—Vosotros, siempre tan neutrales.
En el fondo, Carlota no había cambiado mucho. Seguía aprovechando cualquier oportunidad para hacer referencia a mi país de origen. Acostumbraba a encontrar en él una explicación que justificara mi actitud. Una actitud que por lo general, no entendía. No me importaba: salvo contadas ocasiones, yo tampoco la entendía a ella.
—Siempre tan neutrales —repitió.
Tenía la mirada fija en la tierra de un macetero enorme. Estaba plantando una variedad de lechugas que yo desconocía, pero que, por lo visto, allí se había puesto muy de moda. Era un día exageradamente caluroso para ser primavera. En Berna no tenemos domingos como aquellos ni en verano.
Yo la observaba desde el único rincón del patio en el que no daba el sol. Intentaba aceptar lo que acababa de comprender. En algún momento, Carlota me había situado en el lugar de los objetos valiosos que ya no nos despiertan un sentimiento especial. Yo era para ella una especie de herencia no deseada: un jarrón fenicio falso, una casa en ruinas.
Si bien es cierto que aceptó acogerme en su casa cuando se lo propuse, también lo es que no mostró ningún entusiasmo. Casa en herencia, jarrón fenicio. Solo me quedaría un par de días, los necesarios para hacer la entrevista. De todas formas, los dos sabíamos que no tenía ninguna intención real de mudarme a su ciudad. Nunca la tuve, ni cuando estuvimos juntos. Así que su indiferencia era lógica, después de todo.
Acabó de aplanar la tierra y se sentó a mi lado, bajo el toldo que me había devuelto la dignidad. Parecía salida de una sauna. Sus larguísimos rizos castaños le llegaban casi hasta la cintura. Tenía el mismo aspecto que después de hacer el amor. Me sorprendió que aquel recuerdo se conservara tan bien en mi memoria después de cinco años. Cinco. Casi los mismos años que tenía Alba, la niña que, ajena a mis reflexiones y al hermetismo de su madre, jugaba dentro de casa, en la cocina. Alba: el nombre que Carlota siempre le había querido poner a su hija.
Mientras se servía un té —¿cómo podía, con aquel calor?— yo no dejaba de preguntarme por qué no me había contado que tenía una hija. Y yo, ¿por qué no me atrevía a sacarle el tema? ¿Por qué ella lo obviaba? ¿Se lo podía reprochar? «Calma, hay tiempo», pensé. «Encontraré el momento», me dije. «Tal vez para ella es más difícil», traté de convencerme. La miré fijamente. Me dio la impresión de que lo único que le parecía difícil era beberse el té sin quemarse la lengua. Me sonrió. Y otra vez:
—Vosotros, siempre tan neutrales.
—¿Y ahora, a qué viene eso, Carlota?
Los dos habíamos olvidado de qué estábamos hablando. Desde que había aterrizado, Alba captaba toda mi atención.
—Es guapa, ¿verdad? —me preguntó.
Los dos la miramos.
—¿La playa está cerca? —le respondí.
En realidad, esa niña podía ser mi hija. ¿A qué jugaba Carlota? ¿Estaba esperando el momento de verme y decírmelo? «Hola, ¿qué tal? Tengo una hija». ¿De contármelo tranquilamente para que yo pudiera decidir qué responsabilidades adquirir? Yo necesitaba tiempo. ¿Quién le había dicho a ella que yo estaba yo preparado para ser padre? Seguía sorbiendo el té. Tan tranquila. Casa en herencia, jarrón fenicio. Sus palabras eran un enigma por descifrar. Intuía que me estaba dando pistas. Tal vez en la playa…
—La playa está a dos minutos —me dijo.
Se levantó de un salto de la silla. Yo me levanté también y le dije que iba a buscar el bañador.
