El concurso está dirigido a participantes jóvenes de hasta 35 años y yo todavía tengo 34, espero estar dentro. En dos semanas tendré 35 durante otro año entero. Después, ya no seré joven nunca más.

Bien pensado, si analizamos el nombre del concurso, «XI Premio Joven de relato corto», una nueva verdad emerge. Es el premio el que es joven, no yo; lo mismo que es el relato el que es corto, y no yo. De hecho, si me muero hoy o mañana, mi esquela seguramente no dirá La Joven Nosequé, sino La Señora Doña Tal. Bien. Dos eñes es el mínimo de eñes que debe figurar en mi esquela.


Es sábado por la tarde y estoy haciendo la compra; peso naranjas. Me giro para colocar la bolsa en el carro y descubro que este ha desaparecido de mi lado. En su lugar hay otro carro, lleno hasta arriba de cajas de zumo de tomate; todas de tomate. Pienso que los estarán reponiendo y se me antoja un vaso de zumo de tomate frío, así que extiendo el brazo para coger uno, y de pronto aparece ante mí, como salida de la nada, una anciana pequeña de cara redonda y pelo larguísimo. Agarra firmemente el manillar de un carro y lo empuja con fuerza hacia mí a la vez que atrapa el de las cajas de zumo de tomate, en un fugaz intercambio de carros. Seguido me mira, sonríe, y desaparece entre otros carros, cestas, y puestos de fruta y verdura. Contemplo el carro con el que me he quedado, intentando dar una explicación a lo que acaba de pasar. Compruebo que el carro es el mío, y me dirijo a la sección de zumos a satisfacer el capricho que la anciana y su carro lleno de zumo han provocado en mi, pero no hay en el estante ni una sola caja de zumo de tomate. Pregunto a una chica que trabaja en el supermercado a ver si tienen más en el almacén, pero «no habrá más zumo de tomate hasta el lunes; una señora acaba de llevarse todo«. Cojo uno de manzana, pago la compra y me voy a casa.

Dejo las bolsas en la cocina, saco el zumo de manzana y me sirvo un vaso. Lo acompaño con un cigarro, y saboreo los dos mientras pienso en el egoísmo de esa anciana que no ha dejado ni una sola caja de zumo de tomate. «Es demasiado mayor como para tener un ultramarinos donde vender todo ese zumo, y aunque lo tuviera, me parece muy poco ético dejar al resto de clientes sin zumo de tomate. Un súper no debería hacer venta al por mayor. Cómo son los viejos de huraños, qué cosas, qué rarezas.»


Es domingo por la mañana y estoy desayunando pan con aceite y mucha sal. Suena el teléfono de casa y lo descuelgo sabiendo que es mi hermano; nadie más me llama al fijo ya. Está preocupado: las hijas, las notas de las hijas, las matriculaciones para el año que viene, los campamentos, las extraescolares. Le digo que es un buen padre y que sus hijas son estupendas pero parece que no le alivia demasiado. Me ofrezco a llevar a mis dos sobrinas al cine esa misma tarde; eso le alivia más. Comienza una nueva retahíla de quejas dirigidas a su ex-mujer que yo oigo pero no escucho porque, si la escuchara, tendría que darle mi opinión, y hace tiempo que me dejó claro que no tenía ningún interés en saberla. Así que mientras él habla, yo anticipo, en silencio, mis futuras rarezas seniles. Me imagino insultando al médico que pretende restringirme la sal, untándome mantequilla en la cabeza para no quedarme calva, pintándome las uñas por fuera. Vuelvo a conectar con la voz de mi hermano:

«…no les compres muchas palomitas, que luego no cenan. Yo llegaré a casa sobre las ocho y media, pero bueno, tú ya tienes llaves, así que luego te veo. Te dejo, que hay aquí abajo ambulancia, policía y de todo, creo que se ha muerto un vecino, a ver si me dejan pasar. Gracias por todo.»

