8 de Diciembre, 1965, Bogotá D.C.
Cuando salí de su casa no tenía idea que llevaba oro en las manos.
Recuerdo a la perfección cada instante de ese día. Desde el momento en que me desperté con profundos deseos de extinguirme, hasta que me marche de la casa de Beatriz amando la vida. Después de aquella noche, el olvido ya no existe para mí.
Esa mañana de Noviembre me asaltó una insoportable soledad, eran las nueve y tenía tantas ganas de vivir como un preso inocente, mi única compañía eran un par de frutas podridas y una maquina de escribir, claro, y también me acompañaban mis sentimientos más bárbaros que se daban la mano para acribillarme. Todo consistía en mirar la lámpara del techo con ganas de llorar. No quería escribir, no quería levantarme de la cama, aun así lo hice y me dirigí hacia el espejo mientras mi cabeza daba giros violentos, el vértigo es algo que no me abandona. Recuerdo bien que tropecé con uno de mis zapatos y para evitar caerme apoyé las manos en la pared que rodeaba el espejo, oprimí un botón que estaba cerca, levanté la cabeza y observé distorsionadamente el reflejo de un rostro amedrentado. Indudablemente una riña de verbos.
-Vaya miseria Mario -Susurré.
Jamás me había sentido tan vacío. Tenía la obligación de remediarlo o afrontar una profunda locura. Fue la primera vez que la soledad me estalló a tal punto que el desespero me invadió por completo, hacia pequeños recorridos alrededor de mi cama, frazadas corpulentas reposaban sobre mi lomo, capas gruesas de lana y tela sobre mi piel y aún así me sentía desnudo. Después de haber dado más de quinientos pasos por todo el cuarto y de arañarme el pecho, decidí salir a distraerme de alguna manera, ir al lago de la ciudad era mi principal y única opción. Dicen que el agua brinda vida con tan solo estar cerca a ella, si eso es verdad, ese día quería empaparme hasta el alma.
–¿Las lágrimas no cuentan? -Me preguntaba mi sombra recién nacida recostada en el suelo, su madre era ese foco que derramaba ráfagas opacas que encendí sin razón.
– No es el tipo de agua que da vida, al contrario, se la lleva en cada gota -Le respondí.
Desayuné medio pan viejo con un poco de café sin azúcar. Poseo un habito bastante curioso, fumar cuando estoy nervioso, eran las diez de la mañana y ya tenía el humo de dos cajetillas de cigarrillos en mis pulmones. Mi sombra se reía de la miseria que se precipitaba mientras expulsaba humaradas cancerígenas. Me coloqué la ropa sucia que estaba en el suelo, un pantalón con cenizas en los bolsillos y una camisa rancia y escurrida. Me volví a mirar en el espejo, Falta poco para que el cabello también te abandone- decía la silueta tenebrosa, oprimí otra vez ese botón que paría claridad a medias y se esfumo. Lo sé, son muchos detalles de esa fecha, hago demasiado énfasis en cuanto a todo lo que pasó, pero no lo puedo evitar y tampoco quiero, tengo esa fecha retumbando mi psicología a tal punto que prendía la luz estando de día. En fin, descolgué el abrigo del perchero, tenía unos cuantos agujeros y olía a cadáver. Salí de mi departamento mientras pisaba hormigas y las colillas de los cigarrillos que me eran grata compañía junto al vértigo.
Eran las once de la mañana cuando iba camino al lago, el clima era glacial y sentía que mis sentimientos me torturaban más y más a medida que caminaba, ya no estaba mi sombra juzgándome, la asesiné pero sabía que volvería, la extrañaba. No habían personas deambulando, no los culpo, sólo yo estoy lo suficientemente neurótico para vagar por esas calles tan frías. Recuerdo a un perro husmeando en la basura de una vivienda y a un hombre haciendo lo mismo en los desechos de un restaurante, después de todo, los humanos y los animales no somos tan diferentes.
Me ubiqué justo al frente del lugar más magnifico del lago, pero el movimiento del agua no colaboraba, me ponía aun más lúgubre verlo ahí, inmóvil, sin vida, el lago se parece a mi, decía yo entre dientes sin abrir la boca ni el corazón.
Inesperadamente alguien me tocó el hombro por detrás, ¡la muerte!, pensaba emocionado. Pero no, era una antigua compañera de la universidad, cuando estudiábamos literatura hace ocho años, de todas las personas que existen, apareció la que creí jamás volver a ver. Mi contacto con ella en esos tiempos era muy escaso pero aun así logré reconocer esos preciosos ojos azules y esa larga cabellera negra como mi mirada, después de todo teníamos un color en común. Todavía no me hacía a la idea de despertar y ver mi reflejo en un espejo roto a pasar a verlo en dos espejos esféricos que disparaban destellos de vida. Recuerdo que me gustaba, verla escribir era una fiesta. Jamás se lo dije, antes era otro tipo de hombre, tenía cabello y esperanza.
-Mario, hasta un ciego se daría cuenta lo desalentado que estas, degenerado por la soledad, ¿te acuerdas de mí? -decía mientras bajaba la mano de mi hombro.
Y cómo no acordarme de ella, Beatriz Rojas, mi sueño hecho mujer estaba allí, dándose cuenta de mi crisis, compartiendo aire gélido conmigo. No lo podía creer.
-¡Beatriz, han pasado años! -dije un poco emocionado, cómo no estarlo- ¿Qué te trae por Bogotá?
