El hombre está hecho un lío. Camina sin ganas, pero muy rápido, esquivando a la gente, procurando que su paraguas casi roce los hombros de los paseantes, que toque las cabezas de los turistas, que no tienen ni idea de lo que pasa, de la amenaza que se cierne sobre ellos. Bueno, amenaza, es sin duda una palabra exagerada, porque el hombre no es para nada amenazador. Todo lo contrario. Es más bien bajo, de cara redondeada y lentes gruesos. Por eso es difícil que alguien note su enojo o que recorre las calles como llevado por un viento de ira más grande y más fuerte que él. También es cierto que la gente no puede darse cuenta de estas cosas a primera vista. ¿Cómo va uno a suponer que el chico que cruza la calle apresurado es en realidad la encarnación de la rabia? No hay forma de saberlo porque estos trances conciernen únicamente al poseído y a un reducido círculo de allegados. Casi siempre, cuando estas cosas se personifican el resultado no pasa de ser una escena doméstica, sin importancia. A veces, en cambio, la cosa se complica, se desborda, torna a la desmesurada.
Dándole vueltas a su problema entra el hombrecito hecho una fiera al supermercado. Ha entrado por inercia a este sitio y no está preparado: ha olvidado la tarjeta de fidelidad, no tiene cambio para sacar el carrito, no sabe muy bien qué ha venido a comprar… Ha entrado por costumbre: las dos plantas del edificio han sido integradas en el trayecto mental de su paseo de la tarde, ese con el que espera tomar un poco de aire y olvidarse de una buena vez por todas de lo que sea que lo tiene trastornado.
Ha sido una pésima idea. Está confundido, se mueve por los corredores como si los descubriera, como un ratón al que unos científicos dejan entrar por primera vez a un laberinto para hacerle algún test de comportamiento y luego sacrificarlo. No entiende nada de lo que pasa a su alrededor. Las estanterías brillantes, la música siempre a un volumen que no permite ignorarla del todo, los colores estridentes de los afiches, las diminutas pantallas con los precios de las cosas: todo, absolutamente todo se le hace nuevo y horrible. Ver cada uno de los productos puesto impunemente en su lugar lo desconcierta y alimenta su rabia.
Por supuesto, todo esto es una consecuencia de su estado de ánimo: nada es nuevo allí, es la misma tienda en la que ha hecho sus compras durante años. Si se hubiese encontrado por circunstancias extrañas y muy difíciles de explicar, participando en un programa de televisión fatal, en el que al perder una prueba cualquiera se perdiese en realidad la vida, y para salvarse y ganar el premio mayor (un carro o algo por el estilo), tuviera que encontrar con los ojos cerrados una serie de productos en los corredores de ese supermercado, se habría sentido confiado, habría sonreído aliviado. Ahora merodeaba como un desquiciado con la canasta en la mano, moviendo la cabeza de un lado a otro bajo la luz blanca de las lamparas de neón, buscando vino en la sección de lácteos.
Afuera llueve. Es una llovizna que parece haberse instalado hace siglos. Adentro la ira ha ido mezclándose con el fastidio, con la confusión y la peligrosa proximidad del otro. Bebes gritando desamparados en coches inmensos como palacios rodantes que casi no caben por los pasillos, cada vez más estrechos, más llenos de latas de conservas, de paquetes de galletas importadas; parejitas modernas, andrajosas, hurgando con asco y arrogancia las canastas de verduras, llenando los carros de estupideces orgánicas; ancianos cojeando frente a los estantes, bloqueando la vista, existiendo ruidosamente en la nuca de los demás. Todo esto tenía que presenciar nuestro joven protagonista y con todo tenía que lidiar al tiempo. El insoportable mundo de afuera más el caos abrumador de una idea fija que impedía que le llegara suficiente aire al cerebro.
Si hubieran escrito su historia hace dos siglos a lo mejor el clima hubiera correspondido con su estado de ánimo. A lo mejor la naturaleza se hubiera visto afectada por su descontento y las descripciones de una tormenta eléctrica acercándose y de ventarrones que arrancan los techos de las casas se habrían extendido por varias páginas. Pero lo que sucede ahora, la lloviznita primaveral y el vientecito que la acompaña, son fenómenos aislados, coincidencias. Pero este azar desafortunado deja muchas puertas abiertas al que cree en los designios del destino y en la voluntad caprichosa de los dioses. No es que sea probable, pero sí posible, que nuestro héroe fuera no ya responsable del mal clima, sino más bien incitado por el clima mismo a enfurecerse hasta llegar a ese estado de ruptura con la realidad en el que se encuentra mientras hace la fila para pagar. Podría afirmarse, sin temor a exagerar, que en este universo, del que él es el centro, todo, el cosmos entero con sus agujeros negros y supernovas, se ha confabulado en su contra.
Esta es la visión sesgada de un narrador que se ha encariñado con su protagonista. Es cierto. Porque también es posible que la mala onda cósmica sea una cosa destinada a más de un individuo. En este universo, el universo es un hijo de puta y se dedica a momentos infames a un grupo de gente escogida al azar o escogida bajo un criterio de selección complejísimo que solo podrá ser entendido con operaciones matemáticas aún desconocidas. Esto rige las fuerzas de un universo que se toma por deidad intervencionista y que dedica el tiempo libre a bromear, a estropear las rutinas de unas cuantas criaturas diminutas en un pedazo de roca que flota perdido en el cosmos de su ser infinito como un espermatozoide en un pañuelo.
