superficie rugosa del mango de asta, la sangre pegajosa y caliente que lo cubría. Sin pensárselo, alzó el filo y lo hundió repetidamente en los lumbares del romano, que se desplomó.

Laro parpadeó fuerte. Al abrir los ojos, su mirada se encontró con la de Otsemi por primera vez. Le estaba viendo.

—¿Endovélico? —murmuró ella, asombrada. Su rostro, iluminado por la luna y salpicado de sangre, no reflejaba temor. Le había confundido con el dios protector del bosque que segundos antes había invocado.

Él soltó el cuchillo y extendió la mano temblorosa hacia la cara de Otsemi. Ella no se apartó. Notó el calor y la suavidad de su piel. Los restos de su TimeTravel Watch brillaban esparcidos entre las raíces de las encinas. Trató de reactivar el control térmico, el traductor automático y el correo, pero ninguna de las funcionalidades de su implante cerebral funcionaba ya. Estaba realmente allí.

Rescató algunas palabras del idioma cántabro que guardaba en su memoria y las pronunció, titubeante.

—No soy un dios. Mi nombre es Laro.

Ella sonrió, agradecida. Salieron de entre las ramas del nemeton y se asomaron al precipicio. La voz de alarma ya corría por el castro. La guerra llamaba a las puertas de los cántabros. Otsemi se volvió hacia él. Su mirada reflejaba determinación. Laro asintió: por fin estaba donde debía estar.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS