I

La borrachera petrolera terminó. Por experiencia, después de una buena curda, lo que queda es el dolor de cabeza y mareos de esos que asquean. La borla del exceso, el despojo de unos años de vacas gordas nos golpearon la cara, sin contemplación. Leí una vez que si tropiezas con una piedra puede que sea culpa del destino, pero si tropiezas dos veces con la misma piedra ya es tu responsabilidad. Así somos. Chocamos y chocamos. Venezuela es un adolescente en rebeldía, a veces con la claridad de un patricio, a veces con la tozudez de un Quijote, a veces con la miopía del desesperado. Tenemos un mar de posibilidades pero una madurez más que precaria. Las sombras de la Venezuela Saudita nos bañaron en 2015. La bonanza fue anticipo de la desesperanza, del miedo, de la confrontación social, moral. Aquellas fiestas opulentas de la plutocracia venezolana de los años 70, con sus apóstoles y su Jesús gocho, derivaron en encuentros de derroche de funcionarios corruptos. Recadi reapareció como Cadivi. Cacofonía repugnante. Los sueños rotos de ayer renacieron como protervas realidades asfixiantes que dejaron transida la posibilidad de creer, de tener fe.

Son 40 años de diferencia. Qué memoria corta tenemos los venezolanos. Nunca aprendimos a ser comedidos, a ser previsivos. Hay real. Vamos a gastarlo. Una para el estribo. Esa la invito yo. Nos vamos de rumba. La filosofía de la juerga sin reposo, del feriado cotidiano, de la santa y divina viveza. Pónganme donde hay. ¿Y no agarraste?, guá, qué pendejo eres. Cómo nos hizo daño. Cómo nos hace daño. Yo no soy historiador ni pretendo serlo. Me sabe a chayota sin sal esa teoría izquierdista del neoliberalismo y aquella risible del progreso derechista. Me duele el bolsillo. Me duele ir al mercado y no tener lo suficiente para comprarme un quilo de queso de mano para rellenar la arepa. Me duele ir al mercado y ver las estanterías llenas de vinagre y salsa de soya porque los productos principales se fueron volando, al principio de forma lenta, como quien no quiere la cosa, como para que dijéramos ah, no, es echando vaina lo del desabastecimiento. Pero no. No era echando vaina. De un momento a otro nos jodimos. Nos vimos en colas y colas y colas para comprar un empaque de papel tualé. Gente dándose coñazos en las calles por un puesto en una cola. Los empresarios acusan al gobierno de ineficiente y el gobierno habla de guerra económica. Quizá haya un poco de esto y un poco de aquello. Pero qué coño. Los jodidos somos los que debemos hacer cuatro horas de cola para comprar un litro de aceite para freírnos las tajadas.

–Mami, esas nalgas si están bellas.

Esa morena estaba riquiquita. Se hizo la indiferente. Pero sé que le gustó el piropo. Cómo no le va a gustar. A las mujeres les gusta que uno las vea, que las desee. Al fin estoy llegando a la vaina esta. Ya nada más me falta una cuadra. Vamos a ver si encuentro lo que estoy buscando. Ojalá. Necesito el bendito acetaminofén. Ahora con todo este rollo del mosquito. Esa carajita con esa fiebre. Esos dolores raros. Espero que no sea el Zika loco que anda peregrinando por ahí. Mejor dicho, jodiendo.

–Buenas tardes. ¿Tiene acetaminofén?

–No hay.

–Gracias.

Coño de su madre.

II

Walking inside the municipal market is a senses party. No sé porque lo habré pensado en inglés. Es una aventura realmente. Me encanta. Me insufla de buenas energías. El barullo vitaliza por su esencia irisada. Es un alborozo inefable. Entramos por un pasillo de flores. Calas rojas y blancas, gerberas, rosas irisadas, girasoles y una infinidad más. Ellas nos rodean, como si nos hicieran un pasillo de honor con su aroma a humedad, a vida. El murmullo de las cientos de voces en el lugar llega a nuestros oídos. El sol quema. Hace un calor de esos sabrosos. El catire está bravo hoy. Lo ha estado desde hace meses. Rojito, literalmente. Quizá está disgustado porque a la lluvia no le ha dado la gana de aparecer. Esta sequía ha sido terrible. Mi pobre ciudad cada vez está más nublada por la contaminación.

