Amaba sentir la fresca brisa del atardecer mientras bajaba trotando la colina, desde ahí podía ver mi hogar. Mi padre llegaba después de horas en el campo, mi madre salía a recibirlo; mis amables vecinos venados asomaban la cabeza desde su ventana para saludarlo también. Todo era felicidad en la tierra donde nací, un lugar bello entre lugares bellos, con habitantes que se esforzaban por mantener un fino intento de paz y tranquilidad. Cada animal, desde el más pequeño hasta el más grande, cumplía alguna función aquí. Incluso yo, la pequeña cebra que no se contentaba con nada.

Desde que tengo razón, y desde que la uso, me preguntaba lo que significaba ser feliz. ¿Buenos pastos?, ¿agua en abundancia? Mi tierra es un lugar fértil, verde, muy verde, si algún día vuelvo a ver un verde así lo describiría como: “Es casi tan verde como el lugar donde nací”. Nada se le podrá comparar jamás.

Mientras, todos vivimos en armonía.

¿Vivimos? No. Vivíamos. Un buen día, o malo quizá, llegó de improviso una manada de hienas, al inicio no sabíamos qué ocurría. Rumores de invasión -contados en el fácilmente tergiversable idioma animal- se difundían por la zona. ¿Qué ocurrió? No sé con exactitud.

Las magníficas águilas blancas fueron las primeras en caer, sería extraño decir que algunas hienas acabaron con semejantes bestias voladoras, pero la terrible verdad la supe después. Las hienas eran simples peones en un partido de ajedrez comandado por un brutal hipogrifo. Apareció de la nada, encandiló a las hienas con un discurso lleno de halagos y promesas de reivindicación.
Apareció, mordió, golpeó, desgarró, mutiló; y las hienas abajo solo terminaban la labor.

El paraíso terrenal en el que nací, crecí y corrí ya no existe. Una nube negra, que crece cada vez más y más, se instaló apenas el hipogrifo batió sus alas en el antiguo cielo celeste. De repente todos los habitantes del lugar empezaron a desaparecer. Lo sé porque nos encerraron en un lugar, uno donde nunca había estado, y en el que, viendo quienes estaban hacinados con nosotros, fue que me di cuenta. Menos de la tercera parte seguíamos con vida. Al parecer, su odio era hacia todos.

Solo otros seres despreciables, carroñeros como las hienas, eran salvados por el hipogrifo, aunque a veces simplemente mandaba a matar al grupo que elegía. Era tan voluble. Y las hienas vitoreaban todas sus atrocidades, aunque fueran contra ellas mismas.

Conocía a un pequeño aguilucho blanco, íbamos a la escuela juntos, éramos amigos. Se lo llevaron casi al inicio, toda su familia fue arrastrada por las calles de nuestra antigua morada. Mi padre salió en su defensa, no le hicieron nada a él pero vi la malicia en los ojos de una de las hienas superiores. Algo le iban a hacer, no quería saber qué.

Todos los animales son llevados en dirección a la nube negra, cubierta de rayos, truenos y un penetrante olor a muerte. Nunca antes había sentido ese olor, pero sin conocerlo, podía afirmar con toda seguridad que era el aroma de las vidas despojadas de su cuerpo.

Desperté con el llanto de mi madre, atónita mientras las hienas se llevaban a su esposo, a mi padre. Le arrancaron la lengua, le sacaron los ojos, le colgaron un letrero que decía entrometido. Mi madre gritaba desgarradoramente. Traté de acercarme a él, al parecer sintió mi presencia, porque le dijo al aire:

“Sé fuerte”

¿Fuerte?, ¿es posible? Parece que sí, una hiena de rango menor se sorprende con mi frialdad. No es frialdad, es perplejidad. No sé explicar muy bien lo que ha pasado, no quiero entenderlo.

Mi madre me consuela, yo perdí un padre, ella perdió un esposo. Es fuerte, por los dos. Por mi. Algunas hienas ni siquiera llevan a los cautivos a la nube negra que se tragó a mi padre, simplemente los devoran frente a nosotros. El hipogrifo no debe saber de esto, y si lo sabe, al parecer no le importa. Nunca explicó los motivos para cometer esta atrocidad. No quiero saberlos, no importan ya.

Cada vez estoy más delgado, mis huesos sobresalen de mi cuerpo. Hace días no veo otras crías en el lugar, otros niños. ¿Qué es un niño en realidad?, ¿un ser inocente? Nada en este matadero es inocente, ni nadie.

Siento miedo, no por mí, sino por lo que pueda suceder después. Estas viles criaturas se propagarán por el mundo, causando más dolor y sufrimiento. A otros animales inocentes, a otras familias desprotegidas. La única familia que me queda es mi madre. No quiero que le hagan daño.

Se llevan a mi madre, debo hacer algo. La sacan a trompicones del lugar, hay otros seres junto a ella, animales de otros lados, de otros mundos. No importa, solo quiero verla. Una hiena se da cuenta de mi huida del lugar, avisa a las otras. Corro, me escondo y luego vuelvo a correr. No permitiré que le hagan daño. Madre, si aún estás ahí, házmelo saber.

