Un sueño de entretiempo

Un sueño de entretiempo

Sonia Casimiro

07/05/2017

La vida no es fácil cuando las expectativas no se cumplen. Eso mismo debió pensar el joven cuando se acostó, aquella noche de primavera con un cariz fresco pero después de un día de sol radiante. El tiempo reflejaba la idea de una vida que él mismo no podía ni razonar. El apabullante sol hacia deslumbrar a todos mientras afirmaban que buen día hacia, y orgullosas las gentes parecían sacar sus mejores sonrisas ante tanta luz; pero en la oscuridad de la noche, en el devenir de la intimidad, una brisa arreciaban así como se acababa el día. Que fácil nos es disimilar nuestros sentimientos al público, pero que difícil es reconocer que las cosas no nos van tan bien como hubiéramos esperado.

Ser joven, en estos tiempos convulsos, no era fácil, pero para él todavía menos. A pesar de creer que siempre había hecho lo correcto veía que aquellas ideas sobre esfuerzo y recompensa que le prometieron cuando apenas era un adolescente no se correspondía con la realidad de la vida, o por lo menos, no con la suya. Nunca había aceptado nada que no considerara merecido pero empezaba a flaquear y a ver que tampoco había conseguido tener “un poco de suerte” en su vida. Los ideales de su juventud lo mantenían joven de espíritu pero empezaban a pesarle más que a darle alas. Como todos los jóvenes sin trabajo su principal problema era no saber que hacer a la mañana siguiente. Sentía la vitalidad en sus venas y el empuje de su cuerpo, pero la vida, retorcida en algunos casos, le había negado lo único que él no podía controlar, las oportunidades.

Su conciencia no dejaba de recordarle que había gente que se encontraba en situaciones mucho peores. Era un joven sano, de una familia trabajadora, que cuando no pudo seguir manteniéndose por la falta de trabajo había vuelto a acogerle como al niño que un día se fue para ser adulto. A pesar de no faltarle para comer su economía se basaba en la caridad de sus seres queridos, que indignados se negaban a aceptar que eso fuera cierto, y simplemente afirmaban “donde mejor que en casa”. Los amigos tampoco le faltaban, aunque siempre se sintiera sólo. Sabía que era un estado de ánimo producido por su propia frustración y que eso mismo era una barrera para poder expresar sus sentimientos. Como siempre se culpaba de pecar de orgulloso y de sentir miedo a la pena, finalmente nunca era capaz de expresar sus sentimientos más profundos.

Tumbado en su cama sentía como la juventud se le escapaba como sí estuviera saliendo un hilo dorado de la punta de sus dedos para, flotando, desaparecer ante sus ojos. Sabía que debía hacer algo pero ya no sabía qué. No conocía las respuestas como cuando era más joven y pensaba que lo correcto siempre es lo correcto. Recordaba cuando soñaba con viajar, recorrer mundo y conocer otras culturas, esperando así ser más tolerante pero también más culto; y esa dicotomía entre lo altruista y lo estrictamente provechoso siempre le había parecido el punto medio entre una persona interesada y una inocente. Se sentía orgulloso de su forma de pensar porque la mesura y la empatía habían regido su interacción con los demás, pero sin embargo la exigencia y cierta inconformidad habían regido sus propias críticas, siempre las más duras. Al fin y al cabo no hay nadie como uno mismo para hacerse daño. El no saber que hacer no le dejaba dormir, y no conocer cómo podía solucionarlo también, así que daba vueltas y vueltas en la cama.

Sin fuerza se levantó. Era ya noche cerrada, y en ese hogar que había vuelto a acogerlo sólo se escuchaban de lejos los ronquidos de su padre. Sin saber muy bien porque se quitó el pijama, se puso un pantalón bastante antiguo que usaba cuando no tenía que salir del barrio para hacer algún recado y se calzó. Salió de puntillas de aquella habitación igual que como hacía cuando era joven y llegaba a casa de pasar una noche con los amigos, generalmente para no despertar a su madre, que tenía el oído muy fino y escuchaba el entreabrir de las puertas antes de que alguien tocara la maneta.

Cuando llegó a la calle empezó a andar y su mente volvió a activarse. Cuanto más rápido andaba más deprisa caminaban sus pensamientos, sin orden muchas veces. Sus decisiones pasadas, sus aciertos y fracasos, los días que antes consideraba disfrutados y ahora le parecían desperdiciados, sus experiencias vitales, junto con esa inactividad que creía que le había absorbido y que no conseguía quitarse, por mucho que se esforzara por no darle importancia.

De noche, y con poca luz, el paisaje que le rodeaba le parecía difuso y aquel lugar que siempre había sido su orgullo le resultaba claustrofóbico y sobretodo un fracaso para sí mismo. Volver a las calles que lo vieron crecer siempre había hecho que se sintiera en casa pero después de muchos meses allí, tras su último regreso, esa sensación había cambiado. La rivera que bordeaba el rio estaba casi en penumbra, alumbrada sólo por algunas luces, más bien escasas, que dejaban que la oscuridad de la noche junto con la claridad del cielo esparcieran innumerables estrellas en el firmamento, limpio de nubes. Había que reconocer que lugar más sano en la tierra para salir y respirar no existía.

Sabía que no se cruzaría con nadie y eso quería. Cuanto más se alejaba de las últimas casas más a gusto se encontraba consigo mismo. Sabía que no podía huir muy lejos, por mucho que corriera, pero el avanzar de sus pasos le hacía sentirse un poquito menos esclavo de si mismo y sus circunstancias.