–¿Qué vamos a comprar?

–Vamos a ver qué hay de bueno. Aquí por lo general está siempre todo fresquito –dijo mi tía Gertrudis.

Comenzamos a movernos por los estrechos pasillos. El lugar es un crisol de pueblo. La plétora de frutas y vegetales me abrumó. Primera vez que lo visitó porque es relativamente nuevo. He ido varias veces a Quinta Crespo y a Guacaipuro, pero a este de Chacao no. Vinimos a ver cómo estaba “la cosa”. Aunque sin muchas esperanzas de que “la cosa” esté mejor, seguro está como en otros lugares: difícil.

Avanzamos por un pasillo repleto de frutas. El abanico cromático endulza los ojos. Sigue la fiesta de los olores. Casi que siento el sabor del melón cortado, de la lechosa recién llegada. Todo fresco, tal cual como dijo mi tía. El vaivén de viandantes es impresionante. Un caos en perfecto orden. Los jóvenes y no tan jóvenes que atienden la miríada de puestos del lugar cortan, preparan, se mueven. A la orden, amigo. En qué podemos servirle. Gracias, compa. Se te acercan con sonrisas, con ánimo, en su mayoría. “En Europa los carritos de mercado están llenos pero la gente anda mustia, aletargada. En Venezuela nos calamos colas para comprar alimentos básicos, pero uno arma una jodedera ahí mismo”. Eso me dijo una vez un economista con fisionomía de foca. La actitud de este país siempre es reconocida por su esencia de alegría. Quizá aquí no la sintamos por tenerla día a día. Pero, no sé, esa sensación de derrota, de decaimiento, de hombres y mujeres transidas flotando por las aceras ha crecido. Las crisis no solo son materiales. La peor crisis es la más honda, la que clava sus espinas de miedo, desconfianza, desesperanza, la que llega muy adentro con sus luctuosos ribetes que incendian la tranquilidad. Qué sabroso. Claro. Ajo picado. Siempre me ha gustado ese olor. Es tan profundo, ufano, tiene personalidad.

–¿A cuánto el kilo de zanahoria, señora?

–1.500, amor.

¡Berro!

–¿Y el de pimentón?

–Igual.

Son risibles esos precios. Casi 300% más costosos que hace un año. Por Dios. Aquí el pueblo roba al pueblo. Me imagino que llegará un momento en el que los precios suban y suban tanto que nadie podrá comprar nada. Y así se acabará la escases y se multiplicará el hambre, la constricción. Peor que la que tenemos. Cuánto llevo sin comer arroz. Dos semanas, quizá. Es lamentable, doloroso. Esperemos que este túnel tenga salida pronta. Tengo fe de eso. Por eso me quedé. Dentro de las crisis florecen las oportunidades. Ahora, vamos a comprar el pollo. Aquí está un poco más barato que en Guacaipuro.

–¿Cuenta?

–Ahorros.

–Clave, por favor.

Listo. Cuatro mil bolos en dos pollos. Seis días de sueldo. Vamos a tratar de rendirlo al menos para ocho comidas. Así bien preparado, guisadito, o al horno. Rico. Hace hambre ya. Llevamos más de una hora caminando. Estas bolsas pesan más o menos. Creo que es hora de ir agarrando camino. Le diré a mamá que ya por hoy mejor no compramos más. Nos hemos extralimitado de gastos. Nada más con los 12 mil bolívares que nos tocó pagarle al bachaquero para comprar la harina de maíz. Ese condenado todos los meses le sube mil bolívares. Son unos usureros, unos delincuentes, pero qué hace uno. Si no le compras a ellos no consigues comida. Ellos hacen las colas, tienen contactos y consiguen los alimentos que nos faltan a la mayoría y los revenden al precio que les da la gana. Encontraron su oportunidad de negocio en las limitaciones del Estado. ¿Será verdad eso que dónde hay control siempre habrá trampas? Lo que sé es que estamos entrampados en esta situación.

