Hasta aquel día de principios de febrero, cuando el subconsciente la traicionó y habló en voz alta pronunciando un breve pero irónico comentario, el cuál fue tomado por sus compañeros “como chiste”, provocando risas y dejando de lado, por primera vez en su carrera profesional, al Señor en segundo plano, mientras todas las miradas de sus compañeros, se fijaban en ella. Tras ese instante se acercó a ella, pronunciando su nombre por primera vez, lo que le hizo dudar sobre su invisibilidad en la asignatura, con un tono grave y castigador le pedía que se pusiera en pie y explicará aquel comentario.
Las piernas le temblaban mientras lo hacía, los nervios le impedían hasta oír sus propias palabras, sólo sabía que su boca no paraba de hablar y que ello iba a conducir a un círculo vicioso donde todo era expresado mediante una leve, pero notoria tartamudez producida por el respeto y miedo que el Señor infundía. Efectivamente, entró en bucle, pero su boca se había expresado lo competentemente bien previamente para optar a una frase concisa y clara del Señor: ‘una buena perspectiva de la realidad, pero ni una más’. Se sentó y respiró normal de nuevo, pues había pasado su prueba de fuego.
Sin ser consciente de ello, ese episodio marcó un antes y un después en la vida del Señor, pues acababa de descubrir que aquella niña callada y despistada, no era quien aparentaba ser en aquellas cuatro paredes, que su verdadero carácter no era precisamente infantil, y que la timidez y el sonrojo de aquel momento no eran habituales.
La clase finalizaba, y al Señor se le encendía una llama pequeña nacida de la curiosidad, pues acababa de descubrir con aquella coletilla que había prejuzgado y fallado, algo que su ego no podía permitirse. Debía investigar para averiguar más sobre aquella misteriosa chica, en la cual él mismo creía que nunca se había fijado, pero sin saber por qué, sabía su nombre.
Los días pasaron y cada día la miraba más en clase, e incluso observaba sus aptitudes con sus compañeros y fuera del aula intentaba buscar una mirada de respuesta, de complicidad para dar pie a un acercamiento, una conversación para poder apagar esa llama. El Señor viendo que ese momento no llegaba, forzó el acercamiento, pues si algo tenía era poder para ejercer y mandar.
Tras una llamada, un suspenso y solo quince minutos, la chica se encontraba frente a él en su despacho, dónde esa situación límite le mostraría lo que ansiaba ver, la chica de la calle, sin temores, que él había intuido.
Esperaba poder deleitarse y disfrutar del momento, para ello encendió un cigarrillo y soltó el humo sobre lo que aparentemente parecía un pañuelo de la chica que inocentemente apoyó en la mesa de él. Mientras tanto, ella lo miraba impaciente por hablar y preguntar, pero su buena educación la frenaba y le pedía paciencia y tranquilidad. Tras darle permiso con la cabeza y mano para que se sentará, ella lo hizo y comenzó a hablar con un tono de seguridad y convencimiento de sus palabras que al Señor maravillaban y hacían que se preguntase aún más por la vida de aquella misteriosa chica. Ella esperaba con fe una respuesta positiva de lo que fue un monologo, pero de nuevo sólo recibió una frase concisa y clara, llena de arrogancia y soberbia.
Tras aquella contestación la injusticia rompió su cordialidad y guio sus impulsos, y estos se dirigieron hacia la mesa del Señor con fuerza para imponer, lo que en su criterio, era lo justo. Tras un golpe en la mesa, la chica ya no sólo mostraba seguridad sino fuerza y valentía frente a él, las palabras salían de su boca sin ser pensadas pero sí sentidas, no había cabida para tartamudez sino para imponer respeto. Tras soltar todo lo que había llevado dentro, se fue sin dejar oportunidad alguna a respuesta.
