Al otro lado de mí.

Al otro lado de mí.

Héctor JT

07/05/2017

Tránsito.

Un leve fulgor y pliegues de oscuridad aparecen y perforan el plano de su realidad. Luego una creciente vibración le desfragmenta en la nada. Después sus átomos, forzados a aglutinarse con fuerza mesiánica, se resisten y siente sus órganos como incrustados a propulsión. Vomita al término del tránsito, lo cual, en la psicodélica general de la escena, era un agradable retorno a la vulgaridad de su ser.

En aquellas primeras llegadas solo hay facetas de luz y oscuridad. Esta vez hay planos que componen geometrías ininteligibles. Rápidamente se desconcentra y una cacofonía de colores y amorfas volumetrías acaban desvaneciéndose en la nada.

Invertidos.

Eduard mira la foto. Su padre está entre él y su mujer Sandra, con su habitual galantería. Eduard no ve su parecido con él, a pesar de que Sandra siempre bromea con que es genial saber cómo serás dentro de veinticinco años. Su padre estaba vertido hacia afuera, un eterno galán, el genial conversador, el anfitrión definitivo. Eduard era como su madre vertido hacia adentro, viviendo en su mundo de ideas y conceptos.

Sandra solía picarlo diciendo que era afortunado saber que sería un atractivo hombre de cabello cano y sonrisa arrebatadora. Eduard que se tenía por aspecto común, se sentía incómodo cuando su padre flirteaba con Sandra y según sus propias palabras “me encuentro desvalido de volición cuando esos mesméricos ojos verdes me miran implacables. Oh hijo!, que puede hacer un simple hombre contra esta onírica beldad”. Ellos estallaban en risas y al él parecía que llevaban la broma demasiado lejos.

Sujeta la foto y piensa en los sucesos del desván, que se repiten desde hace una semana. Entonces Sandra le abraza y le susurra que tienen que hablar, él la despacha diciendo que la investigación que dirige está en fase crítica y que hablarán luego.

Sandra solloza mientras el coche de Eduard se silencia en la distancia.

Oquedad.

De camino al centro de investigación Eduard recapitula el indiscernible comportamiento de Sandra. Desde hacía un mes estaba ida y uno de los peores días murmuró algo sobre ver fantasmas. Una vez más se dice que terminará aquella investigación, desentrañara el secreto del desván y ambos se irán de vacaciones. Su conciencia ligeramente reconfortada se escabulle en otro recuerdo.

Diez años atrás en una playa Colombiana Eduard se enamora de Sandra. Él había sido el invitado de honor en una bienal de ciencia en la que fuera laureado el año anterior. Sandra como fotógrafa de una revista científica quiso fotografiar al esquivo ganador del año anterior. Eduard no entendía porque aquella cabellera que sobresalía detrás de una vieja cámara le perseguía. Dándole esquinazo escapó a la barra exterior del evento donde, bendita su suerte, entabló conversación con una belleza local que reía su historia en la cual una cabellera pegada a una cámara le perseguía implacablemente. Él, entonado de éxito y animado por su dulce risa la invitó a dar un paseo por la playa. Ella tajante le dijo que todavía no había acabado lo que la llevara allí. Eduard disculpándose y azorado vio como ella sacaba una cámara réflex y le apuntaba. Aquella foto fue portada de la revista y a Eduard nunca le gusto su expresión estúpida ni sus sorprendidos ojos. Después ella cogiéndole del brazo, le dijo que aquella cabellera ya no estaba de servicio y que podían marcharse. Sandra bromeaba con la paradoja de su despiste total y su precisión científica. Ella lo llamaba “la parajoda” y siempre lo picaba diciéndole “Eres incapaz de reconocer nada con menos de tres decimales”.

Una hora después y sentados en la orilla, ella hablaba y él se había perdido en la oscura oquedad abierta entre el perfil de su rostro y la cortina de cabello que lo envolvía. Hipnotizado por esa oscuridad su mano acarició aquel velo con lentitud onírica. Y allí, en lo más recóndito de su nuca, Eduard se sumergió en ella sin posible vuelta atrás. Incluso antes de que sus bocas se encontraran.

