Se abre el telón:
La ciudad se ocultaba bajo el espeso humo de las chimeneas, y a aquella hora de la mañana, las pedregosas calles se convertían en un mar de chisteras cuya corriente emanaba en todas direcciones.
Si algo podía describir aquel lugar, sin duda era la palabra “gris”. Todo allí parecía estar apagado; Las casas, las tiendas e incluso la plaza central. Aunque en ella un resquicio de luz, a quién llamaremos Florecilla, atraía a algunos muchachos del lugar.
Él era un payaso. Pero no un payaso en el mal sentido de la palabra, como solía usarlo la gente de por allí. No. Él era un auténtico artista de pura cepa. Un payaso desubicado, pensaban muchos ciudadanos. E incluso algunas personas lo confundían con un loco. Pero un demente no era capaz de hacer lo que él hacía: malabares con hasta cinco bolos, tragaba espadas de acero auténtico y transformaba en innumerables animales los globos que guardaba en su bolsillo.
Cierto día, en el que Florecilla inició su jornada más temprano de lo normal, se topó con una horda de aldeanos cabreados que, al grito de “freak”, persiguieron al payaso hasta las afueras de la ciudad, arrojándole comida y piedras hasta que este se perdió de vista más allá de la frontera.
Pronto cayó la noche, y Florecilla llegó a una carretera recién construida, donde se sentó para descansar sus temblorosas piernas y borrar la pintura de su cara con lágrimas.
Al cabo de un rato, percibió que algo lo observaba intensamente. Alzó la cabeza cautelosamente y allí estaba. Un enorme cartel de tela roja, adornado con colores tan intensos que casi parecían brillar ante sus ojos pardos.
“ACERQUENSE AL CIRCO BARNUM” – leyó – “CADA RAREZA ES UNA VIRTUD, Y LAS VIRTUDES ESTÁN PARA SER MOSTRADAS AL MUNDO”.
Seguidamente, el payaso se alzó y, con una sonrisa esperanzada, marchó a paso ligero siguiendo las indicaciones del cartel.
Los taxis no paraban a su señal. Y menos aún los otros vehículos cuando este alzaba el pulgar. Nadie se fía de dejar montar en su coche a un payaso. Así que Florecilla tuvo que continuar a pie los kilómetros necesarios para alcanzar un segundo cartel.
Este mostraba una increíble foto de un hombre, apodado “Capitain Costentenus”, cuya piel, tatuada de la cabeza a los pies, mostraba infinitas historias que seguro eran alucinantes.
Al cabo de unas horas, cuando el sol amenazaba con asomarse tras el horizonte, y la niebla que vestía las calles se disipaba, otro enorme telón llamó su atención.
“GENERAL TOM THUMB”.
En él aparecía un niño que, por lo visto, decía tener treinta y siete años, a pesar de medir sesenta y cuatro centímetros. Bajo sus pequeños pies había algo escrito: “LA MAGIA ESTÁ MÁS ALLÁ DEL TELÓN”.
Magia, rarezas, colores y alegría era lo que reflejaban aquellos carteles. Y para el payaso eran como una toma de fuerzas que le permitían continuar su marcha.
Paró en un pequeño bar de carretera con el fin de reponer fuerzas, pues llevaba todo el día sin echarse nada a la boca, y puso las monedas que había ganado el día anterior sobre la barra.
-No tenemos nada para un freak como tú. – gruñó el camarero.
Florecilla sacó unas cuantas monedas más y se las acercó. Él hombre las tomó con impertinencia y entró en la cocina. Al rato volvió con un plato a medio comer.
-Las sobras serán suficiente para ti, payaso.
Cuando terminó de comer, infló un globo y le dio forma de perro para regalárselo al hombre, pero este lo pinchó con un palillo y lo echó de su tienda con indiferencia.
Aunque ahora, con el estómago lleno, se sentía con más energía para continuar su camino hacia la libertad.
Anduvo durante un par de horas, silbando una empalagosa canción que su madre le cantaba cuando era pequeño, hasta quedar hipnotizado ante otro de los carteles de Barnum. En él, aparecía una bella mujer de cabello azabache, rostro delicado y nariz perfilada. Florecilla no pudo retener una sonrisa boba mientras contemplaba a aquella belleza de ojos profundos y, lo que más le encandiló, una increíble y espesa barba rizada que se enredaba cual liana entre sus pechos. “Dama Barbuda” se llamaba, haciendo honor a aquella preciosa mata de pelo.
Fuera como fuese, Florecilla estaba seguro de donde se encontraba su hogar. Así que corrió durante unos minutos hasta que, al fin, vio la carpa, sobresaliente entre la oscuridad del atardecer.
Casi siete metros de tela roja y blanca, repleta de luces, se alzaban a escasos metros de él, rodeada de caravanas, un tiovivo y algunas carpas más pequeñas.
Florecilla dejó de correr al entrar en el recinto y caminó despacio, contemplando el lugar.
A su izquierda, una caravana con el título: «FORZUDO». A su derecha, otra más cochambrosa en la que se podía leer: «KOO-KOO, LA MUJER AVE».
Llegó a los pies de la carpa central. La más brillante que jamás había visto. Sonrió y se dispuso a entrar.
– ¡Eh! – la voz grave de un hombre llamó su atención. – Lo siento, caballero. Pero me temo que hasta mañana la carpa estará cerrada.
Cuando el payaso se dio la vuelta, fue toda una sorpresa no encontrar a nadie tras él.
– ¡Eh! – volvió a escuchar. Miró hacia ambos lados, pero nadie apareció. – Aquí abajo, tontaina.
Florecilla entonces logró ver al diminuto General Tom Thumb. El hombre más pequeño del mundo, según los carteles de Barnum.
El payaso se arrodilló, sacó un globo de su bolsillo y lo convirtió en un caballo. Tom, a diferencia de aquel arisco camarero, aceptó el regalo.
– ¿Tienes hogar? – le preguntó. Él negó con la cabeza. – Acompáñame.
El pequeño hombre tomó su mano y guio a Florecilla al interior de una carpa de colores pastel.
En su interior había una enorme mesa, abastecida de comida y rodeada de una auténtica colección de rarezas: La Mujer Gorda, unos cuantos enanos, el Capitain Costentenus, los hermanos siameses, el forzudo, varias personas sin extremidades o con algunas de más y casi una decena de freaks festejaban el espectáculo que habían dado horas antes.
– ¡Muchachos! – exclamó Tom Thumb. Todos callaron al momento y le dedicaron su atención. – He encontrado a este hombre vagando en dirección a la carpa. Dice que no tiene hogar.
De entre la multitud apareció la mujer con la que Florecilla llevaba soñando desde que la vio en aquel cartel: La Dama Barbuda.
-Nuestro hogar es para la gente desubicada. – dijo dulcemente. – ¿Cómo te llamas?
El payaso sacó una flor de tela de su bolsillo y se la mostró. Su intención era regalársela, pero aquella fue la razón por la que meses después, su foto aparecía en los enormes carteles como “Florecilla, el increíble payaso malabarista”.
Tras años tratando de dar color al gris de su ciudad, el payaso al fin encontró un hogar con sus propios colores.
Se cierra el telón.
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