La nube oscura, es inmensa. Cada muerte la hace crecer, mi padre ahora forma parte de ella. Mi madre irá a acompañarlo y yo… ¿Yo? Yo corro. La veo, ahí está. Ya no. La veo de nuevo. Una hiena me atrapa, corro. Mi madre, mi madre, mi madre, mi madre, mi madre, mi madre… ¡Madre!

-“Sé fuerte”- me dice.

“Sé fuerte”- me dijo mi padre días antes. ¿Es posible acaso? Una vil mordida acaba con mi ilusión. La hiena perforó parte de mi costado. Muero, igual que mi padre, igual que mi madre en este momento. Muero, pero aún no me voy. Aún no.

Se llevaron a la última cebra del lugar, aparte de mi. El hipogrifo tiene más animales a sus disposición, un tigre, de pelaje dorado y pasos elegantes traído de algún remoto lugar al parecer siente compasión por mi carcomido ser. Me trae vendas limpias y comida cada vez que viene. Él es la razón por la cual aún sigo aquí, robándole minutos a la muerte. Ese mordisco asesino, ese mordisco criminal, fue suficiente para casi matarme, pero no lo suficiente como para terminar el trabajo.

El tigre me conversa, intenta animarme; dice que solo quiere hacerme sentir feliz. Eso no es posible, jamás volveré a ser feliz. Ya no soy parte de este mundo. Se lo digo, me mira con aprensión y luego se va. Cualquiera que fuera su plan, ha fallado.

Un día el tigre se volvió demente, llegó furioso a la celda donde estoy. Me cogió con fuerza del cuello y me arrastró a un rincón. Una anciana yegua empezó a llorar desconsolada e intentó defenderme de él. El tigre me aplastó contra el suelo, arañaba mi lomo, mordía mis ancas, no entendí qué quiso hacerme, supongo que algo malo. La pobre yegua recibió un zarpazo en el rostro que la derribó y terminó por acabar con ella. El tigre al ver esto retrocedió espantado.
Farfullaba excusas ininteligibles. Luego ordenó que se llevaran el cadáver de la yegua y desapareció por buen tiempo.

Hace días que no como, el tigre dejó de traerme comida, tal vez sienta vergüenza. Bueno, eso no importa ya. Siento que al fin voy dejando este mundo, la comida se vuelve cada vez menos importante para mí.

Creo que el siguiente paso del hipogrifo es invadir el este, la tierra de los osos. En mi estado febril escucho murmullos de las hienas afuera sobre el tema. Solo de ellas, ya no oigo a ningún otro animal de los que conocía antes. No sé si podrán hacerle cosquillas siquiera, los osos no son lo que eran antaño, pero siguen siendo de temer. Además, los rumores que unos heroicos animales de leyenda vendrían a salvarnos aún retumban en mi mente. Los pocos seres que antes me acompañaban perecieron creyendo firmemente que vendrían a salvarnos. Unas águilas invencibles venidas de occidente y unos leones rojos como la sangre, pero astutos y experimentados, que al parecer ya se habían enfrentado a las hienas en el pasado fueron su esperanza justo antes de perecer. Yo no quiero creer esos cuentos falsos, me parecen desvaríos propios de gente desahuciada, pero un poco de fe nunca cae mal.

Siento que alguien se acerca, ya vienen por mi. En cualquier momento mi turno llegará. Pero, ¿hay algo en mí que aún puedan querer? ¿Algo más que me puedan arrebatar? Alguna vez me pregunté qué era la felicidad. No eran pastos verdes, no era agua abundante. Mi familia, mi antigua vida, mis amigos, ya era feliz. No, aún lo soy, tengo su recuerdo, los veo conmigo, viven en mis lágrimas. Vivían. Ya no lloro más, aunque quisiera, no podría. Ya gasté todas las lágrimas que alguien podría tener.

Llegaron.

-¿Qué estás escribiendo? – me preguntó el guardia rubio y elegante, visiblemente apenado.

-Escribo sobre mis padres -le respondo en perfecto alemán- antes de bueno… ya sabes -digo enderezándome.

Solo él y yo en esta celda, antes llena, ahora muerta, el motor incesante e imparable afuera. Caos desvanecido, silencio sepulcral establecido.

¿Ya es la hora? -pregunto. Ya no tengo miedo, nunca lo tuve. Nos ponemos a andar por el campo, la tierra muerta, muerta como todo lo que conozco, todo… y nada. Me parece oír rugidos a lo lejos y el batir de gigantes alas. ¿O es solo mi imaginación?

-Me gusta tu ropa -me dice intentando distraerme de alguna forma de mi cruel final, mientras avanzamos hacia a la cámara de gas- pareces algún animalito de esos exóticos; ¿cómo se llamaban? ¿gacelas?

-Nada de eso -respondo con calma, llegando a mi destino y viendo lo que me espera. El guardia abre la puerta metálica y la atravieso mansamente. Unas sirenas empiezan a retumbar mientras el aleteo se hace más y más intenso.

– ¿Cómo te sientes? -me pregunta acariciándome una mejilla.

– Feliz, al fin se quién soy -respondo.

-Pensé que estarías algo asustado.

– Nada de eso -repito- solo siento paz.

-Entonces dime, ¿qué eres?

-Soy una cebra -respondo, alisando mi ropa a rayas y mirándolo a los ojos.

Una cebra feliz.

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