-Me fascina la idea de tener que usar guantes y abrigo, además me trasladaron del trabajo, soy maestra de literatura. -decía mientras se frotaba los brazos por el clima- ¿Qué te trae tan muerto?
Recuerdo como esa pregunta se introducía dulcemente en mis oídos acompañada del viento. Fue una pregunta simple, pero fue mejor que escuchar los prejuicios de mi sombra, mucho mejor.
-Es complicado de expresar mujer -dije mirando hacia el suelo- muy complicado.
-¿Que tal si me lo intentas expresar esta noche? -dijo mientras sonreía y me llenaba los ojos de libertad. Era la primera vez que las preguntas me agradaban más que los argumentos.
Después de esa cálida conversación acordamos de vernos en su casa que era cerca al lago, para cenar. Sentía como mis sentimientos estaban celebrando. ¡Por fin! no más penurias nocturnas ni café sin dulce, al menos por esta noche, gritaba en mi mente, estaba feliz. La felicidad habría remplazado la ausencia de ilusiones.
Regresé al departamento a esperar la noche, como todos saben, entre más se anhela que el tiempo corra rápido más eterno se hace. Eran las dos de la tarde y sus palabras se paseaban por mis venas, tomé sopa ,que por cierto, sabía espantoso pero lo que acaba de ocurrir compensaba hasta comer heces. Lo recuerdo bien, todo ese día lo recuerdo muy bien. Lo que me gustaba de mi habitación era su humildad y su enorme ventana. Encendí otro cigarrillo y me senté al frente del cristal a apreciar las nubes, sus formas deformes y colmadas de lluvia, semejantes al humo que circulaba a mi alrededor. Por primera vez en mucho tiempo hablaba maravillas de las cosas que a diario eran un tormento, un martirio. Tengo que admitirlo, ver a Beatriz me restauro el concepto de belleza.
Recuerdo que los segundos eran horas, el reloj movía sus manecillas paulatinamente diciendo Calma Mario, solo falta que el sol emigre.
Tomé una ducha aunque el agua estaba helada, se deslizaba por mi piel diciendo Mario, nunca vuelvas a subestimarme. Desde que charlamos el tiempo y el agua hablaban, ¡Que mágica eres Beatriz!. Me retiré esos trapos sucios y me coloqué una camisa de mangas largas que combinaba con la sonrisa que ella me pinto en la cara. Ya solo faltaba una hora para ir a la casa de Beatriz, me dio la dirección así que llegaría sin ningún inconveniente.
Quedamos de vernos a las siete. En mi trayecto hacía allá no presté atención al recorrido, me sentía como un niño que despierta y va corriendo a abrir sus regalos en navidad, como un preso recuperando su libertad. Llegué muy puntual, era una casa preciosa, sencilla y acogedora a primera vista. Su interior debe ser un espectáculo, pensaba emocionado. Pulsé el timbre y ella salió después de un minuto, aun me acuerdo.
-Buenas noches Mario -dijo sonriendo. Se veía hermosa con ese vestido violeta.
Vaya maravilla ver sonreír a una mujer, vaya maravilla ver sonreír a Beatriz.
Recuerdo que le respondí con tres palabras tan sinceras como un hombre ebrio.
-Enserio me salvaste -dije mientras me temblaban las piernas.
Platicamos bastante allí en su puerta, conectábamos como dos enamorados, después de todo éramos un par de escritores solitarios. Entramos, y como lo había imaginado por dentro la casa era un palacio. La cena que preparó olía delicioso, me sirvió una copa de vino tinto y mi tristeza ya había desaparecido.
Recuerdo que transcurridos varios minutos de sostenernos las mirada sin decir nada, dejé de comer y me acerqué a ella. Era un momento de película. Le recitaba poemas que fluían a medida que la iba mirando, el vino se mezclaba con mi sangre, podía sentir el delicioso sabor de esa bebida deshaciéndose finamente en mi boca, era mucho mejor que el café sin dulce, aunque, sus labios deben saber mejor, pensaba mientras el corazón delataba mi dicha con sus latidos. Lo que mejor recuerdo y jamás olvidaré es el instante en el que me acerqué a sus labios y me incrusté en su vista. –Nunca había visto el mar tan cerca -recité, sus pupilas crecían llenando casi por completo el iris color cielo de sus ojos. Era un paisaje, darle un beso y destruir mis miedos era definición de vida. Soledad había muerto y la comida se había enfriado.
Me había convertido en una persona totalmente diferente a la que se despertó esa mañana de Noviembre. Es increíble como el corazón pasa de estar desierto a estar abarrotado de amor en cuestión de horas. El tiempo fue diminuto pero el sentimiento enorme y ahora amo el agua y todo lo que al agua se parezca.
Cuando salí de su casa no tenía idea que llevaba oro en las manos, el recuerdo de su piel. Eran las once de la noche y no caminaba, volaba cuando iba camino a mi departamento.
Sin duda, la suerte me hizo el amor.
Recordar, recordar, recordar. Es lo que ese día me enseñó. Detalles sobran al describir aquel ocho de Noviembre. Ha pasado exactamente un mes y soy un hombre nuevo que escribe cartas a las siete y media de la mañana mientras ella duerme. Le leeré esto en ese santiamén donde los párpados se abren y lo primero que vea sea mi boca escupiendo sueños.
Esta casa no tiene ventana, pero no hay mejor ventana que su alma.
Gracias a ti Beatriz, olvidé olvidar.
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