¿Por qué no me contaba nada? No es lo más normal del mundo ver a tu ex después de cinco años y que te reciba en el aeropuerto con una niña de esa edad. ¿Se estaba vengando? No tenía derecho a jugar así conmigo. ¿Tan doloroso era para ella tratar el tema? Aunque, pensándolo bien, si resultaba que no era hija mía… ¿Jugaba al misterio? ¿El gilipollas de Olivier la habría dejado en la estacada? ¿Por eso se había referido aquella vez a él como Olivier le con?
Volví al patio ya cambiado. Carlota seguía mirando las lechugas. Cuando me vio, entró en casa a cambiarse. Debía calmarme. Hacía tan solo unas horas que había aterrizado en Barcelona. El camino hasta Badalona no habría sido, seguramente, el lugar idóneo, con Alba en la parte trasera del coche, pronunciando todas las palabras que sabía en inglés, aunque Carlota le hubiera dicho que yo hablaba castellano. Un amigo de mamá. Eso era yo: un amigo de mamá que debía calmarse.
Alba estaba montando un tren de madera. Montaba y desmontaba trozos de vía. Apilaba bloques a su alrededor, construía puentes con perseverancia. Se le caían continuamente. Susurraba frases incomprensibles.
Mientras esperaba a Carlota, puse los pies en una silla y se movió. Hizo bastante ruido y Alba se asustó. Se le desmontó el último puente que había levantado. Me miró fijamente. Sus ojos negros me asustaron. Recordé una noche con Carlota, en la playa. Eran idénticas. Alba me sonrió. Busqué en ella mi lunar en el cuello, mis orejas medianas tirando a pequeñas, mis pies planos. Ni rastro.
Caminamos los tres en silencio hasta la playa. Cuando llegamos, Alba salió disparada. Carlota aceleró el paso tras ella. Yo las seguí. Extendí mi toalla al lado del capazo que habían abandonado a dos metros del agua y me estiré. Hablaban con otras mujeres y con otras niñas que también nadaban. Una vez me señalaron. No salieron hasta que se hizo de noche. Yo no me moví de mi toalla. No solo mis sentidos se habían visto afectados por la sorpresa. A ratos, mis músculos parecían no responderme.
Ya en casa, les dije que estaba agotado y que no estaba acostumbrado al sol. Me enseñaron la habitación de Alba, donde dormiría yo.
La tarde siguiente, cogí el tren desde el centro de Barcelona para volver a su casa. Discurría paralelo a la costa. El sol me estaba derritiendo los brazos. La entrevista no había ido mal, incluso llegué a pensar que me darían el trabajo. Pero ¿quería yo trasladarme a Barcelona? Tal vez no sería una mala opción si descubría que Alba era hija mía. Y si Carlota decidía implicarme, claro. Aun así, ¿qué podía pedirme después de tanto tiempo? Era injusto.
Yo estaba bien en Berna. ¿Mudarme a Barcelona? ¿Trabajar allí? ¿Días y semanas y meses y años? ¿Alba cada dos fines de semana? ¿Alba en agosto? El romanticismo del Mediterráneo para un centroeuropeo tiene fecha de caducidad. Se desvanece, como el enamoramiento.
Sí, eso yo ya lo había comprobado durante nuestra relación, en mis visitas. Primero, en el piso que compartía con su prima y después, en el estudio. Me encantaba verla, abrazarla, mirar por las ventanas que daban al patio de luces, escuchar los tenedores batiendo huevos, esperarla tomándome una caña. Pero al cabo de una semana, daba gracias de volver a casa, de que la gente no gesticulara tanto ni hablara tan alto. De que los trenes cumplieran su horario, de no sudar a las nueve de la noche. De no sentirme cuestionado por no cruzar la calle cuando el semáforo estaba en rojo, aunque no viniera nadie. La echaba de menos unos días y luego se me pasaba. Ella se enfadaba porque a menudo me olvidaba de que habíamos quedado para hablar. ¿La quería? No lo sé. Me gustaba. Sin embargo, con el tiempo… A menudo sentía que me estaba perdiendo algo, era una especie de nostalgia inversa, de cosas que deberían estar pasando.