Cuelga sin decir adiós. Siempre lo hace. Vuelvo a mi desayuno y, cuando paso por la cocina, veo que las bolsas de la compra de ayer siguen llenas, esperándome, encima de la mesa. Decido anteponer mi desayuno; nada de lo que hay dentro de las bolsas puede ponerse malo por pasar unas horas fuera del frigorífico. Otra vez pienso en la tercera edad hacia la que camino. «Yo no voy a resignarme a una vejez cualquiera, y no pienso dejar que la muerte me espere escondida debajo de la cama o detrás de la puerta. Yo decidiré cuándo me voy. Me ahogaré en un precioso arroyo con flores. Como Ofelia… »


Voy en el coche con mis sobrinas, camino al centro comercial. Me cuentan chistes que han aprendido en la escuela. Los mismos que yo aprendí en la escuela y que seguramente mis padres aprendieron en la escuela. Me pregunto cuántas veces se habrá contado a lo largo de la historia el chiste del perro que se llamaba Mistetas, y si se habrá extinguido alguno de los que yo contaba de niña. Finjo que no entiendo un chiste de muy ligero contenido sexual y disfruto viéndoles compartir una risilla cómplice por el retrovisor. Cuando les pregunto por la película que quieren ver, descubro que no quieren ir al cine, y que nunca han estado en una bolera, así que vamos a la bolera. Es larguísima la lista de historias que pueden contarme a lo largo de una tarde y espectacular su pericia hilándolas todas. La verosimilitud de sus relatos se me hace secundaria, me importa bien poco.

Estaba toda nuestra calle con ambulancias y policías. Yo creo que había hasta un detective, o un espía, algo de eso.

– Papá nos ha dicho que igual se había muerto alguien, yo creo que el follón estaba en la puerta de la Monti. Tía, ¿tú sabes quién es la Monti?

Ni idea. Cambio de tema porque no me apetece comentar la crónica necrológica con dos niñas cuya excitación va incrementando a medida que ahondan en el morbo que siempre ha generado la muerte de una vecina. Jugamos a los bolos, nos reímos, y comemos suficientes palomitas como para no cenar en una semana.


En casa de mi hermano y cuando ya estoy de pie y a punto de irme, mi hermano me retiene para contarme el suceso vecinal con todos los detalles que le ha proporcionado una amiga suya que es policía municipal. Mi desinterés instiga su entusiasmo; van a salírsele los ojos como los abra más.

«Increíble, es increíble. Ya es raro que una persona tan mayor se suicide, ¿no? Y que lo haga ahogándose en la bañera, es como de novela negra. Pero que en vez de agua, se ahogue ¡en zumo de tomate..! ¡Litros y litros de zumo de tomate!»

Vuelvo a sentarme.


Otra vez estoy en mi casa. Monti. Es ella, de eso no hay duda. Monti, ¿qué nombre será ese? Monti, que ha decidido que hoy se iba y se ha ahogado. Como Ofelia…

Ayer en el súper, Monti me miró y sonrió. ¿Vería mi cara realmente? ¿Pensaría algo sobre mi aspecto? Tal vez «qué ropa tan rara», o «qué ojos más bonitos», o «las jóvenes de hoy en día no saben elegir naranjas». Me imagino diciéndole a Monti que sólo me queda un año y dos semanas de ser joven. O que ni eso. Que seguramente ya no lo soy. Este no-accidente tiene un efecto purificador en mi, al estilo de las más célebres tragedias griegas.

Vacío las bolsas de la compra, y cojo el zumo de manzana para servirme un poco. El tapón está muy duro, como sin estrenar. El precinto de plástico está intacto. Juraría que ayer bebí de este zumo. Miro la caja. Es zumo de tomate.


Es lunes por la mañana y paso por el quiosco que hay de camino al trabajo. Entro y compro el periódico. No por el último escándalo político, no por el partido de fútbol ni la carrera de motos, ni por los terremotos, incendios e inundaciones. Abro directamente por la página 35, y ahí está:

La Señora

Doña Montaña Cabañas

Cierro el periódico con una sonrisa. Cuatro eñes en su esquela.

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