I

La mañana en la que doña Martina sentó su mirada sobre el público era casi primaveral; durante la mañana de mayo, el frío recorría el cuerpo de sus alumnos; y, esa misma mañana, descubrimos que el silencio, el virtuosismo y el atrevimiento no eran propios de los académicos ni de las profesiones liberales a las que aspiramos. El bachiller criba su devenir en exámenes: taladra conceptos y escupe a los autores del romanticismo, analiza los componentes de una frase o define alguna palabreja.

Ya doña Martina, ya su voz grave para la docencia, ya su voz aguda para las reprimendas, había adquirido un cariz diferente para dar los buenos días. Buenos días, chorlitos. Yo acababa de desayunar en casa como el vanidoso que se mira al espejo y quiere ser más guapo: muy rápido, sin hambre, ansioso. Tenía una prueba para superar el instituto y luego lanzarme a la universidad. Allí, en la universidad y en las facultades, probaría los jugos frutales de la adolescencia mal avenida, los alcoholes servidos en vasos de plástico y los mestizajes de la praxis y la teoría. Pero había que aprobar. Aprobar y elegir el camino de los pávidos, de la insolencia del cobarde, al que todo le asusta, al que no toma decisiones, al que acarrea su miedo y no se nota. Y la nota dependía mucho de ella, de la señora Martina, y de ese examen.

Doña Martina, siempre ancha, tanto como sus explicaciones y sus caderas. Doña Martina, lectora con gafas apuntaladas sobre la nariz y fijadas con crampones en sus orejas; escondía unos ojos pequeños y negros, que se hacían aún más estrechos y redondos cuando quería focalizar la bronca en algún alumno desconsiderado con sus explicaciones.

Digo que, esa mañana de mayo, la prueba a resolver abría las puertas al futuro. Cómo si alguien tuviera las llaves del portón erótico del avance del tiempo, que desnuda los cuerpos hasta ponerlos delante de los espejos cóncavos. Por eso uno nunca sabe cuándo le llega el mañana, porque siempre tiene dos factores que dependen de su construcción y homologación; el primero, el pretérito, que esconde la rabia de los errores; el segundo, el presente, que visualiza la agonía del pasado mezclado con la ansiedad del futuro. Esa prueba era un trámite administrativo. Rellenar aquí, firmar allí y vuelva usted mañana. Pero no.

—Ustedes, cabezas de chorlitos, han creído que me gusta Bécquer —pronunciaba un seseo tosco, forzado y de andaluza venida a la Meseta—. Y yo odio sus rimas y sus angustias. Así que olviden lo estudiado.

—¿Aprobado general? —preguntaron dos alumnos que trabajaron el esfuerzo de copiar.

—¡Jamás! Superaran el curso los que consigan redactar una cuartilla sobre los porqués de su insistencia en aprobar.

—Pero… —intentó evitar el reto una chica que apuntaba a médico o arquitecta, o algo así.

—Ni pero ni leches. Una cuartilla bien justificada de cualquiera de ustedes bastará para aprobar al resto. Comiencen.

II

De Martina no he vuelto a escuchar nada. Ni de los cambios en el tono de su voz. Nos hizo sufrir… Solo en verano soy feliz. Bueno, en verano y en vacaciones. Escribo todo el rato sobre el tiempo que perdimos siendo tan jóvenes y lo escondo en un cajón. Cómo detener las efemérides. Escribo los porqués. Escribo y busco las vergüenzas, los estilos y las metáforas. Abuso de ellas y de las mentiras. De ese amor primerizo, liviano y estimulante. De esa amistad original, quebrada y pasajera.

De verdad que trato de encontrar una respuesta, Martina. Supongo que ya estarás jubilada. No encuentro muchas contestaciones a esa pregunta: ¿por qué debo aprobar? Porque, supongo, que he estudiado, aunque comprendo que la memoria caduca y que, ahora, tratar de hilar una historia más o menos estimulante, de esas que atrapan, es una aventura consistente en gritar contra las rocas. Nadie me lee. Y tú, Martina, ese día quisiste hacerlo. Nos quedamos mudos ante el folio, y el papel en blanco nunca da turno de réplica, no vuelve su cara de nuevo y ya no ofrece una segunda oportunidad al cobarde, que es en lo que se convierte uno cuando controla el impulso, doma el adjetivo y abusa del verbo.

