Die leichte Taube, indem sie im freien Fluge die Luft teilt, deren Widerstand sie fühlt, könnte die Vorstellung fassen, daß es ihr im luftleeren Raum noch viel besser gelingen werde. [Mientras en vuelo libre divide el aire cuya resistencia siente, la ligera paloma podría imaginarse que volar le resultaría más fácil en un espacio vacío]. Kant, Crítica de la razón pura.


Ariadna vive en una casa con jardín. El aroma penetrante de los jazmines entra por la ventana y se entremezcla con los restos de olor a incienso que quedaron después de la visita del brujo. A pesar de ser ya mediodía, la habitación está tan oscura como las cortinas se lo permiten. La luz del sol le duele, y el maldito aroma revuelto la descompone. Puede sentir su pulso palpitando en las sienes, la náusea deshaciendo el universo a su alrededor, el deseo de dormir y dormir hasta que su mínima voluntad de existir se extinga de suyo.

En sueños recuerda y revive viejos tiempos: cuando el sol brillaba en su mundo, cuando tenía a quien amar, cuando llegaba por las noches al hogar después del trabajo exhausta de felicidad. De eso hacen ya tantos días, o quizás meses… o por ahí son ya tantos años… Ariadna ya no lo sabe. El sabor de esa prisión que es mental y es física, que le reduce el espíritu y le atrofia el cuerpo, el triste ahora que es siempre un pasado es lo único que percibe. No hay nada fuera de ese dolor interminable. No puede liberarse. No hay nada. El brujo le había insistido que con el poder de sus hierbas y sus santos podrá reencontrarse con la libertad que tanto ansía. Y su casa se llenó de humo, santitos y velas, de una esperanza hueca. Pero todo el tiempo, todo el dinero, todo el esfuerzo… nada ha tenido resultados.

En la semi-oscuridad de su habitación se le comienzan a desdibujar todos los enseres mientras líneas negras le van reconstruyendo los eventos que la atormentan. Ya no puede estar segura de la autenticidad de esos eventos: ¿será esta vigilia sólo un mal sueño? En el exterior se escucha el trabajo del jardinero, estará podando algún ligustrín. Desde la puerta de la habitación le llega el sonido del teléfono: la empleada doméstica atiende, murmura algo que Ariadna ni llega ni le interesa llegar a entender ¿Será esa realidad que se oye afuera algo auténtico? No lo sabe, no le importa. En el interior continúan flotando las líneas negras, del timbrar del teléfono se materializó una conversación, algo sobre un accidente.

Un terremoto le recorre el pecho a la vez que un cardón le comprime la garganta, las palpitaciones en las sienes no ceden, la náusea se empeora. Desde un recuerdo marchito o quizás desde un sueño inconsistente escucha la voz de un hombre. La llama por su nombre, la abraza, la besa. Ariadna lo conoce, reconoce el aliento del amor. Siente lo que alguna fuera calidez en su interior y el conjunto terremoto-cardón-palpitaciones-náusea alcanza un nuevo nivel. Es cierto: él falleció. Sus emociones se mueven entre la bronca, la culpa y la autocompasión. Quiere dormirse y desaparecer para siempre, pero no puede ni lo uno ni lo otro.

Cuando él se le fue se le cayó el cielo encima. No podía concentrarse en el trabajo, no podía enfrentar el abismo al borde de la cama, no podía respirar. El terremoto y el cardón la acompañan desde entonces. Nada. No había nada que valiera la pena. No hay nada que valga la pena. Así que decidió abandonarse: dejó su puesto en la exitosa empresa familiar, dejó sus pasatiempos, dejó todas sus actividades para encerrarse en esa habitación de luz tenue. Tenía la esperanza de que al sustraerse de todo ese aire cargado de él podría volar nuevamente: se liberaría del dolor. Pero con el paso del tiempo los dolores fueron aumentando, llegaron la náusea y las palpitaciones. Llegó el brujo del olor a humo que le prometiera su libertad. Llegó ese mundo gris inquebrantable. Llegó esa muerte en la que aún respira: el vacío inmenso.

Desde el exterior aun se oyen indicios del trabajo de otros. ¿Cómo hace la gente para sobrellevar la muerte de los suyos? ¿Cómo hacen con el dolor? ¿Cómo llenan el vacío inmenso? Las líneas negras comienzan a ceder y el mobiliario vuelve a su lugar. ¿Cómo hace la gente? ¿A qué se aferran cuando no hay más tierra firme? En el vacío no vuela la paloma ¿de dónde viene este vacío? piensa Ariadna. Con el pensamiento empeoran cardón, terremoto, náusea y palpitaciones. No hay que pensar, sólo dormir. Dormir hasta el sueño eterno, se dice a sí misma mientras cierra los ojos.

La temperatura del exterior ya se deja sentir en la habitación oscura. Ella se levanta de la cama y al cerrar la ventana entra un haz pasajero de verano. Le duelen los ojos, se recuesta inmediatamente. La paloma no vuela en el vacío, insiste un pensamiento pasajero. ¿Pero cómo se llena el vacío? ¿Qué es ese vacío? Ariadna da vueltas en la cama, el estado de somnolencia no viene, y las preguntas se vuelven cada vez más punzantes. Finalmente se levanta y comienza a revolver entre los cajones de su mesita de luz. Su psicóloga le había sugerido una vez, después del incidente, que intentase escribir, que eso la ayudaría. Ella compró entonces un cuadernito de notas que terminaría guardado acumulando polvo y pelusas después de abandonar el tratamiento psicoanalítico.

De un cajón lleno de pasado saca Ariadna una libreta roja y un bolígrafo. La abre y contempla el blanco inmaculado de las páginas. Siente que el vacío se apodera de su estómago. Cierra el cuaderno provocando un ruido seco y lo arroja en la cama. Es el vacío, tiene que llenarlo, tiene que superarlo… ¿Cómo? ¿Qué hay que escribir? Desea profundamente que alguien le diga qué hacer, no lleva en sí ni semilla ni fuerza que pueda crecer.

Mira el rectángulo rojo que se recorta sin defectos sobre las sábanas del color de la oscuridad con que quiere llenar su habitación. Hay algo mágico en sus ángulos, quiere tocarlo, quiere abrirlo. Le pican las manos. Se acerca, lo acaricia como si buscase corroborar su existencia. Lentamente mueve la tapa para revelar el vacío de la primera página, toma la lapicera y comienza a dibujar una línea. Cardón, terremoto, palpitaciones y náusea se van perdiendo con cada nuevo trazo. El vacío comienza a ceder. El aire se renueva en la habitación, como si la brisa de la primavera hubiera venido a jugar. Ariadna siente que en un incipiente vuelo libre sus alas dividen el aire que la rodea.

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