Tras alejarse un poco llegó a un puente. Había cruzado por el millones de veces. En aquella ocasión le vino a la mente caminar por una de sus orillas de la mano de su abuela, cuando todavía era tan pequeño que para no soltarse de la mano de su niñera particular tenía que estirar mucho el brazo. Recordaba un sabor, a moras. Esas que de las zarzas y con mucho cuidado arrancaba su abuela camino de casa por un estrecho camino que bordeaba el rio y que a pesar de ser angosto siempre le pareció muy transitado. No sabía porque pero sus buenos recuerdos siempre estaban ambientados en días soleados y claros, ni muy calurosos ni muy frescos, pero con el resplandor de la luz del sol. Habían pasado más de dos décadas desde entonces y su vida pasada le parecía más el sueño de una noche de primavera que algo real y tangible. Sus abuelos ya no estaban y quizás por eso se sentía mucho más mayor que aquel niño que comía moras tranquilamente a la vuelta del colegio; por un instante deseo volver a aquellos días maravillosos de una infancia cargada de recuerdos felices.

Los jóvenes como él podían formarse gracias al “estado del bienestar” y el auge de trabajo que habían experimentado sus padres. Ellos decían que habían tenido suerte de ser hijos del progreso, pero el joven, como muchos otros, aseguraba que preferiría haber vivido en la era de las oportunidades, que nacer en unos días que cada vez tenían menos de progreso y justicia. Todas las edades tenían sus dificultades, y aunque en el mundo había millones de personas mucho peor que él, en su interior, y aunque sólo fuera para sí mismo, tenía derecho a quejarse.

El puente era de un solo arco, grande y muy alto. Su semblante robusto se erguía altanero sobre un rio que no siempre bajaba con caudal suficiente como para siquiera rozar los pilares del puente que se apoyaban en sus orillas. De repente se quiso asomar, a pesar de la oscuridad de la noche, tenía una cierta sensación, no sabía si de curiosidad por saber que se vería desde la pasarela del puente. Detuvo la marcha. Se agarró de la fina barandilla que cruzaba la pasarela y asomó la cabeza. Allí había negrura, simplemente, a pesar de oir el murmullo del rio correr silencioso por el cauce no era capaz de verlo, sólo escucharlo. Sus ojos se clavaron en esa espesura, como si en vez de un color uniforme tuviera un pequeño dibujo muy al fondo que quisiera ver, algo que le llamara a asomarse unos milímetros más, para poder descubrir una verdad importante. Sólo unos milímetros, un poco más. Le daba la sensación de que era cuestión de nada que esa verdad se le revelara en el fondo del puente, y de repente se mareo. Un repentino vaivén mental, leve pero claro, le nublo la mente que hasta entonces inexplicablemente tenía vacía de pensamientos desde que había recordado las moras. Un escalofrío le recorrió la espalda, como si la espina dorsal sirviera de hilo conductor de corriente desde su estómago hasta su cerebro. Se apartó, dio un paso atrás, y se quedó quieto, paralizado y rígido. No podía decir nada, aunque tampoco había nadie para decírselo; pero además su mente tampoco albergaba ninguno de los pensamientos que lo habían hecho levantarse de la cama y salir de su casa para caminar a altas horas de la noche. Seco, como si el mirar de una gorgona Medusa lo hubiera petrificado se preguntó: ¿qué hacia en ese puente?, a esas horas de la noche.

Se giró desandando el camino andado, que ahora veía más largo de lo que a la ida le había parecido percibir. Mucho más claro, porque ahora las luces del pueblo se veían a lo lejos, casi como un diminuto punto que poco a poco se iba haciendo más grande, y más claro, entorno a la inmensidad de la oscuridad que rodeaba a las últimas casas. Su paso era mucho más tranquilo que cuando comenzó su pequeño viaje al puente; pero también era más claro y sobretodo mucho más seguro. Se dio cuenta que lo que le había parecido un camino liso que parecía incluso inclinarse para sacarlo del pueblo era en realidad un camino pedregoso lleno de baches y sinuoso, aunque como fondo y siempre en linea recta podía ver su pueblo.

De pronto se despertó. Un rayo de luz entraba por la ventana de su habitación. No sabía que hora era pero parecía que el sol ya tenía cierta fuerza porque el ambiente se saboreaba más caluroso que la noche anterior. Una sensación de desasosiego le había embriagado en el momento exacto de despertarse pero había desaparecido. Se desperezaba como si fuera un niño entre las sábanas. De pronto su pequeña habitación con un toque adolescente no le pareció tan pequeña. No muy lejos se oían los murmullos de una conversación entre su padre y su madre. Parecía que estaban desayunando en la habitación de al lado y preparándose para emprender otra jornada laboral. Todo el barrio parecía estarlo ya que desde la calle se empezaban a oír ruidos de trasiego de gente.

Cansado como si realmente hubiera andado durante toda la noche se levantó de la cama. Salió de su habitación y empezó a escuchar la conversación de sus padres en la cocina. No se dirigió hacia ellos. Cruzó la casa y fue acercándose a una de las ventanas que dan al este. Al abrirla el sol con toda su fuerza penetró en la casa, atravesándolo con un calor imperceptible para los demás pero muy intenso para el mismo. El sol lo invadió todo. Miró a la calle y vio el trasiego de gente. Sonrió, como si diera gracias por el buen día que hacia. Dejó la ventana abierta y se dirigió a la cocina donde sus padres seguían conversando sin darse cuenta que se había levantado. Entró en la habitación y dijo:

– ¡Buenos dias! – con una sonrisa.

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