Eduardo lloró cuando Gabriel García Márquez ganó el premio Nobel de Literatura el 21 de Octubre de 1982. Eduardo lloró por la toma del Palacio de Justicia el 6 de noviembre de 1985. Eduardo lloró por la tragedia de Armero el 13 de noviembre de 1985. Eduardo lloró cuando mataron a Galán el 18 de agosto de 1989. Eduardo lloró cuando la selección colombiana de futbol ganó frente a argentina 5-0, el 5 de septiembre de 1993. Eduardo lloró con la muerte de Pablo Escobar el 2 de diciembre de 1993. Eduardo lloró con la muerte de Jaime Garzón el 13 de agosto de 1999. Eduardo no cree en las iglesias, odia las monedas y le gustan las mujeres.

Eduardo era miserable dentro de su inestable mundo de lujos, hablaba solo, bebía mucho y fumaba poco, las personas normalmente lo veían ebrio y cansado, hace mucho no lo ven bien arreglado, no se corta la barba, no se peina el cabello y no se cambia la ropa. Incluso huele feo y su esposa lo obliga a salir de la cama y a dormir en la sala o en cualquier otra habitación de la casa.

Eran las 4:00 de la tarde, se levanta, toma un trago doble de Bacardí 15 años, golpea la mesa con la copa vacía, besa en la boca a Gloria y toma las llaves ubicadas en la mesita de madera al lado derecho de la entrada principal. Escucha la delicada voz de Gloria que pronuncia su nombre, voltea y en sus ojos advierte que ella le implora que se quede, que no se vaya. Él ignora la relación de sus ojos con sus emociones, le envía un beso imaginario a través del cuarto, con la esperanza de juguetear como todos los días simulando una atrapada victoriosa. Ella gira con la esperanza de sentir la mano de Eduardo en su brazo, girando su cuerpo y recibiendo aquel beso en los labios, que ahora se ha perdido en el aire.

Nada paso, él se marchó indiferente.

Eduardo encendió la camioneta y se dirigió a su lugar de destino. Era domingo, el centro de la ciudad permanecía en silencio, pues la gran mayoría de las personas no visitan el centro de la “ciudad bonita”, para evitar el tedioso aroma de las drogas, la delincuencia y los perfumes baratos. Recorrió las calles solitarias deseando encontrar algo, miraba el retrovisor de la lujosa camioneta Toyota FJ Cruiser, intentado descifrar alguna pista que lo llevara a su destino; aún recordaba su imagen, cuando aún tenía los sueños intactos.

Finalmente, allí estaba tan solitaria…

…quizá algún día tuvo un nombre. Seguramente hoy nadie la recuerda, simplemente la llamarán “Jeña” o alguno de esos ingeniosos sobrenombres. La miraba ahí tirada, rodeada de arañas, cucarachas y ratas, viviendo en la calle entre cartones y periódicos; tiene las ropas rotas y hace años que no se baña, se perciben la invasión de hongos en sus brazos, es todo un parásito urbano.

Sin amigos, sin vecinos, su única compañía es el bazuco o el pegante. Pero a pesar de todo sigue siendo más cuerda que muchas de las mal llamadas “damas de sociedad”. Tiene el pelo largo abarrotado de piojos y liendres, ligeros golpes y raspones. Pero… ¿está bien? ¿Es feliz? ¿Sólo querrá una vida tranquila y que la dejen en paz?

Mirándola bien a veces cree que es feliz, con su botella y su bolsa de pegante, sin estrés ni impaciencia. Todo un bicho de ciudad que se revuelve por los suelos entre miradas de repudio. Está lloviendo, hace frío, pero parece no importarle, está en su mundo, sumergida en los efectos de los alucinógenos, que la hacen feliz y la transportan a un lugar lleno de paz. No tiene hogar, no tiene paradero y no come decentemente desde la niñez. Tan sólo permanece dormida sin importarle esa presencia extraña que la observa.

Eduardo la mira fijamente. Tal vez ya sean cuatro o cinco los minutos que lleva apuntándole con un arma, una vieja Glock 19. Es la primera vez que la sostiene, su mano tiembla, jamás había estado inseguro con una decisión. Desde la camioneta le gritan: “Muévase hermano”. Él la mira por última vez y se consuela mediocremente diciéndose antes de disparar: “Ya no hablarán más”.

Sin decir palabra alguna en el resto de la jornada se repite mentalmente una y otra vez, “esto debía pasar. Los “amigos” ya no hablaran más”.

Se apresura para llegar a la casa, saca su pañuelo limpiando el sudor excesivo a causa de los nervios y la tensión, introduce su mano en uno de los bolsillos del pantalón y abre una caja amarilla, saca unos chicles y mastica durante un par de minutos antes de abrir la puerta.

Sorprendido ve a su esposa sentada al frente de la chimenea con una copa de vino en la mano y un cigarrillo en la otra, se desconcierta, pues ya habían transcurrido 20 años desde su último cigarrillo. Ella lo mira a la cara, no dice nada. Pero en sus ojos brillantes por las lágrimas, advierte que ella está exigiendo una conversación. Deja la copa en el centro de la mesa, apagando el cigarrillo en el resto del vino. Y exclama por fin: “Eduardo, te felicito, sé que acabas de matar a nuestra hija”.

Eduardo lloró cuando el equipo de fútbol brasileño Chapecoense sufrió un trágico accidente el 28 de noviembre de 2016. Eduardo lloró cuando Rafael Uribe profanó a la pequeña Yuliana Samboní, el 4 de diciembre de 2016. Eduardo lloró con la visita del Papa a Colombia el 6 de septiembre del 2017. Eduardo lloró por los niños que murieron de hambre y de sed en los lugares más recónditos de la Guajira. Eduardo lloró por la firma del acuerdo de paz en Colombia, el 24 de noviembre del 2017. Eduardo lloró por el asesinato de su hija el 11 de octubre del 2017. Eduardo no cree en la iglesia, odia las monedas y le gustan las mujeres.

Lloró Eduardo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS