Ella bajó lentamente la cabeza, estaba notoriamente incómoda, jugaba una y otra vez con los dedos de sus manos, sus ojos vidriosos se perdían en cualquier parte, de seguro quería irse.

Han pasado como veinte años ¿Sabes?– balbuceó con un fino hilo de voz, como si quisiera tragarse las palabras para que éstas no salieran nunca- Y… Bueno, todavía hay cosas que me dan miedo, aún hay miedos que no logro exiliarlos por completo, todavía tengo varios pavores atados al saco de emociones que uno tiene en el cuerpo, los arrojo lejos con fuerza, con la esperanza de que algún día se marchen para siempre, pero los muy malditos se regresan, al parecer aprendieron el camino de vuelta a casa.

Ella miraba a través del ventanal ancho de la sala, de seguro intentaba ocultar las finas lágrimas que caían de sus pómulos marcados, pensaba que mirando bordados y flores camuflaría su tristeza, pero no se puede, no se puede…

¡Los miedos son para enfrentarlos, mujer!– dije con fuerza

Pero ella se quedo quietecita mirando flores, sin pensar, sin decir nada, apagó los sentidos por completo. Y yo me quedé allí pensando ¿Por qué las mujeres serán tan cobardes? ¿Por qué las mujeres son tan extrañas? ¿A qué le temen?

Nicole ¡Despierta!– dije.

Y, Nicole movió su cabeza, paso su mano por su despeinada cabellera, se acomodó lentamente el chaleco, así de poco en poco, de movimiento en movimiento, volvió a tener vida, a cobrar forma, pero su espíritu seguía intranquilo, sus ojos marrones estaban más furiosos que nunca, ella era una tormenta, le llovían las emociones, toda ella, desde los pies hasta el alma, era un desastre.

Nicole Jara, era una mujer diminuta, microscópica, pero demasiado alta para ser una enana, tenía los dedos tatuados con puntos y curvas inverosímiles, los ojos y labios pintarrajeados con maquillaje de pésima calidad, el cabello largo, de tonos extravagantes, revuelto, como si no se peinara en días. Su ropa era otro tema, a veces provocativa, otras muy conservadora, vestía de colores grises oscuros y bototos color marrón. No sonreía mucho, era seria, había una cortina de hierro invisible entre nosotros, tampoco hablaba demasiado, respondía con monosílabos o metáforas sacadas de quién sabe dónde. Ella me daba por idiota, lo sé, y sinceramente yo a veces también.

Me iré, me cansé de toda esta mierda– dijo ella.

Nicole estaba molesta, observé con paciencia los apuntes en mi cuadernito de escribir, pero no había nada relevante escrito en él, “Ella es rara” decía. Entonces, no supe qué hacer, ella no podía irse, no debía irse, no tendría que irse, aún no acababa la hora, los 3600 segundos… Yo los contaba en mi mente, llevábamos 1232, 1233, 1234… ¡Ay, nos quedaban tantos segundos!

Ella no podía irse, no podía irse…

¡No puedes irte!– grité.

Me das asco Cristóbal…- jadeaba con un pequeño, pequeñísimo hilo de voz que se desvanecía en la nada…

Nicole no quiere llorar, pero llora, los chorritos de vida caen por sus mejillas, todo lo rompen, todo lo dañan, destruyen al mundo, a la gente mala, a los malos recuerdos, a esos malditos fantasmas.

