El pueblo de La Sabina era hogar de una familia muy particular. La madre educadora y el padre agricultor, habían procreado catorce hijos, nueve varones y cinco hembras, todos ellos muy distintos entre sí, pero muy unidos. Lo compartían todo, incluso lo malo. No siempre había comida a la mesa. Dormían hasta cinco en un solo colchón, donde los orines escurrían por debajo como si de un coladero se tratase. No había muchas opciones. Todo pasaba de una mano a otra y, sin importar las diferencias de edades, contexturas y estaturas, los pantalones de Pedrito los usaba Juan José, aun siendo pequeñito y pudiendo bailar en ellos. El papel cartón en el que envolvían las provisiones de la tienda de alimentos era un tesoro muy estimado a la hora de estudiar y lo planchaban con las manos para tomar las anotaciones en su escuela, pues los cuadernos no eran prioridad, cuando habría que cubrir otra necesidad.
Así transcurría la vida, repletos de escasez, pero nunca vacíos de amor. Don Juan trabajaba de sol a sol y encargaba a los mayores la disciplina de los demás cuando él y Mercedes se iban a trabajar.
Una tarde de mayo, en plena temporada de lluvia llega Don Andrés, padrino de uno de los varones, con un regalo entre brazos, un cerdito envuelto en una toalla y con ojos asustados. A Amado, su ahijado, uno de los varones del medio, se le iluminó la mirada y lo acogió sin más. El pequeño animal había sido destetado hace poco y nadie pensaba que iba a sobrevivir, pues nació mucho más pequeño y débil que sus hermanos. Sus dueños habían decidido sacrificarle para no tener a una cría enferma, pero su ángel lo rescató en el momento justo.
Amado asumió la responsabilidad de cuidarlo con ahínco, a pesar de que solo tenía 7 años y de que en su familia no cabía un miembro más, pero bien dice aquel refrán que donde comen dos comen tres y por qué no subir de dieciséis a diecisiete la cuota de bocas que alimentar.
No todo el mundo podía darse el lujo de decir que tenía una mascota, pero él no paraba de hablar sin parangón del nuevo huésped de su casa a todo aquel que conocía. No era un perro ni un gato, sino un lechón al que llamó Rojito, por el color de su piel y su carencia de pelaje.
Rojito ya tenía rutina de baño los martes por la tarde y, a pesar de que no ocupaba un sitio en la mesa, era alimentado copiosamente cada día sin falta con las sobras de comida, por quien lo había acogido como un miembro más y lo sacaba a pasear a diario.
Con el paso de los días, el cerdito tomó por costumbre seguirlo a todos lados y, en las tardes, cuando Amado tenía que ir a buscar agua en cubetas al Canal, Rojito aprovechaba el paseo para husmear todas las parcelas en busca de algo que merendar, pues iba creciendo de forma acelerada y demandaba más comida que las sobras de casa. Los 4 Kg que pesaba al llegar se habían convertido en 12. Estaba mejor cuidado que cualquiera y sabía cuál era su lugar. Le habían hecho una caseta de palos de madera con techo de zinc en el patio de la casa, en donde habían colocado un camastro de paja cubierto por una vieja manta con estampado de flores, para garantizar que las inclemencias del tiempo no le afectarían. Era libre, no estaba atado a un collar, nada lo retenía, pero era tan feliz con su familia que no se iba a ningún lugar más que de paseo. Era un miembro más. Un compañero.
Ya habían pasado 2 años y Rojito entraba y salía cual dueño del lugar. Don Juan y Doña Mercedes seguían llegando muy justos al final del día y a veces no alcanzaba ni para un sobre de café. La situación era adversa. Pronto los hijos mayores irían a la secundaria y tendrían que trasladarse al pueblo de Constanza, a unos seis kilómetros de distancia, para seguir con su educación. Don Juan solo tenía el camión que usaba para ir al mercado a vender las cosechas y no podía ponerlo a disposición de sus muchachos, por lo que tendrían que ir y volver a pie o pedir un aventón a lugareños.
