La sensación de un latigazo eléctrico golpeó su cabeza y descendió por su espalda como escalofrío. Sus ojos comenzaron agitarse —están en todas partes —cada vez más rápido. Cada vez más cerca.

Del eje. Nuestro eje: Dante… Dante… Dante

Dejó caer los párpados, respiró profundo y contó del uno —Dos, tres, cuatro—al diez. Abrió los ojos.

Senador, ya casi llegamos

Miró por el espejo y el chofer hizo un gesto afirmativo. Escucha, vuelve. Cerró los ojos otra vez. La razón por la que estamos aquí. Lo sabía y no debía olvidarlo. Jamás. Jamás. Debía recordar. Sí, aunque le temblara el alma, , aunque no pudiera volver a soñar. Debía completar, debía terminar, el círculo, lo que había empezado. La guerra —todo.

Todo. Ahora.

Murmuró.

Nunca más. Nunca más. A nadie, nunca. A ningún otro.

“Se acaba hoy” pensó.

Estamos de acuerdo

Sacudió la cabeza, estiró el brazo y escarbó en el bolsillo de su gabardina. Únenos. Buscaba un frasco, pero tenía la mano entumida. Únenos. Estaba ahí, escuchaba su contenido, escuchaba las pastillas agitándose en el plástico, pero no sentía los dedos. Únenos.

Cerró los ojos, respiró profundo —repáranos y contó otra vez —Uno, dos

Cada vez más rápido.

Repárate

Abrió los ojos. Dejó caer la vista en su bolsillo y por un instante se perdió en la sombra. Sintió que algo en su interior se desgarraba —nosotros. Quiso rendirse, quiso dejar caer el peso de su cuerpo, de su mente —nuestros pensamientos. Pero no, no cedió, no volvió a cerrar los ojos

Repárate, únenos.

Y entonces pudo verlas —¡ahí!

Tomó el frasco, todavía sin sentir el brazo. Rápido, abre, traga. Y esperó, hasta que el ácido se transformó en bienestar y el mundo recobró el sentido. Unidos, de nuevo. Arriba es el cielo.

Y abajo el infierno masculló.

¿Dijo algo? preguntó el chofer.

Tardaste demasiado —¿Cuánto habrá escuchado? —¿Cuánto sabe? —¿Cuánto dije? —Descuidado. El vértigo y sus ecos se hicieron débiles, retazos apenas —voces opacadas. Ahora gobernaba el ritmo, el ritmo de la gente —aburrido, predecible. El mismo de siempre. El orden de la ley.

De lo inevitable.

“Todo en su lugar” pensó —pensamos. Cuando estamos unidos: dejaba de ser su cuerpo el lugar de un desencuentro. Dejaba de ser su mente un espacio ambivalente. Miró alrededor. Cada color en su lugar. Miró por la ventana. Su mirada saltaba todavía —pero en orden, buscando, rastreando: arboles, calles, siluetas y recuerdos —pesadillas. Era el barrio, su barrio, nuestro barrio. Donde nacimos. Donde creció. Donde dormiremos.

Estaba ahí, otra vez. Por última vez.

Unidos. Al fin. Buscando, el silencio.

El coche se detuvo y un hombre abrió la puerta. Joven. Llevaba uniforme azul. Demasiado joven.

—¿Qué edad tienes? —preguntó al bajar.

—Diecisiete, señor.

—¿Dante te contrató?

El chico afirmó en silencio —siempre en silencio. Demasiado joven. Demasiado. Hizo una mueca parecida a una sonrisa y avanzo sin mirar atrás, con la cara tensa, los ojos secos y los dientes apretados. A los pocos pasos la gente comenzó a reconocerlo, y el murmullo se tornó en celebración.

Ciérralo. Ciérralo ahora.

No falles. Avanza. Ya es tarde. Demasiado.

Y avanzó con el brazo en alto, saludando sin parpadear —recuérdalos, a todos, para siempre— sin dejar de mirar —sus rostros—, evitando la sombra que esperaba —que siempre espera —al final del camino —que siempre viene. La única silueta que importa:

Dante… Dante…. Dante

Una y otra vez lo repetía, hasta cubrir todo rastro de empatía humana. Hasta cubrir sus propios sentidos y hundirse en la ceguera del olvido autoimpuesto. Repetía el nombre como un mantra y su consciencia se apartaba de la realidad. Y entonces solo escuchaba gritos de locura.

Nuestros gritos, en tu interior. Una voz quebrada —pero todavía unida. Por el recuerdo. Por la sombra. Que viene. Que siempre viene.

Ya no más. No más.

Estamos desechos. Rotos. En mil pedazos. Voces desiguales. Pero compartimos. Un fin. Buscamos. Un fin.

Danos.

Un fin.

—Estamos de acuerdo —dijo frente al micrófono, sin saber cómo había llegado hasta el podio. Un segundo atrás estaba —allá. Y ahora —acá. La sombra está a tu espalda —y la gente al frente, en silencio, esperando.

El silencio espera, tambien. A ellos. A nosotros. A ti.

Se giró. Ahí estaba, Dante, esperando en silencio, como todos. Sonríe, como Atlas, levanta nuestro mundo. Por última vez. Y sonrió alzando el peso de las voces aterradas —nuestras voces —para derramar sus ojos sobre el público.

—Estamos de acuerdo —repitió —ustedes y yo: el mundo ya no es lo que solía ser.

