Latidos en penumbras-DN

Latidos en penumbras-DN

Yolanda Almeida

21/04/2018

El único aire fresco que conseguía calmar el calor que sentían era el abanico de doña Clarisa. Era azul claro, con dibujos de lunas y soles. Lo movía de un lado para otro con fuerza, intentando sofocar los treinta y ocho grados que se habían apoderado de aquella pequeña ciudad y quizás también, para apartar de su nariz el olor putrefacto de los contenedores de basura dos pasos más allá. Estaban casi a rebosar, en ellos cualquiera podía encontrar bolsas repletas con los desperdicios de las personas de aquel barrio, cajas con frutas podridas que había tirado el tendero de la esquina o los restos de comida del italiano de enfrente. Todo aquello no merecía mayor atención que la de los camiones de basura que pasaban cada cierto tiempo. Aquella noche aún tardarían en aparecer. Clarisa controlaba los horarios, tenía en su mano derecha un reloj que había encontrado días atrás tirado en el suelo y al que todavía parecía durarle la pila.

Dejó por un instante de abanicarse a sí misma y a sus compañeros para observar las manecillas. Eran las diez y diecisiete. Aguantó su estómago que rugía con violencia y volvió a abanicarse con mayor intensidad mientras observaba a la gente abandonando las calles camino de sus casas. Julián la observó de reojo con los brazos cruzados sobre su pecho. No le gustaba estar allí, no quería tener que pasar por aquella humillación pero Hermelindo le agarró fuertemente del codo para que callara. Fue imposible.

-Esto es intolerable.

-Es lo que hay-atajó la mujer.

-Me niego a pasar por semejante burla. Herme, ¿cómo hemos podido llegar a esto? ¿Cómo? ¿Qué va a ser de nosotros?-dijo mientras alzaba la voz ante la mirada de algunos jóvenes que le observaban con asco.

-¿Quieres bajar la voz? Vas a conseguir que se acerquen a nosotros, no quiero problemas, Julián. Estos van a ponerse muy ciegos.

-Clarisa, ¿por qué tenemos que hacerlo? Vamos al comedor, allí nos darán algo.

-¿Tienes dinero?-preguntó a un abatido Julián que negó con la cabeza-. Pues entonces esto es lo único que nos queda…Y cálmate que no tardarán mucho en salir, están a punto de cerrar.

-Herme, ¿qué estamos haciendo con nuestra vida? Yo tenía un buen trabajo, una casa…Lo tenía todo y me sentía agusto conmigo mismo, ¿por qué?

-Julián, esto es circunstancial, no te preocupes. Saldremos del hoyo, ¿verdad Clarisa?-abrazó a su compañero y amigo.

-Deberíais aceptar la vida que tenéis, es lo que hay, nadie va a venir a salvaros. Pagamos las decisiones que tomamos y punto.

-A mí me quitaron la casa, yo no decidí vivir esta vida.

-Pues entonces son las circunstancias. Ajo y agua.

El hombre hundió la cara entre sus brazos mientras sollozaba. Al joven Hermelindo no le gustaba verle así, se sentía impotente por no poder ayudarle pero tampoco era capaz de ayudarse a sí mismo. Nadie parecía hacerles caso ni preguntarles por su estado de salud, por si tenían un techo bajo el que cobijarse o si podían comer tres veces al día. En algunas ocasiones se les acercaba alguna señora pero Clarisa las espantaba, solo quería que le dieran limosnas con las que comprarse aquellas jeringuillas que le proveía un hombre llamado El Escupitajo. Nunca le había visto pero no debía ser un gran ser humano si permitía que aquella mujer se demacrara día tras día y terminara viviendo en la calle.

-Clarisa, ¿por qué no lo dejas?

-Dejarlo…-sonrió con su hilera de dientes mal lavados-. Eso nunca, jovencito. ¿Para qué? ¿Para que me hagan trabajar de sol a sol? ¿Para acabar como tu amigacho? No, gracias. Soy más libre así…

-¿Libre? Pero si tiemblas cada dos o tres horas sin meterte esa mierda. Te tiene controlada, Clarisa. ¿Qué tipo de vida es esa?