Una tarde, al salir del instituto, Antonio y Pedro, dos de los mayores, se encontraron con una lluvia torrencial, no tenían cómo cubrirse, no llevaban capas ni paraguas, nadie se detenía a encaminarles, pues ni se veían a la orilla del camino por lo espesa de la tormenta. No tuvieron más remedio que avanzar de a poco y taparse la cabeza con la mochila desvencijada hasta llegar a una casa que les proporcionara cobijo.
Llegaron a su hogar empapados y tiritando casi cayendo la noche y su madre les preparó una taza de una infusión de menta y manzanilla para que entraran en calor. Cenaron pan de agua con salami picado tan fino que podía verse el otro lado. Se quitaron la ropa mojada y se fueron a la cama.
De madrugada se despertó Pedrito, empapado en sudor y sin poder respirar. Se sentía resfriado y fue a despertar a sus padres. La madre le frotó un poco de ungüento para aliviar la congestión en el pecho y logró quedarse dormido.
Por la mañana bajaron al pueblo para llevarlo al hospital, pues no daba señales de mejorar. Allí le hicieron una evaluación y análisis de sangre. Había que ingresarlo porque la fiebre no cedía, el termómetro no bajaba de cuarenta, a pesar de la medicación. Pasaron así tres días y no había ninguna mejora. Por el contrario, solo empeoraba y ya casi no podía respirar sin ayuda del nebulizador. Solo quedaba llevarlo a La Vega para que lo viera el neumólogo, pero necesitaban dinero, del cual no disponían.
Doña Mercedes se quedó con él mientras Don Juan fue a tratar de conseguir el dinero y encontró la solución. Al ver a Rojito recibirle en la puerta de la casa tragó en seco, pues de camino lo tuvo más que claro. Llamó a los trece hijos que quedaban en casa y estos desconcertados acudieron rápidamente para preguntarle a su padre qué había sido de su hermano. El padre los miró con lágrimas en los ojos y les dijo que había que vender a Rojito para poder salvar a Pedro, que necesitaban dinero y no había nada más que hacer.
Ahí no valieron los ruegos, ni sollozos ni lamentos porque para salvar a uno habían de sacrificar a aquel que se podía vender. Rojito ya estaba grande y fuerte, lo cual era suficiente para sacar una buena tajada de Miguel el carnicero, quien esperaba con ansias en su camión a que entregaran a aquel que para él solo sería un trozo de carne en un mostrador.
Amado se fue a la habitación y lloró por la impotencia, tanto que se durmió. Soñó toda la noche con quien había sido su compañero por los dos últimos años, a quien había criado y arrancado a las garras de la muerte con amor, para que ahora terminara en el matadero. Sus cortos nueve años no le alcanzaban para comprender la tragedia que arropaba a la necesidad. En ese momento reparó en algo que no había notado hasta ahora. Eran pobres.
Para él todo su mundo era perfecto, no le faltaba nada, hasta ahora. Sentía un gran vacío, tan grande que ni toda el hambre del mundo podía asemejarse y tan profundo que ni sus lágrimas lo llenarían. Pasaron los días y la casa de Rojito no era más que una oda a la ironía. Los paseos al canal se habían convertido en lo que eran, habían perdido el encanto que componía su disfraz y había quedado tras la máscara solo el trabajo de ir a cargar pesadas cubetas de agua porque el abastecimiento no llegaba hasta su casa. Volvió Pedro, sí, pero a un precio bastante caro. No era culpable de haberse enfermado, no sabía el precio. Era mejor así.
Cincuenta años han pasado y hoy en día Amado recuerda ese día de lluvia tal como lo coloreaban las nubes, totalmente gris, como si presagiaran la desdicha, porque no solo perdió a Rojito, con él se fue su inocencia, se marchitó su alegría y a la perfección de sus días se le puso precio, uno que ni con todo el oro podría pagar.
Rojito (Ilustración. Hacer clic para ver.)
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