–Vámonos –dijo mi mamá.

III

Van cuatro horas de cola. Hemos avanzado como unos 50 metros nada más. Este sol está candela. Esos viejitos le ponen. Cómo aguantan esta espera tan larga. Cómo aguantan esta humillación. Qué arrechera de verdad. Además de que uno debe perder casi toda la mañana de su día libre para comprar dos harinas de maíz, también hay que aguantar el abuso de los malandros esos que usan el miedo para colearse. Aquí el vivo reina. El violento. Se colearon ya como unas 20 personas o más. “Yo voy aquí. Marqué mi cola”, dicen los muy hijos de puta. Y si alguien le contesta se ponen frenéticos, insultan, amedrentan. Y los guardias pintados. Pajuos esos militares. Al hampa ni con el pétalo de una rosa, pero para agarrar comida en las colas, para eso sí son bien prestos.

–Al parecer ya se acabó el jabón.

–Nojoda. Yo quería era eso. Y ¿qué queda?

–Mírale la bolsa.

–Ojalá llegue a la pasta. No me queda naíta en la casa.

–De verdad que esto es terrible. Hasta cuándo será esta situación.

–Hasta que se vaya Nicolás. Todo es culpa del gobierno.

–Yo escuché que el peo se va a prender la próxima semana. Un amigo militar me dijo que ya hay varios generales arrechos y que se lo van a raspar.

–A mí un amigo que tiene un hermano militar también me dijo que ese peo explota antes de terminar este mes. Es que la situación está muy jodida.

–Mira, mira, ahí viene el guardia. Seguro va a pedir la cédula.

–Señores, por favor. Voy a pasar en orden para que me entreguen su cédula. Nada más quedan 50 combos. Voy a recibir 50 cédulas. Hasta donde yo llegue es hasta donde alcanza la comida.

–Yo creo que llegamos.

–Sí vale. Tenemos por delante como 20 nada más.

–¿Mijo, qué le queda al portugués?

–Hay harina, jabón azul, mantequilla y pasta. Dos por persona.

–Con eso resuelvo. Al menos no perdí estas horas. Mañana voy a los chinos a ver si consigo café que es lo otro que me falta.

–Señora, ¿a qué chinos va a ir?

–A los de la Baralt.

–Uy. Esas colas ahí son las peores. El otro día estuve cinco horas y cuando estaba por llegar se acabó todo. No compré es nada.

–A mí me pasó antier así. Pero qué hace uno, mijo. Ahí es donde he visto que han vendido café. De resto ha estado desparecido.

–Es verdad eso también. Hace dos semanas fue que yo compré aquí también en Río Miño. Dos horas. Fue relativamente corto. Y después me fui a comprarme las pastillas para la tensión.

–Ay esa es otra, mijo. Necesito la bendita pastilla esa y no la consigo.

–En Locatel hay. Pero hay que llegar temprano para comprar antes que se acaben. En el que está aquí cerca, frente a plaza Candelaria. Lléguese como a eso de las siete de la mañana y se pará ahí. Han sacado bastantes estos días.

Por fin me toca pasar. Ya no aguanto estas conversaciones de colas. Me deprimen más aún. Es insoportable la desesperanza, el ahogo de la queja. Menos mal que traje la bolsa de mercado grande. Así nadie ve lo que cargo. No vaya a ser que un niño Jesús se enamoré de mi comida y me pegue un quieto. ¡No! Dios me libre. Después de esta cola tan larga. Qué va.

–Son 600 bolívares.

–Aquí tiene. Gracias.

Bueno, ahora, para la casa. Me voy por la plaza. Es mejor por ahí. Para verla. Está bonita. Desde que la arreglaron. Le quitaron ese montón de rejas feas. Ahora sí provoca caminarla, disfrutarla. Con sus ruidos, su bulla de pueblo. Y está abierta la iglesia. El domingo vengo, Señor. Cuídanos. Cúbrenos con tu manto de luz y aleja los envidiosos, a los delincuentes, a todo aquel que nos quiera hacer daño. Y si puedes échanos una manito a ver si me gano ese Kino. Anda, chico. Dame una ayudaíta.

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