Podemos pensar que en ese mismo supermercado en el que se encuentra nuestro personaje, haya otros elegidos como él, que él no sea el único perdido en una nube de furia y desazón. No es una perspectiva optimista, claro: una cosa es ser escogido por un ser superior, y otra muy diferente saber que uno no es el motivo central de esa intervención divina. Esta sensación de fundirse con el común de los mortales contribuiría sin duda a la destrucción psicológica del individuo. Pero por ahora, ninguno de los elegidos se ha dado cuenta y siguen dando vueltas alrededor de las botellas de whisky o haciendo la fila para poder salir. Así se encuentra el niñito enfurecido que andamos siguiendo.
Ha comenzado a poner sus compras en la diminuta cinta transportadora. Todo se le hace absurdo. Siente que no tiene ninguna necesidad de la botella de vino, de las tijeras de cocina o de las dos cajas de cereal en oferta. Siente que la existencia misma de la tienda, a esa hora, en esa ciudad, bajo ese cielo, es una cosa no solo inútil, sino perniciosa.
–Buenas.
Saluda y ve cómo los productos se mueven hasta la cajera. Son menos de cincuenta centímetros y sin embargo parece que la mediación mecánica es imperativa, que nadie sabría que hacer si la dichosa cinta no funcionara. Seguro se haría una fila interminable, mientras el cliente y la empleada procuran sin éxito resolver el misterio de las compras estáticas que no obedecen al botón. Sería sin duda el preludio de una escena horrible, de una revuelta absurda.
Entonces siente el golpe en el pie. Es una canasta. Su canasta, la que ha dejado en el cuelo antes de pasar a la caja. Es la paranoia, piensa, recordando todos los malos días anteriores en los que pareció que el lo atacaba. Los artículos siguen pasando aunque el sabe que no tenía más de tres cosas. Mira aterrado hacia atrás buscando ayuda, buscando con la mirada a alguien que le diga que todo ha sido un error, que no está pasando lo que sea que le está pasando y que puede seguir con su vida. Lo único que encuentra es la figura de una mujer en un abrigo rojo. Un abrigo rojo en plena primavera. Es una prenda extravagante, anacrónica. La vieja no lo mira, él tiembla. Intuye que se ha topado con una criatura rara que puede empeorarlo todo. «Otro regalo de la providencia».
Avanza y comienza a meter las cosas en la bolsa. Es una operación difícil porque le tiemblan las manos y sabe que hay gente esperando. No solo está la vieja, las filas se extienden hasta la sección de carnes. Es la hora pico. Es lunes y ha sido un fin de semana largo, la gente está intentando olvidarse de lo que viene, concentrándose en el recuerdo de las horas pasadas bajo el sol durante. Pero no se puede porque la fila se alarga y no avanza y al extenderse el tiempo lo que se va viendo es el futuro, la hipoteca, los préstamos, el trabajo horrendo, los impuestos vencidos. En la caja, nuestro hombre, ya desesperado, no logra abrir la maldita bolsa de plástico. Entonces siente de nuevo el golpe, esta vez más fuerte. La canasta de plástico le ha dado casi en la rodilla y ha caído al suelo.
La vieja saca frascos y cajas de un carrito y las tira en la cinta. Él la mira y ella lo sabe.
–¿Algún problema?- pregunta él, sin poder controlar el volumen de la voz.
—Ninguno– responde con una mueca la anciana.
–Son treinta con cincuenta– interviene conciliadora la cajera. Lo que quiere decir en realidad es «déjelo así, señor, no vale la pena». Pero ya es muy tarde.
Empuja la canasta con el pie hasta que choca contra la bota de la vieja. Lleva unas botas de invierno recién compradas. Esto lo exaspera. La vieja lo mira y le grita algo que él no entiende. Los demás clientes los miran. Es entonces que se acerca hasta ella, sin decir una palabra, aturdido por la voz de la mujer que no para de injuriarlo. No puede respirar. Toma las tijeras nuevas, las dos hojas de acero aún atadas, y las clava en la garganta de la vieja.
–¡Cállese!– le grita, aliviado pues el aire vuelve a llenarle los pulmones.
Los demás lo miran. Toma de nuevo las tijeras. Las saca llenas de sangre del cuello de la mujer que yace en el piso y que aún se revuelca sobre el charco de sangre. Parece que sigue gritando, pero ahora es un grito mudo. No se está quejando: todos pueden ver en sus ojos el odio. Sigue insultándolo. Por eso nadie dice nada cuando las tijeras vuelven a enterrarse en el cuerpo de la anciana, esta vez en el costado, un toque bíblico a la historia.
Hasta ahí todo parece normal. Solo cuando el asesino novato levanta la cabeza y ve en las caras de los demás un gesto familiar, se da cuenta de lo que va a suceder. Un hombre se acerca, tímido y le pega al cuerpo una patada insegura. Al ver que aún se mueve un poco, repite el movimiento, peor con más fuerza. A éste se le suma otro que hace lo mismo. Una mujer de viente años llega de pronto con una botella de champán que revienta en la cara de la anciana. En pocos segundos son todos los clientes los que se lanzan contra el cadáver de la mujer. Se revientan cristales, caen cajas, alguien la golpea con un carrito de mercado, haciendo gala de una fuerza y una voluntad admirables. No pasa mucho tiempo antes de que el traje rojo, y el cuerpo que cubría se hagas irreconocibles. Algunos ríen a carcajadas y otros siguen ensañados contra la carne desgarrada cuando nuestro joven protagonista abandona la escena con las dos bolsas al hombro.
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