Diario de León, 27 de mayo de 2018.

Cartas al director.

Mi querida Ruth,

Qué forma tan extraña de reencontrarnos, espero que sigas comprando cada día el periódico y no te moleste la licencia que me permito al escribirte de esta forma. Como sabes, no tengo otra, ya que no me dejaste forma de localizarte ni sería seguro buscarte.

Te preguntarás por qué te escribo tras tantos años de silencio y lo cierto es que no hay una razón que pueda concederte, simplemente estaba recordando lo jóvenes e ilusos que éramos.

Pensaba en aquellos tiempos en los que nuestra máxima era elegir siempre lo que nos hiciese más libres, ¿recuerdas? En tan alto concepto nos teníamos y acabamos siendo vulgares criminales. Libres y juntos, nos repetíamos como un mantra.

Nos pensábamos diferentes al resto y nos reíamos de todas las cadenas que se imponían: misma chaqueta de falso cuero amarilla o mismo peinado de algún futbolista. De cómo creían disfrutar de libertad ante los estantes rebosantes de productos que podían comprar con dinero, y qué esclavos eran para conseguir esos papeles y monedas usados.

Debo confesarte, también, que he revivido tantas veces aquel día, nuestro último golpe, ese momento que marcó para siempre nuestros destinos, que ya apenas sé si es real lo que vivimos o una reconstrucción amable realizada por mi pobre memoria. Debió serlo, en vista de dónde me encuentro.

Te veo a ti, tan fuerte, siempre tan segura, con paso firme y el desgastado chándal gris. Con el revólver en la mano derecha y tu mirada color café abriéndose paso entre tu flequillo. La leve sonrisa antes de entrar. Siempre parecías tener la situación controlada, no cabía en ti un ápice de duda. Encañonaste a los empleados del banco con aplomo, dirigías a los presentes con la firmeza de quien lo ha hecho mil veces. Revivo tu mirada severa cuando veías que mis manos temblaban ligeramente al guardar los billetes que salían del dispensador de la caja.

Todavía puedo ver con total nitidez a aquellas personas en el suelo, las miradas furtivas de miedo y el empleado de nariz aguileña metiendo el dinero en nuestra mochila. Ellos no sabían que era la primera vez que nos metíamos en un embrollo de esa clase, no habíamos pasado de hurto hasta el momento. Que habíamos estudiado, desde nuestra inexperiencia, como un juego casi, un robo que no estaba ni de lejos tan bien resuelto como pensábamos. Pero nos pensábamos invencibles y no se nos ocurría predecir las consecuencias de algunos actos. De ahí las consecuencias, claro.

Igual ya has olvidado nuestras mil aventuras e ideas sobre querer vivir a contracorriente y sin ataduras, pero seguro que no has olvidado ese día: la música de los Rolling antes de salir, el viejo Citroën negro. Este es nuestro euromillón, nuestra libertad total – decíamos. Qué ilusos éramos. Al final, ser libres se reducía a dinero para nosotros también, como a todos los pobres nos hicieron creer.

Más tarde aquel día, nuestra consigna era todo lo que resonaba en mi cabeza mientras te veía marchar, mientras te pedía que te marchases. La policía estaba a punto de llegar, lo sabíamos. Aquella maldita caja fuerte no se abría y el botín no había sido ni de lejos lo que nosotros esperábamos. Comprar la libertad no es barato, y el precio iba a ser la nuestra.

Tú mantenías la calma, pero ambos éramos conscientes de que habíamos fracasado, que no éramos los héroes sin cadenas que creíamos. Puedo verme, sosteniendo tu cara con firmeza, posiblemente la última que me quedaba: Corre, yo te cubro y voy detrás de ti. Sal por la trasera, me las arreglaré. Libres y juntos. Sabía que ya nunca volvería a ser igual, que esa frase, justo en ese momento, acababa de perder todo su sentido. Y no me importaba, ¿te lo puedes creer? Te liberaba de la libertad que nosotros habíamos elegido, la que nos había anclado a una vida de pequeños robos y constantes huidas, de vivir en guardia.

Y después de todo ello, te confieso que ahora tengo más miedo que ese día. En apenas una hora habré cumplido mi condena y saldré de nuevo al mundo. Y creo que será como cuando salí con las manos sobre la cabeza, minutos después de que tú te fueras, desorientado y sin saber qué me depararía el futuro. Aquí me he deshecho de todo y no me ha quedado nada salvo yo mismo.

Hoy, tantos años después, creo que no me había sentido tan libre nunca y, sin embargo, me dicen que la libertad empezará ahora. Es curiosa la ausencia de sincronía entre el cuerpo y la mente en algunas ocasiones.

Seguro que tú ya has cambiado y te has adaptado a la vida de redes sociales y tendencias de no ser nadie a no ser que la gente diga que lo eres. No te lo tomes a mal, no te juzgo en absoluto, al contrario, pienso que en el fondo nosotros también vivíamos encadenados a las ideas que quisimos hacer nuestras ,y no estoy seguro de que nos dieran tantas alas como pensábamos.

Tranquila, sé que no estarás aguardándome a la salida y, la verdad, es que ni siquiera lo espero. Yo tampoco iré a buscarte. Igual es eso lo que, sin saberlo, quería decirte cuando empecé a escribir. A decir verdad, lo único que sí quiero es pensar que me adaptaré, y que tú también lo has hecho, a esa libertad de estantes abarrotados y vestimentas iguales: diluirnos entre tantos.

Al fin y al cabo, quizá esa sea la libertad que nos queda y sea mejor dejarlo así.

Hasta siempre, Ruth.


Cuando salió la edición impresa a la mañana siguiente, empezaron a sonar los teléfonos en varios de los distintos despachos de la antigua redacción. El director salió del suyo dando un portazo al grito de «quién cojones ha metido esa carta en el periódico de hoy«. Unos segundos más tarde se cerraba el ascensor, atrapando entre sus puertas la sonrisa de ella. Esperaba que lo consideraran su carta de dimisión.

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