Cuando me di cuenta, había llegado al final de la línea. Mataró. Me había quedado embobado mirando el mar. Estaba muy cansado, tanto sol, tanto calor me aturdía. Y, por supuesto, Alba de mar de fondo, de resaca. Se me hacía un nudo en el estómago cuando pensaba en volver a verla. Sin duda, tendríamos que abordar el tema. Estaba claro que ella había querido mantenerme al margen. ¿Qué pintaba yo, entonces? ¿Acaso me importaba? ¿Dónde se había metido Olivier le con?
La llamé para decirle que me había pasado la parada de Badalona y que llegaría más tarde de lo previsto.
—Vaya —me dijo, fastidiada.
Casa en herencia, jarrón fenicio.
—¿Vas a estar en casa? —le pregunté.
—Pues en diez minutos me tengo que ir. Hoy acaban el curso y Alba baila. Vamos todos los padres.
¿Todos los padres? Disimulé mi interés:
—Ah, tranquila, no importa. Daré una vuelta.
¡Todos los padres!
—O ven a la escuela y te doy las llaves. Está muy cerca. En cuanto salgas de la estación, la verás a mano derecha.
—Vale. A lo mejor luego me cambio y voy a la playa. Tengo mucho calor. Por cierto, la entrevista…
—Ah, claro, te vas mañana. Aprovecha.
—Me voy pasado mañana.
Casa en herencia. Jarrón fenicio.
—Bueno, llego tarde. Hablamos.
¿Había podido suceder? Quién sabe si con la pasión de la despedida… Aunque no había sido una despedida. La última vez que nos habíamos visto, yo no sabía que la quería dejar. Luego, las llamadas, los reproches. Tú en verdad no quieres estar conmigo. No me hagas perder más el tiempo. ¿Cuándo piensas volver? No tienes ni la más mínima intención de volver a verme, ¿verdad? Cobarde. Ya lo sabías. Lo tenías planeado.
Suerte del tiempo, que lo lima todo. O al menos, eso pensé cuando recuperamos el contacto. Al cabo de dos años empezamos a felicitarnos por nuestros cumpleaños, a comunicarnos los cambios de trabajo, la muerte de nuestros abuelos. El nacimiento de nuestros hijos, no, por lo visto.
Absorto en mis pensamientos, estuve a punto de volver a pasarme de largo la parada. Reaccioné justo a tiempo. Seguí sus instrucciones y pronto divisé manadas de niñas con tutús. También la vi en seguida. Hablaba con un hombre. Cuando me acerqué, aquel hombre me saludó y me dijo que Alba era una niña muy sensible e inteligente. Estuve a punto de decirle que no era su padre y después estuve a punto de decirle que en realidad no sabía si era su padre. Me dio la mano y a mí me invadió una ridícula sensación de orgullo. Sonreí. Carlota me dio las llaves. Noté el tacto de un tutú en la pierna.
—Salgo la tercera —me dijo Alba antes de salir corriendo para reunirse con más tutús.
—Oye, Carlota, ¿quién es el padre de Alba?
«Lo he dicho», pensé. «Lo he dicho». Me miró sin quitarse las gafas de sol.
—Alba es hija mía —me contestó sin titubear.
No parecía sorprendida. Sus hombros estaban llenos de pecas. El suelo estaba muy sucio en aquella ciudad.
—Escúchame. Tal vez, yo… Podría ser, ¿verdad?
Hizo ademán de quitarse las gafas, pero se lo pensó mejor e hizo como si se rascara la oreja.
—Podría serlo, perfectamente —insistí.
Entonces sí, se las quitó. Supe que iba a decirme quién era el padre de Alba. Y en aquel preciso instante comprendí que, dijera lo que dijera, mi vida no cambiaría en absoluto.
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