Aquella chica sin saberlo, le había regalado un reto para los últimos años de su carrera laboral, le había regalado un entretenimiento y una batalla que tenía que vencer, y por supuesto, su ego y soberbia no estaban dispuestos a perder.
Pasaban las semanas y se acercaba el verano, lo que suponía una ruptura de encuentros “casuales” durante meses, pero el Señor ya no se hacía sin ellos en su vida, sin poder contemplarla desde la lejanía del disimulo. Esta última era su principal cualidad, pues nadie de su entorno pensaba, ni tan si quiera se imaginaba, que este hubiera podido llegar a sentir algo por aquella misteriosa chica. El Señor, mentor de nombre y con recorrido académico excelente, tenía sus espaldas cubiertas. Unas espaldas que él mismo cuidadosamente había protegido en cada paso, en cada intento de acercamiento y sobre todo en cada palabra, pues para él era un juego fácil, metafórico e irónico en la mayoría de ocasiones, que incluso hacía dudar a la chica sobre sus pensamientos, sobre sus intenciones, que nunca habían sido tan claras hasta aquel verano.
Para perseguir lo que él creía que le pertenecía, el Señor tuvo que recorrer cientos de kilómetros, pues nunca su ego había aceptado una negativa y esta ocasión no iba a ser menos, aunque fuese inmoral e impropio.
Y allí se paró, frente a ella cómo un cliente más, fingiendo que jamás en su vida se habían visto, cuando en su mente llevaba meses y meses soñando con aquella cara, pues a lo que él llamaba amor, ella lo llamaba obsesión. Una obsesión que confirmó cuando ella misma escuchó tras ella, con ese tono imperioso y característico, que le atendiera y pusiera una copa. Las piernas le temblaban, como aquella primera vez en clase, mientras se giraba y comprobaba que era él, el Señor, sólo un mes antes de su vuelta a la tediosa rutina, que él se adelantó para poder verla, pues como había dicho en uno de aquellos encuentros, las casualidades no existen, sino se hacen.
La tenía frente a él, y de nuevo su galantería y astucia le hacían dudar una vez más de sí misma, su comportamiento quebraba sus esquemas junto con su moral, mientras que él se nutría de ello. Sólo minutos después de su llegada, consiguió abordarlas a solas, sin testigos, ni microfonías, sin nadie que pudiera molestar aquella charla privada que tanto tiempo llevaba en aquel ambiente, y que cada situación a la que ella se exponía, pedía a gritos tener.
Mirándose a los ojos hablaron por primera vez con claridad y sinceridad, el Señor le confesaba su sentimiento pasional como sí de un adolescente se tratara, mientras que ella negaba rotundamente cualquier tipo de sentimiento hacia él, pues lo que removía precisamente su estómago no eran mariposas.
Arriesgándose a un rechazo humillante se lanzó a probar el veneno de aquellos labios, mientras que ella permanecía inmóvil unos segundos por el shock, pero ya era tarde, la llama acababa de probar parte del fruto prohibido y querría más. La chica se apartó, reiterando de nuevo su negativa sexual y esta vez imponiéndose de forma agresiva hacia él, replicando que no hacía más que abusar de su posición de poder sobre ella, pues su futuro académico y profesional estaba en manos del Señor, y esté, como siempre reiteraba no perdía guerras.
El propio Señor sabía lo que aquel mismo día se había jugado, y de forma precisa y clara le decía: ‘Entre dos es un juego, uno más, y es una guerra’. Sabía de su miedo, sabía que ese gesto le acababa de costar un posible testigo dónde la chica acudiera a llorar y desahogarse, pues a pesar de la fortaleza que ella siempre le había mostrado con sus rechazos continuos, sabía que tras esa fachada de chica de hierro había una sensible, romántica en ocasiones, pero sobre todo una solitaria chica con un espíritu que pedía a gritos socorro. A pesar de esa brillante mente, su ego y su soberbia llamaban “amor” a lo que estaba cometiendo.
Consecuentemente, el Señor comenzaba a atacar al mayor pilar de la chica, a la mano que cada día conseguía ponerle la armadura para frenar los golpes. Comenzó desprestigiándolo, humillándolo y dándole golpes morales que aguantaba por su valiente chica, pues sabía que ella lo estaba pasando peor. La chica, sabía lo duro que era recibir todo aquello del Señor, no quería ni permitiría que sufriera tan sólo la mitad de lo que su alma estaba sufriendo, no podía perder ni ese apoyo moral ni esa amistad, pero sobre todo, no podía dejar que sufriera lo que no se merecía.
Y finalmente, su llama suciamente consiguió alimentarse y deleitarse, en aquel despacho dónde lo último que se escuchó fue al Señor sonreír mientras presionaba aquel pestillo, el cual le arrebataba a la chica el último sorbo de libertad y acentuaba su calvario, pues ni su fortaleza de la que él se enamoró, ni su fachada borde tenían ya fuerzas para poner freno a la pesadilla que tanto tiempo la había atormentado. Y entre aquellos documentos donde el desorden brillaba con luz propia, el Señor aprovechó para desnudarla lentamente, de tal manera que la llama nunca pudiera olvidar aquel día dónde una vez más, no perdía una guerra.
El tiempo pasó, su ego y soberbia siguieron siendo los mismos, mientras que el alma de ella había quedado en silencio, quebrada y nunca más volvería a brillar con luz propia, pues había destrozado a base de poder a aquella chica misteriosa y fuerte de la que se “enamoró”, y había dejado a la chica tímida, cordial y sumisa que en su día pensó y prejuzgó que era.
Ni él era ni un ángel, ni ella una santa, pero la vida les había puesto de nuevo uno frente al otro tras muchos años sin saber nada él uno del otro, y esta vez sí era ocasión de echar el pestillo, pero no de aquel despacho dónde ella jamás volvió a entrar, sino de aquella habitación de hospital dónde el destino le había hecho entrar a ella. En un principio, parecía ser por equivocación, pero después resultó ser que el Señor simplemente había ganado la batalla, mientras que ella estaba a punto de conseguir la victoria final.
No había duda que a pesar de los 10 años transcurridos, con 67 años él y 31 años ella ya, ninguno había olvidado aquel día, aunque el recuerdo era vivido de manera distinta por cada uno. Una sonrisa iluminaba su cara cuando la vio entrar en aquella habitación, ya vestido y listo para marcharse por su propio pie, le expresaba lo que nunca pensó que serían sus últimas palabras; ‘Te he extrañado, llevo años buscándote, tras aquel día lo único que he hecho ha sido pensar en ti, vivo por y para tu recuerdo’.
Si al verlo tuvo alguna duda sobre si su conciencia estaría sucia y sintiéndose mal, tras aquellas palabras su alma sabía que iba a hacer lo correcto, pero esta vez sin lágrimas, ni cordialidad, y sobre todo, sin temblor de piernas, pues ya no infundía respeto sino asco y repugnancia. Sacó de su bolso aquel abre cartas con el que, él había roto su ropa interior hacía diez años, aquel día en su despacho, pues la acompañaba a todas partes desde entonces para recordarle que aún estaba en guerra. Salió de allí tras observar la agonía del Señor unos minutos, y pronunciando, en esta ocasión ella, de forma concisa y clara: ‘gracias por la pesadilla, pero ni una más’.
Aun así, aquella chica que hoy está aquí derramando lágrimas de tinta, sigue teniendo las pesadillas le recuerdan cada noche cómo rompió la promesa que ella misma se había hecho en el inicio de aquella historia, cómo había vendido su alma y palabras, decepcionado a aquellos que finalmente le creyeron, había dejado de ser ella misma y se había convertido finalmente en lo que el Señor había querido, de nuevo e incluso desde su tumba, había vuelto a ganar la guerra.
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