Había sido el gesto más audaz de su vida y Eduard lo atribuyó a la inexorabilidad de un idiota con suerte.

Una vida acotada.

A medio día Sandra mira la arrugada carta en continuos intentos por asimilarla. Entre toda la terminología médica sólo entendía que su vida, aquella existencia tan llena de sueños y tan falta de orden había sido acotada en un par de fríos párrafos. El primer mes buscó errores, omisiones y otros diagnósticos. El Segundo mes lo pasó encerrada en sí misma. Aquel tercer mes, con severos síntomas y atrapada en una inercia suicida, buscaba como decírselo a Eduard.

Tras el intento de confesión de aquella mañana, Sandra se sentía sin fuerzas para nada más.

El otro lado.

Llegada la noche, Eduard saludó a Sandra en la oscuridad del estudio de fotografía. Un rápido beso, una excusa y escapó escaleras arriba.

Cerró tras de sí el desván y reveló el espejo de ónice que guardaba desde su primer laureado experimento, el mismo que le llevara a Colombia. Esta vez temió que nada sucediera. Decidió sentarse y acto seguido un leve resplandor comenzó a bañar las paredes del habitáculo. Cerró los ojos y se dejó llevar por el cosquilleo que le desfragmentó en la nada.

Eduard deambuló por el extraño lugar en el que siempre aparecía. Ahora más nítido pudo discernir un salón. Se fijó en un cuadro insertado en la pared opuesta. Mantuvo la atención y vió una reproducción de un Kandinsky. Conocía aquel cuadro, Der Blaue Reiter, cuando se acercó la superficie mutó y se convirtió en un pulcro espejo. Dubitativo levanta la mano y la acerca a la superficie que en ese momento se materializa en una foto. Es un retrato a tamaño real de una cara. El hombre de la foto le resulta familiar. Se parece a su padre. El extraño es unos veinticinco años mayor que él, cuello de camisa y americana cara, sonríe al mundo robóticamente con mirada fatigada y sosteniendo un trofeo del que sólo se ve la base, parte que le resulta conocida.

Mueve la cabeza para apreciarlo mejor y la superficie se torna espejo. Donde estaba la cara del extraño ahora está la suya reflejada. En ese preciso instante un fulgor se lo lleva.

De vuelta Sandra y él discuten, incómodo y con su habitual ineptitud para esas situaciones se desvela y se va al salón. Allí un resplandor atrae su atención y se pregunta perturbado si aquel fenómeno del desván se estaba extendiendo al resto de la casa. Al poco descubre que procede del panel domótico de la casa. Como siempre Sandra se lo ha dejado encendido y a medias con alguna programación inescrutable. Eduard se evade en la tarea lógica y al poco descubre que Sandra estaba borrando los videos de seguridad de la casa. Todos en la última semana. Inquieto decide cargar los videos exteriores.

Una verdad incómoda.

Eduard mira el video de la cámara del jardín que filma de soslayo el salón, allí ve a Sandra y a un hombre de pelo cano con su misma estructura física de espaldas. Sandra habla excitadamente y luego se cubre el rostro con las manos. El hombre la abrazaba y de ahí pasan a besarse. Eduard se escabulle en un estúpido detalle, su padre solo calza una zapatilla y Eduard haciendo zoom descubre que es suya. Cuando está a punto de ofenderse se da cuenta de lo ridículo de la situación. El video continua y comienzan a desnudarse, Eduard para el video.

Su propio padre, con su mujer. Eduard sale despedido de la órbita de su realidad. Como en el cuadro de Kandinsky, él en una inmóvil inercia de jinete azul, se escapa del estático mundo en el que habita, dejando todo atrás.

Llamada.

Al día siguiente un Eduard preñado de reproches sostiene el celular, listo para descargarse con su desvergonzado padre. Una incitadora voz femenina le insta a dejar un mensaje después de la señal.

Beeeeeeeep…

  • ¡Maldito carbrón narcisista!. No te valió con destrozar la vida de nuestra madre y avergonzarnos a todos, ¿cómo pudiste hacerme esto?.

