―Anoche tuve un sueño un poco raro.

―¿Un poco raro? ¿Qué significa “un poco raro”? Los sueños, como todo lo demás, o son raros o no, la rareza no puede darse en pequeñas dosis.

―Discrepo totalmente, absolutamente, definitivamente. Mi sueño ha sido sólo un poco raro, encontrarme un tigre en el baño esta mañana hubiera sido muy raro.

―Hubiera sido raro, ni más ni menos. ―Cristina no iba a claudicar. Era odiosa cuando creía llevar razón. Y terca. Pero sobre todo odiosa.

―En fin, lo que tú digas. ¿Quieres que te cuente mi sueño o no? ―Removí el azúcar de mi café con leche. Un bostezo se apoderó de mis labios que se abrieron para formar una gran “O”. Madrugar es doloroso. La gente que disfruta de ello tiene un alma masoquista, como Cristina. Ella se había pedido una cerveza en lugar de algo con cafeína. Llevaba horas despierta, desde antes del alba y, aún así, no sentía ni pizca de somnolencia. Yo, en cambio, podría haberme dormido sobre la brillante mesa metálica de aquella anodina terraza. El café de la cafetería de la facultad olía mucho mejor de lo que sabía.

―Claro, cuéntame. Quiero juzgar si merece de verdad la calificación de “raro”. ―Cristina bebió un sorbo de su Coronita. Yo hice lo propio con mi mediocre café. Su calidez me reconfortó, pero fue una sensación breve y sublime.

―Lo primero que recuerdo del sueño es que tenía un gato en el regazo. Era de color azul, con manchas, y una cresta.

―Eso es algo extravagante pero no llegaría a definirlo como raro.

―Déjame continuar. El gato dormía profundamente y yo quería levantarme, pero me sabía mal moverme y despertarlo porque entonces se iría y no volvería a verlo. Era tan bonito. También era muy grande. Era tan grande que me costaba respirar. Su pelaje era suave y olía a patatas fritas con queso. Se giró hacia mí y me preguntó si había visto sus gafas.

―Las llevas puestas ―le dije, aunque era mentira. No sabía dónde estaban sus gafas pero no quería que se marchara, aunque apenas pudiera respirar por su culpa.

―Mis gafas están sucias, tengo que encontrarlas ―me dijo el gato azul. Su cresta vibró como si se desperezara. Se levantó de mi regazo y desapareció, dejando tras de sí su delicioso aroma a patatas fritas. La pena me duró un instante, pero qué instante más desolador. Fue como si me arrancaran toda la felicidad del pecho. Fue entonces cuando me percaté de dónde me hallaba. Era el piso de mi abuelo, no tal y como lo recuerdo ahora que estoy despierta claro. Sabía que era la casa de mi difunto abuelo pero la realidad y aquella vivienda onírica tenían poco en común. Justo frente a mí, a bastante distancia, había una butaca roja idéntica a donde estaba sentada y, sobre ella, una figura que no fui capaz de reconocer. Me levanté y me dirigí hacia ella, imitaba todos mis movimientos, se me ocurrió que podía tratarse de un espejo. Hasta que la tuve a un palmo de mi cara. Era Fran.

―¿Fran? ¿En serio? ¿A estas alturas? ―Preguntó Cristina antes de dar otro trago a su Coronita. No le confesé que Fran protagonizaba la mayoría de mis pesadillas. Habían pasado tres años desde la ruptura y todavía me estremecía al escuchar su nombre, y no de placer precisamente.

―En serio, era la fea jeta de Fran, pero más bajito, más pequeño. Era como un doppleganger que reflejaba mis movimientos. Si yo daba un paso a la izquierda él hacía lo mismo hacia la derecha, si levantaba la mano él igual. Me sentía atrapada, no era capaz de avanzar ni de escapar.

―Como cuando estabas con él ―dejó escapar Cristina.

―Más o menos. Entonces vi que tenía puestas las gafas del gato y me di la vuelta. No podía soportar ver a Fran con las gafas del gato. Esperaba que el felino azul apareciera y le arrancara la nariz de un zarpazo.

―No veo qué tiene eso de raro. ―Cristina se encendió un cigarro y me dio con el humo en la cara. Ser odiosa era su don.

―Aún no he llegado a la parte rara. Al darme la vuelta me encontré una puerta cerrada que de pronto eran dos. Una era falsa, no me preguntes cómo lo sabía, los sueños son así. ―Cristina asintió mientras le salía humo de las fosas nasales. ―Tenía que averiguar qué puerta era la falsa y cuál la auténtica para poder salir de allí. Ambas eran rojizas con bordes negros, del mismo estilo que la butaca, aunque la butaca había desaparecido, todo había desaparecido, sólo quedaban las dos puertas idénticas. Las inspeccioné y en la de la izquierda encontré un pequeño bulto en la madera. Rasqué con la uña y brotó un huevo negro y pringoso. Me aparté asqueada y el huevo separó dos membranas que hacían de párpados para un ojo enorme y asqueroso. El ojo clavó su mirada en mí y me dieron ganas de vomitar. Sin pensarlo, encendí una cerilla y le prendí fuego. El ojo gritó en silencio y la puerta que custodiaba quedó carbonizada. Luego se vaporizó y la otra puerta, la puerta buena, se abrió. La crucé de inmediato, quería escapar de allí, fuera lo que fuera “allí”. Aparecí en la calle, la misma donde estaba el piso de mi abuelo en la realidad. Un chico precioso me esperaba en la acera de enfrente.