-La que me da la gana vivir-gritó-. Si no queréis comer marchaos de aquí, más habrá para los demás…Menuda pandilla de gilipollas-susurró mientras se levantaba e iba hacia los contenedores de basura.

Dos jóvenes de unos veinti pocos años sacaban grandes carros de compra de un supermercado cercano. Hermelindo se levantó para observar mejor. Dentro de ellos había mucha fruta, naranjas contenidas en redes, piñas, melocotones, peras, todo tipo de verduras y también contó casi unos veinte yogures de todas clases y sabores. Instó a Julián para que se levantara. Ambos caminaron despacio hasta encontrarse de nuevo con aquella mujer que hacía meses convivía con ellos. Con su pie sostuvo la barra metálica con la que se abría aquel contenedor y le pidió a los chicos que metieran la mitad de su cuerpo dentro. Los olores eran nauseabundos y a Julián le daban arcadas pero la mujer no estaba dispuesta a esperarles. Respiró con fuerza y se metió de lleno para sacar dos bolsas repletas de naranjas, varios yogures y una piña. Se los tendió a Hermelindo que observó estupefacto la calidad de aquella fruta. No había ninguna podrida, quizás algunas manchas y alguna un poco pocha pero aún eran comestibles. Y los yogures solo hacía un día que habían caducado. Las patatas que encontró la mujer también estaban bien y por último le dejó entre los brazos varias latas de atún un poco abolladas. Julián ayudó a su compañero mientras Clarisa cerraba el contenedor y se limpiaba las manos en su pantalón vaquero.

-No era para tanto-masticó las palabras mientras le quitaba un yogur de las manos.

Los tres caminaron despacio hasta una fuente cercana que encontraron a los alrededores. El calor parecía disminuir progresivamente y en el horizonte todavía había luz. Eran pocos los coches que circulaban por la ciudad y los autobuses terminarían enseguida su jornada diurna. Escucharon varios gritos a escasas calles de allí, jóvenes cantando mientras tiraban al suelo parte de la cerveza que bebían de sus vasos de plástico. Julián limpiaba a conciencia la naranja que le tendía Clarisa bajo el agua de aquella fuente. Hermelindo le imitó mientras la mujer se metía en la boca un gran gajo y se sentaba en un banco. Algunos jóvenes empezaban a llegar a aquel lugar lleno de árboles y hierba con grandes bolsas repletas de bebidas.

-Esto es vida-se dijo a sí misma Clarisa-. ¿De verdad queréis cambiar esto? No tenemos que pagar lo que comemos, dormimos donde queremos y estamos siempre en contacto con la naturaleza. Sí…, esto es el cielo.

-Lo que tú digas-resopló Hermelindo mientras se tumbaba en la hierba para contemplar el cielo casi estrellado.

Apenas se veían dos o tres estrellas, las demás quedaban ocultas por la luz aún imperante. Venus y Júpiter se habían acercado aquella noche. Pero lo que sin embargo más le cautivaba era la luna llena. Era preciosa, le encantaba verla. Siempre le había gustado la astronomía, le había fascinado el mundo y el universo. Se preguntaba a menudo si quizás hubiera más gente como ellos en otros lugares. A veces recogía libros que la gente tiraba, enciclopedias, diccionarios… Los escondía en aquella pequeña sucursal bancaria a la que iba a dormir todos los días después de la cena. Le gustaba acurrucarse en aquel pequeño habitáculo del banco. Allí hacía fresco y tanto él como Julián podían descansar tranquilos antes de que abrieran por la mañana. Allí no había nadie que les molestara. El lugar quizás no fuera todo lo cómodo que habrían deseado pero al menos lograban escapar de las tormentas, del frío y la nieve en invierno. Desde allí podía contemplar las luces de navidad cuando las encendían en Noviembre, azules, blancas. Igual de brillantes que aquella luna. Colocó las manos bajo su cabeza y cerró los ojos para escuchar el sonido del tráfico, la voz de Clarisa a escasos metros quejándose del calor. Hermelindo suspiró.