Le quedó una sensación estúpidamente real de que le hubiesen cambiado el estómago por un pedazo de agujero negro, frío e insondable, como el propio universo.

El jinete azul.

Por la noche tras un breve monólogo con Sandra en el que ella no paro de sollozar, el impotente se marchó mientras ella susurraba:

  • Nada tiene sentido, yo veía fantasmas y luego eras tú pero no eres tú y yo… no puedo aguantar todo esto sola.

Sin lugar para ira, ni reproche, Eduard el jinete azul, se aleja para encerrarse en el desván. Listo para la otra realidad que era mucho menos personal.

Mi traidor.

Eduard enfoca el extraño salón, todo está en pulcro orden excepto una zapatilla debajo de un espejo. Una voz familiar proveniente de su espalda le asusta y Eduard ve a su padre levantarse a contraluz.

– Eduard tenemos que hablar y sería un detalle que dejaras de vomitar aquí.

– No te valió solo con engañar a madre…-Eduard confuso dejo salir aquella batería de reproches.

– Eduard estás confundido…

– ¡No!.

– Eduard, yo no soy tu padre.

Con sus ojos ajustándose al fulgor del sol reconoció el rostro del extraño del cuadro. En ese momento la voz se hizo obvia. Era la suya madurada por la edad. Al girar la cabeza vio la zapatilla y el espejo de ónice en el cual solo uno se reflejaba.

– Eduard, Sandra se muere.

– Que… estás diciendo, ¡me estoy volviendo loco!- Un resplandor brotó del espejo.

– Todo este tiempo tú has estado viniendo a mi casa… y yo he estado intentando volver a ver a Sandra. Ayer por fin la vi, estaba tan hermosa…

– Me siento morir. – El resplandor aumentada.

– Eduard no tenemos mucho tiempo, tú tienes que volver y yo me tengo que quedar. Vete y ama a Sandra cada segundo…

-¡¡¿Cómo nos has hecho esto?!! – Eduard rechazando la fuerza que se lo quería llevar saltó.

– ¡Eduard vuelve ya!- Su yo ex-futuro trató de empujarle adentro del fulgor

Eduard agarrando el trofeo de ciencia le golpea en la sien.

– Dile que la …amo.

Eduard presencia la imposible singularidad de verse morir en el suelo. La paradoja última de aquella hilarante situación. Atónito reconoce el trofeo ensangrentado como suyo. En ese momento el resplandor se lo traga de vuelta.

Epílogo.

Desde entonces se dedicó a Sandra con devoción de mártir. Y soportaría estoicamente la finitud de ella, aquella cuña entre sus almas que los separaría finalmente dos meses después.

Rumiando en soledad la amargura de ser a la vez judas y víctima. Intentando resarcirse en diálogos jamás pronunciados a un hombre que todavía no existía. Pero sobretodo sufriendo la miserable culpabilidad de victimizarse mientras su ser amado avanzaba hacia el cadalso.

Aun cuando Sandra se hubo ido, el seguía sin atreverse a admitir que volvería a hacer lo que nunca había hecho… Se antagonizaba a sí mismo en una penitente negación. Aborreciendo sus futuros actos y renegando al destino. ¿Y si él nunca repitiera aquella traición?. Su legado iba a ser envejecer y ver como el universo se fracturaba. Su cínica parte científica no podía esperar a ver el resultado.

El peso de las horas se fue acumulando en meses, haciéndole ver el sinsentido de su vida.

Le quedaban veinticinco años de soledad sin Sandra.

Llegó una noche en la que se sinceró consigo mismo, botella de whiskey mediante. Sonrío lacónico al universo, le enseño el metafórico dedo índice de los que se rinden porque quieren y se puso a esperar veinticinco años para traicionarse a sí mismo y romper tres corazones de un solo golpe. Aquello sí que era una buena parajoda. Tenía que contárselo en persona a Sandra, sabía que aquello la haría reír.

Haría lo que fuera necesario por una noche más con ella. Pero sobre todo, por ver aquellos ojos verdes y hacerla reír una última vez.

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