No quería ser un mero escribano y acabé estudiando en la facultad de empresariales. Era como un tertuliano en una discusión sobre las pensiones. Seguro y triste. Pasaban las clases; y las chicas, por delante. Y yo escribía un poco por ellas, para asombrarlas. He escrito por la vanidad de saber que ellas lo leerán, que tú lo leerás, que eso que digo se entiende y así. Y aunque sea a ciegas, intentar parecer más guapo. Pero siempre iba todo muy adulterado y acababa guardado.

La acción, esteta. ¿Dónde está la acción? Estoy seguro que ya me habrías abroncado.

Supongo que seré un administrativo, que solo voy a redactar la vida numérica de la empresa. Y que tú, que ya estarás jubilada, habrás podido hacer eso que tanto te gustaba: leer libros con la portada forrada. Siempre imaginé que estabas leyendo alguna rima a escondidas. O al menos una de esas leyendas que tanto odiabas. Pues ya ves, así las cosas, estamos todos titulados. Unos más que otros. Pero yo siempre fui formal y cursi. Escribía como para pedir una hipoteca al banco, la baja de la compañía telefónica o una cita en un prostíbulo.

“Estimada Daniela: Hoy me he vuelto a fijar en ti en clase. Creo que estás realmente guapa. Me gustaría quedar contigo y hablar. Solo si quieres, de verdad. Un beso”.

Asimismo, no quiso. Lo intuí porque no hubo contestación. Un día me saludó.

Debo confesarte una cosa, la tenía tanto respeto como miedo. A ti. A ella. A contar lo que pasaba. Fui un mentiroso, un terco, un enamorado de mí mismo. Conque iba asegurando cierta estabilidad con la autocensura. Y el miedo, el miedo es algo que se debe tener a los policías, a los jueces y a los médicos. Uno no sabe si está enamorado hasta que consigue distanciarse, y en la distancia, una noche, empiezas a escribir y a dudar.

Cómo se duda en la noche. Llegas a dudar hasta de la mentira y la mentira es una cosa muy firme para el resto. Iba acabando la carrera, perfilando el currículo, olvidando a Daniela, a sus adjetivos, a su manía de no entender lo que escribo. Porque la osadía, Martina, es pretender que los lectores, los amores y los seguidores entiendan exactamente lo que quieres decir. Y yo no tenía ni lectores ni amores. Tampoco osadía, así que lo guardaba. ¡Vaya cosas pedías, Martina!

A veces, con cierto simbolismo, intentaba hacer poesía. Reconozco que era un poco por joderte, Martina. No hagáis poesía porque os salen unos churros, decías. Camión y corazón. Pues a mí me ha pasado uno por encima. O eso creo. No sé.

III

No era amor. Y vaya que si lloré. No por amor, sino por la falta de credibilidad y precisión. Puedo mentir y puedo escribir. Pero si miento y escribo, a la vez, se acaba engañado; o sea, además de haber sido una estafa, se acaba siendo un embaucador, una mentiroso. Y, Martina, yo no quiero ser una mentira ni un ánima.

Quién me mandaría empezar aquella carrera con tantos números. Ahora… Estoy en una capital de provincia. Trabajo en una gestoría. Me va bien. Me va. ¡Bah! Voy conociendo a gente. En la provincia la gente conoce a otras, las otras a estas, estas a aquellas; van creando vínculos, juegan al fútbol, comen torreznos en las terrazas y clavan sus miradas en los foráneos.