Se ha vuelto loco. Cae libre en espiral.

»Mucho hemos perdido en las últimas décadas: nuestras garantías laborales, nuestras garantías de seguridad, económica y civil. Nuestra garantía de salud, nuestro propio bienestar, y por sobre todo lo demás: nuestro futuro. El mismo que nuestros padres sostenían con trabajo, y que ahora afrontamos con miedo e incertidumbre.

Angustia desbocada, pensamientos dislocados.

»La llamada “globalización económica” solo ha servido para beneficiar a unos pocos. Los mismos que han abandonado las fronteras que definen nuestra identidad, para vender la riqueza nacional a otros países.

Para incendiar la culpa inagotable, transformada en deuda.

»La debilidad de las fronteras, no solo ha permitido la fuga de nuestra riqueza, sino también el ingreso de inmigrantes que toman nuestros trabajos y dividen al país, exponiendo a nuestras familias al horror del terrorismo y la degradación moral.

Sí. La nuestra. La de siempre.

»Es natural que al estar gobernados por tiranos y asediados por extremistas, sintamos que nuestro mundo se rompe en pedazos —como tú—. Es normal que nuestros hijos ya no sepan lo que fuimos como tú —, ni lo que deberíamos ser. Es natural que la historia se olvide y que los valores de la pertenencia nacional dejen de importar a los políticos-banqueros que negocian con el futuro de su propio pueblo.

»En el mundo que estos tiranos han creado, no hay diferencia entre ellos, los inmigrantes, y nosotros. Es hora de restaurar esa diferencia. Es hora de romper el círculo y devolver a la gente su soberanía. Es hora de restaurar el país. Nuestro país.

Los aplausos cayeron como una lluvia de sonido en las paredes de su mente. Hizo una pausa. Una larga pausa. Y la lluvia no cesaba. Celebren. Celebren.

El fin de esta locura.

—Conozco a dante desde… siempre. Y sé que con él, nosotros siempre seremos primero. Todo comienza —termina —hoy. Con Dante como nuestro líder.

Griten. Sigan gritando. El silencio. Ya viene.

—Queremos mostrar… —hizo una pausa —gracias… gracias… Hoy también deseamos mostrar nuestra sinceridad. No queremos ocultarnos, ni queremos ocultar el orgullo que sentimos por aquello que hemos construido. Es por eso que entregaremos, a todas las familias hoy presentes, un regalo muy especial. Un regalo que simboliza la perspectiva que las corporaciones deberán asumir bajo el mandato de nuestro gran candidato.

»Para todos ustedes… — enfocó la vista sobre el público — más de cinco mil personas, sí, para todos ustedes, sin condiciones algunas: ¡abastecimiento gratuito de gas por un año!

La lluvia otra vez. Ya basta, debe terminar. “Debo terminar”, pensó. Agitó las manos tratando de aplacar el ruido insoportable. Gritos de piedad desvirtuada. Torcida. Segada.

—Aquellos que acepten este regalo, comenzaran a recibir el beneficio esta misma tarde. Así es, no más cuenta de gas. Por un año. Y si Dante llega a la presidencia, este beneficio se extenderá por todo su mandato mediante un subsidio estatal pagado por aquellos que han estrangulado nuestro presente y vendido nuestro futuro.

Eso. Vendan su mundo. Por un poco. De alivio. Aplaudan. Celébrense a sí mismos.

Como siempre —dijo. Dijimos. Pero su voz se perdió en la frecuencia de la euforia, simple, rápida, frenética. Fácil de moldear.

Fácil de quemar.

Y descendió del podio, sin bajar los brazos —sin mirar atrás. Sin presentar al candidato, sin ver su rostro, ni estrechar su mano. Sin sonreír para las fotos, que mañana nadie podrá ver.

Los aplausos todavía no cesaban, cuando la voz de Dante resonaba ya en el aire: “¡Este es el progreso que traeremos! —gritaba— ¡cuando la elite de políticos-banqueros que infestan el gobierno, tengan que rendir cuentas frente al pueblo!”.

Palabras, endulzadas —de emoción. Pero vacías. De sentido. Nudos sobre nudos —creando un mundo inaprensible.

Una figura se cruzó en el camino. ¿Un alma en pena, tan pronto? Era el muchacho de uniforme azul que lo recibió al llegar.

—Mi madre va estar muy agradecida, señor. Siempre se queja por el desorden de las cuentas…

Sí, sin duda —respondió con una sonrisa forzada.

El muchacho sonrió de vuelta.

Eso, asume la culpa, tu propia estupidez. Inocente —el último inocente. Después de él, ningún otro. Nunca más.

Esa tarde una pastilla siguió a la otra —hora tras hora en la espera. Pero ninguna pudo borrar la voz de Dante, incrustada entre sus pensamientos como una piedra inamovible, sostenida en el silencio —nuestro silencio. A la espera. De un final. Cinco mil alientos.

Suspiros y lamentos.

Cinco mil plegarias, elevadas, como llamas, hacia el cielo —entrada la noche, cuando nadie lo esperaba. Dante —y sus cinco mil voces. Todos envenenados por la flama de un regalo robado —a los pueblos devastados.

Por la sombra de otra sombra.

Nuestra sombra.

Por nosotros.

Nosotros. Todos nosotros…

—Nunca más… —murmuró, mientras el fuego rugía y el mundo gritaba.

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