-Nicole es fuerte como un roble, no es como Cristóbal, al pequeño Cristóbal se le enredó la vida a los ocho, cuando mamá decidió tomar veneno para ratas, cuando mamá mezclo agua con ese jodido polvo asesino y sin pensarlo dos veces lo bebió; se le reventaron las tripas, vomitaba sangre, bilis y humo, se le volaba la vida entre llanto y gritos de dolor. Mientras, Cristobalito escondido bajo la mesa de la cocina observaba, lloraba, cerraba los ojos con fuerza para despertar pronto, pero no pasó nada…Tampoco despertó en el hogar de menores, ni cuando lo golpeaban, ni cuando sus compañeros de mayor edad lo violaban… Cristóbal no despertó nunca- Susurraba Nicole bien bajito a los oídos del médico, susurraba suavemente, ocasionando giros molestos con cada una de las malditas palabras que salían de su boca –No, no, no, no, no– comenzó a gritar Cristóbal –No, no, no, no- conectando con ese gemido, con ese chillido desgarrador los mundos, esos mundos que lo ayudaron a sobrevivir durante todo este tiempo… De pronto, un terremoto dantesco comenzaba a originarse en los dedos de sus manos, subía rápidamente por los nervios de sus brazos haciendo giros molestos a lo largo de las líneas de su cuello, subía, sentía ese temblorcito destruyendo los huesos de su rostro, desde lo más profundo de ellos hacia afuera, atravesándolos, cruzando el fondo de las cuencas de sus ojos hasta por fin salir a la superficie, a tomar aire. Méndez lloro, pero no lloro como la gente común tiende a hacerlo, Méndez lloro sin lágrimas, lloro su alma.

¿Doctor? ¿Cristóbal? – Suena a lo lejos, con una voz dulce y clara- ¿Está usted bien?

Entonces el joven despertó, abrió los ojos y se sacudió las mentiras de la mente, dejo volar los fantasmitas que decoraban sus días desde hace tanto tiempo. Bajo la mirada lentamente, observando cada uno de los dedos de sus manos, el cuaderno azul de su escritorio, las malditas fichas clínicas, los post it, su bolígrafo faber castell. De pronto, las falanges de sus dedos tomaron vida propia, rumbos inesperados enredándose entre sus pestañas, se restregó los ojos con fuerza, fijando sus pupilas en aquella mujer regordeta que tenía sentada al frente.

-¿Está usted bien doctor?- dijo Nidia, la paciente gorda con trastorno bipolar que asistía a la consulta del afamado doctor Méndez, psiquiatra estrella de la ciudad de San Petrizzio.

Cristóbal permanecía inerte, estaba ido, definitivamente no estaba en este plano. A lo lejos la gorda tendía su mano para ofrecer un té exageradamente azucarado, pensaba que quizás así los signos vitales del médico volverían a su sitio, pensaba que sólo así podría salir de ese jodido trance, pero ella ignoraba, Nidia no sabía que los glúcidos no sirven para aliviar los dolores del alma, exiliar las vergüenzas, ni curar las fisuras irreparables del corazón.

Entonces, repitió una vez más – ¿Está usted bien?

Carbamazepina– balbuceó Méndez a media lengua- mantendremos las mismas dosis de carbamazepina

La gorda levantó su monumental figura del sofá de cuero marrón, la grasa de sus caderas se desplazaba de lado a lado con cada uno de sus pasos, se aproximó al escritorio del médico e hizo un ademán con su mano para despedirse, pero Méndez tampoco se dio cuenta de eso. Nidia retrocedió avergonzada, sus mejillas se colorearon de un rojo intenso, sus manos de seguro comenzaron a sudar más de lo habitual porque comenzó a frotárselas de forma enfermiza sobre la panza –Gracias– finalmente dijo y se fue lentamente contorneando su gigantesca silueta de un lado a otro.

quedan 936 segundos…– escuchó a lo lejos los zumbidos molestosos de la mujer, de Nicole: sus jodidos murmullos, sus venenosas palabras.

Un frió penetrante se le asentó en la nuca, comenzó a recorrer su cuerpo, sus toscas manos, sintió el temblor causando estragos por todos los lugares: por aquí, por allá, por todos lados dolía. El miedo y la angustia que se apoderó de él fue indescriptible, le temblaban las piernas y los dedos gorditos de las manos, y el dolor… ese maldito dolor. Cristóbal sintió un crujido en el pecho, en el abdomen, un hielo frió ascendiendo por el raquis, por todas partes, entonces supo, supo que se le había roto algo dentro…

Se echo para dentro un trago de saliva más hondo de lo normal, cerró los ojos y aplasto con fuerza sus orejas gigantes -932,931,930- se seguía escuchando , como un susurro fantasma que quedo preso en su mente. Mientras, un hilito de agua caía lentamente por sus mejillas.

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