El año que ganamos el Mundial encontré el trabajo, la novia y el coche. Y llevaba un cromo de Iniesta en la cartera. Iba todo unido. El coche me llevaba al trabajo y el trabajo a la novia. Tenía unos ojos marrones como el barro y así fijaba su mirada cuando llegaba tarde a alguna cita porque había estado toda la noche tratando de hacerle algo. A ti, Martina. A ella, a Victoria. A mí siempre me gustó esa chica; dibujarla sobre los párrafos; coleccionarla a la luz del flexo; ceñirla al escritorio. No solía ser bueno. Tampoco malo. ¿Hay alguien? Estaba ella acurrucada en los motivos de mis desvelos y me levantaba todas las noches a intentar apaciguar el insomnio con una historia de ruinas. Lo siento, Martina.

Y acabó. Como todo lo que no tiene explicación. Como esa cuartilla por escribir. Como el álbum sin la estampita de Iniesta.

La provincia siempre está en punto y coma, que es la vacuidad del folio; y es un poco acabar para coger aire; de un soplido acabas en la capital, en el centro; ya no vas al cine, vas a musicales; ya no sales a la plaza, coges el metro; ya no compartes sábanas, vas a hoteles. Victoria tuvo que marchar a buscar un trabajo. En la provincia únicamente encontramos quehaceres la gente que sigue utilizando jerséis con cuello de pico. El resto tiene que huir porque dicen que se asfixian de presente. Y van a la urbe a crecer. A hacerla crecer. Y se vuelve todo voluminoso. Allí y aquí.

El día que rompimos no tenía a mano las cuartillas que guardaba y que nunca has visto, Martina. Y tuve que hacerlo, escribir en la puerta del baño de la cafetería del bar donde solía desayunar.

“Victoria, son las once y aquí cada día estamos más solos y viejos. Y vamos a tener que empezar a empadronar a esos pardales”.

IV

Había pasado más o menos un año desde que la provincia amplió su huida. Era una tarde de junio y el ocaso hipotecaba el naranja intenso al azul oscuro casi negro. Una nube tan vasta y pesada como un trasatlántico estaba a punto de naufragar. Y era el final del trimestre. Salí de trabajar tarde pero había una luz condescendiente con los asalariados.

Unas gotas gordas empotraron su precipitación contra la acera. Aceleré el paso como un corredor de marcha. Arreciaba la lluvia. Utilicé la cazadora que había cogido temprano por la mañana para cubrir la cabeza de esa agua que pronto iba a endurecerse. Con la mirada busqué un refugio en la avenida desprovista de balcones salientes y cornisas curiosas. Al fondo, una pareja resguardaba su figura bajo un paraguas. Iban despacio. La mujer agarraba su paso torpe al brazo de lo que supuse que era su marido. Al llegar a su altura, a su par, advertí que esa mujer ancha era conocida.

—Doña Martina. ¡Eres Martina! —no dudé.

—Esa voz suena a un cabeza de chorlito —dijo aguda sin girar su cara del horizonte.

—Sí. Fui uno de sus alumnos. ¿Cómo está?

—Estoy jubilada, veo lo que dice mi marido y siempre uso gafas negras.

Y yo: que lo sentía mucho.

—¿Tú? ¿Sentir? Si no fuiste capaz de escribir ni una cuartilla.

Apretó el brazo de su marido y aligeraron el paso al frente. Quedé bajo el granizo. Frío, dolorido, gilipollas.

V

Querida Martina:

Las tardes de junio y los reencuentros son… Ayer al preguntar… Daniela no quiso entenderlo. Victoria, sí, lo hizo: que era por ti, por orgullo, por anhelos de revancha, y por el tiempo que tardamos en reconocer lo que somos. Creo que nunca lo leerás, que ni si quiera sé si te lo voy a enviar… Que no lo aprobarías. Y que, tal vez, ya sea tarde para salir del vuelo etéreo del folio. Que tardamos mucho, muchísimo tiempo, en ser tangibles. Que el indulto es la pretensión de escribir desde la aridez del suelo y del arraigo de ver a esos mismos pardales cada tarde en el páramo. Aquí estamos todos un poco más solos y los cobardes nunca hemos sabido improvisar. Hace diez años que me pediste esto. Y, bueno, ya ves, sigo intentándolo a diario.

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