-Herme, creo que es mejor que nos vayamos ya. ¿No crees? Se hace de noche.

El muchacho no contestó enseguida. Respiró de nuevo el caluroso aire y asintió con la cabeza mientras se levantaba. Clarisa prefirió seguir allí apostada con su abanico mientras abría una lata de atún y se manchaba con el aceite. La vieron limpiarse en el pantalón de camino a la fuente. Los pies de Hermelindo y Julián tocaron pronto las rebosantes calles del casco viejo. Los jóvenes celebraban el comienzo de Noviembre riendo, con los ojos pegados a sus móviles tratando de ponerse en contacto con sus amigos. Enviando mensajes para que supieran que se encontraban en uno u otro bar. Julián podía oler y describir casi con precisión los pinchos. En alguna ocasión le había dicho que se había dedicado a la cocina. La conocía bien.

-Queso, anchoa y un poco de pimiento verde-comentó al pasar por un bar-. Frito de calabacín con huevo de codorniz aromatizado con un poco de aceite de romero.

-Te las sabes todas, Julián.

-Espera… Y este me encanta. Berenjena rellena de revuelto de seta y jamón ibérico. Daría lo que fuera por volver a probar algo como eso-dijo mientras se acariciaba los labios.

Aunque ambos habían comido lo suficiente para aguantar la noche aquella comida les había vuelto a abrir el apetito. Julián les envidiaba, su suerte, su dinero, su juventud. Envidiaba la manera en la que se reían mientras le daban un gran mordisco a un trozo de pan y masticaban casi sin saborear. Hablaban con la boca llena, tragaban y volvían a masticar. Julián habría dejado que permaneciera un poco más en su paladar. Si hubiera sabido hace meses que no volvería a probarlos los habría comido más despacio. No sabía si algún día volvería a comer algo así, quizás nunca. Hermelindo le observó de reojo.

-Vamonos de aquí, Herme. Vamos a dormir.

Dejaron atrás los olores a comida y se adentraron en las calles algo más abandonadas. Las puertas cerradas a cal y canto, las paredes llenas de pintadas y un regusto a vejez que observaban en los edificios, en los balcones y las fachadas. Julián apretó el paso en cuanto vio el cajero automático escondido tras unas puertas de cristal. Las abrió con el cuerpo y se adentró al regocijo que le proveían aquellas cuatro paredes. Ambos atrancaron la puerta y se sentaron en el fresco suelo apartando los cartones y la manta con la que se tapaban cada noche. Hermelindo sacó un juego de cartas y se puso a jugar al solitario aprovechando la poca luz que aún quedaba. Podía ver a otras personas entrando en algunas de las casas. A algún chico tocando con vehemencia en una puerta de hierro oxidado. A algún hombre trajeado que miraba hacia todos lados. Pero él siguió atento a sus cartas mientras escuchaba los ronquidos de su compañero. Se había quedado dormido nada más tocar su cara aquella especie de puerta de plástico que les separaba de las mesas y los ordenadores.

A aquel cajero no se acercaba nunca nadie. Estaba lo suficientemente lejos del centro como para quitarle las ganas a cualquiera. Y por lo que escuchaba de noche, sabía que a aquella calle solo podrían ir personas con otro tipo de intenciones. Recogió la baraja y se recostó contra la pared con los brazos cruzados. Sus ojos se cerraron al instante. Quizás durmió dos o tres horas, no estaba seguro cuando unos golpes lo despertaron de golpe. El cristal de la puerta estaba roto y Julián había desaparecido de su vista. Se levantó a tientas intentando salir al exterior. Vio de reojo a alguien golpeando a Julián, a otro encendiendo con el mechero la manta y echándola dentro del cajero cubierto de gasolina. Una cara cubierta con un pasamontañas le salió al paso para mirarle fijamente a los ojos. Hermelindo no había visto nunca la maldad tan de cerca. Le golpeó en el estómago obligándole a adentrarse en aquel mar de llamas.

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