―¿Un chico precioso esperándote? Eso sí que es raro ―dijo Cristina entre risas. Tuve ganas de tirarle lo que me quedaba de café con leche a la cara, entre otros fluidos que tenía a mi disposición. Pero no lo hice, sólo me quedé mirándola mientras su risa se desinflaba. En el fondo creía que tenía razón. ―Bueno, sigue, ¿qué pasó con ese chico? ¿Se pone guarrete el sueño?

―Ese chico era yo. No me lo dijo, lo supe porque era evidente. Era yo, aunque yo seguía siendo yo también. Es como si fuera dos personas al mismo tiempo. Al acercarme a él me sonrió de una forma que me alivió y animó y me inundó de felicidad. Fue una sensación maravillosa, como si todo estuviera bien, todo fuera a salir bien, como si no existiera la posibilidad de que algo malo pudiera ocurrir. Le cogí de la mano y empezamos a pasear. Creo que es lo más agradable que he vivido nunca.

―¿No te parece un poco triste? ―me preguntó Cristina, con lo que parecía genuino interés. ―Lo más agradable que has vivido nunca ha sucedido en un sueño.

―Si solo fuera un poco… ―contesté. Como Cristina ya sabía lo patética que era no me preocupaba lo que pudiera pensar de mí, y como no me caía demasiado bien podía ser totalmente sincera. Creo que a ella le pasaba lo mismo conmigo. Es curioso cómo dos personas podían ser tan amigas precisamente por el poco aprecio que se profesaban. A mí al menos me parecía curioso. ―Total, que íbamos paseando, embelesados, cuando de repente el chico se detuvo en seco, apretó mi mano para que me parara y cogió mi cara para que le mirara a los ojos. Parecían los ojos más preocupados del mundo.

―Silvia, esto es un sueño y yo soy tu subconsciente ―me dijo. Necesité que me lo repitiera varias veces para comprender el mensaje que transportaban sus palabras. ―¿Lo entiendes Silvia? Soy tu subconsciente, esto es un sueño, y hay algo muy importante que debo decirte. Muy, muy importante. ―Soltó mi rostro. Paseé mi mirada a izquierda y derecha, contemplando lo que hasta ese momento creía que era una avenida corriente del pueblo corriente en el que me había criado. Toda la gente de la calle me contemplaba sin parpadear, en absoluto silencio y completa quietud. Parecían estatuas vivas y amenazantes. Sentí un escalofrío. A pesar de saberme en un sueño, tuve miedo. Mi subconsciente volvió a coger con suavidad mi cara para que centrara mi atención en él, en su encantadora sonrisa, en su bello rostro.

―Silvia, escúchame por favor. ―Y mi subconsciente empezó a hablar apresuradamente, visiblemente frustrado.

―No te entiendo ―le dije. Era verdad. Había perdido la capacidad de comprenderle. Él emitía sonidos que identificaba como palabras, pero no tenían ningún sentido para mí, como si hubiera empezado a comunicarse en una lengua desconocida. Él parecía cada vez más ansioso. La gente a nuestro alrededor estaba cada vez más cerca nuestro. No caminaban hacia nosotros, era como si el espacio se comprimiera. Tuve la impresión de que me los iba a tragar, de que iba a llegar un punto en el que toda esa gente no cabría en mi sueño y se meterían dentro de mí, fusionándose con mis células. Esa imagen mental me agobió sobremanera y quise despertarme. Mientras, mi subconsciente seguía gritándome. ―¡No te entiendo! ¡No te entiendo! ¡NO TE ENTIENDO! ―le grité yo a él.

Guardé silencio. Bebí el último trago de café con leche. Se había quedado templado y me supo al tabaco de Cristina. Una arcada revolvió mis tripas.

―¿Y? ―preguntó Cristina, expectante. Ella le dio una calada a su cigarro y lo lanzó con habilidad al otro lado de la calle, a pesar de tener un cenicero a su alcance, encima de la mesa, justo frente a ella.

―Y ya está. Me desperté. Ese ha sido mi sueño.

―Pues vaya. Un final algo decepcionante.

―Qué me vas a contar. Nunca llegaré a saber lo que quería decirme mi subconsciente. ―Desde que me había despertado sentía una pesadumbre sobre mí, una inquietud en el pecho, un desasosiego en el alma. Sentía que había algo importante, algo primordial, que había estado a punto de serme desvelado y que se me había escurrido en un reflujo onírico. Era como tratar de recordar el título de una canción, tenerlo en la punta de la lengua y no terminar nunca de escupirlo.

―Porque no querías saberlo ―afirmó Cristina, con el cuello de la cerveza entre sus dedos.

―¿Qué? Claro que quería saberlo, ¡todavía quiero saberlo!

―No, qué va. De haber querido saberlo tu subconsciente no habría tenido problema en decírtelo. Pero no quieres, y por eso no has podido entenderlo. No te juzgo ¿eh? Hay cosas que es mejor que las guarde el subconsciente, aunque sea un peso muy grande para él y quiera compartirlo contigo. ―Cristina bebió, pagada de sí misma. Sentía deseos de estrangularla allí mismo, o de estamparle la Coronita en su sesuda cabeza. En lugar de eso pagué la cuenta, cogí mi mochila, me despedí de Cristina y me dirigí a clase. Jamás le confesé a mi odiosa amiga que tenía razón, toda la maldita razón del mundo.

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