La casa estaba apartada de las del resto del pueblo. Es de entender que al levantarla a finales de los veinte el matrimonio propietario pretendía que el resto de las casas de la calle se les fuera uniendo. Pero no fue así y se quedó apartada. Sola.
Cuando sus padres se la dejaron en Herencia a don Andrés -y no a sus hermanas- no la quiso ocupar. Le inquietaba encontrarse a sí mismo en los recuerdos que albergaba. Porque don Andrés era de esas personas que maduran pronto y se sienten más cómodos siendo mayores, en la madurez. Se perfila complicado imaginar a alguien como él de adolescente pues tienden a ser adultos acostumbrados a actuar como jóvenes; pero ellos no lo saben. Don Andrés sí lo sabía y temía a aquella casa.
Sin embargo, ocurrió que habiendo alcanzado una avanzada edad falleció su esposa y encontró en la casa una maravillosa tentación para evadir el dolor. Como pensaba que, al fin y al cabo, él se le uniría pronto en la muerte y su corazón entendió que no había regreso posible decidió tomar el relevo de sus padres y comenzar una nueva historia, un tránsito al final de su vida, en el hogar donde la comenzó. Se mudó desde la ciudad y para mantener su propósito volvió a ejercer la medicina en el pueblo, donde era conocido por su control calmado de las situaciones, credibilidad y amabilidad.
Es habitual que al regresar tras un largo período de tiempo a un emplazamiento donde se ha vivido parte de la infancia se redescubra mucho más pequeño. Sin embargo, don Andrés no encontró la casa así. Se sorprendió al ver que era tremendamente espaciosa. Al vivir solo se pudo permitir dejar varias habitaciones vacías, sin muebles, para llenarlas con largos paseos extendidos desde su estudio por la tarde. Don Andrés era muy activo para su edad. Junto con su prima favorita, Inés, casualmente la única que aún vivía, se dedicaron a adaptar la casa para hacer confortable la vida en ella. Don Andrés era machista, pero no lo sabía; nadie se lo había dicho y él no había conocido ninguna otra corriente de pensamiento. Juntos realizaban las actividades matinales hasta la hora de almorzar, siempre puntuales, a las dos. Luego, dependiendo de si debía atender otros quehaceres, Inés regresaba a su casa o lo acompañaba el resto del día. Don Andrés pretendía mostrarse indiferente ante ello, pero lo cierto es que nadie puede devolverle la sonrisa a la soledad por mucho tiempo. Siendo primavera al abrir las ventanas se deslizaba por toda la casa una corriente de aire fresco que le proporcionaba la sensación de ser aún más espaciosa de lo que ya era. Conociendo ya la manera en la que acabaría sus días, desprendido, esquivo y calmado -simplemente dando un paso más- siendo ésta la forma de morir que hubiera preferido para su esposa, la vio. Siempre había estado allí.
La pared era de cal blanca, lisa, sólida y vertical, pero diferente a las demás, rezumando la iluminación de la casa. Estaba en una de las zonas más retiradas de ésta, entre el estrecho pasillo que conectaba las habitaciones de la planta baja, el salón y una pequeña despensa. Si presionaba con un dedo sobre ella cedía ligeramente, quedando marcado el lugar donde se había apretado y dejando el dedo levemente impregnado de la pintura blanca. En esa pared, encontrada en uno de sus paseos, halló don Andrés el espacio de su propia retrospección. Al principio eran sólo caras sinuosas y revueltas que acabaron formando una amalgama de visiones que permitieron a don Andrés, en el tiempo que llevaba una poltrona desde su estudio hasta a la habitación y se sentaba frente a la pared, formar un nuevo significado de ésta para él. Recordó que tras la guerra la casa fue saqueada y esa pared quedó especialmente dañada por ráfagas de artillería cuyo bando no quería recordar y, como ya tenía la edad, debió ayudar a su padre tirándola y volviéndola a levantar en una tarea parecida a la que habían llevado a cabo Inés y él setenta años después. Recordó cómo su padre falleció muy enfermo poco después y entendió que aquella pared simbolizaba para él más de lo que le hubiera gustado reconocer. A partir de aquel día empezó a visitar con más frecuencia aquella habitación en sus paseos vespertinos. Después simplemente entraba en ella para sentarse en la poltrona y tomar una taza de café latte, que posaba en una mesilla instalada más adelante; al principio leyendo literatura francesa y después simplemente mirando la pared, sumido en sus propias vivencias. Inés la empezó a denominar la “sala de pensar”. En el pueblo les gustaba demasiado etiquetarlo todo y definir sus límites. Pero, aunque ni siquiera ella podía sacarle ya de su ensimismamiento, no se encontraba muy alejada de la realidad. Don Andrés acabó volcando en ella todos sus pensamientos, llenado la pared de sus más melancólicos apetitos, profundas sospechas, quebradizas manías, intrincadas teorías y sinceras incertidumbres.
Abstraído, pero no aislado, notó un intruso en su silencio: moho. Era primavera y pese a la ventilación regular las paredes habían cogido moho. En su campaña para librar la casa de la infección de aquel hongo y para darle mejor aspecto para cuando la dejara a merced de la herencia don Andrés decidió pintar la casa. Más bien dejó que unos operarios la pintaran. Toda de blanco. Pidió que se ocupasen primero del estudio y luego se encerró en él hasta que acabaron. Terminada la faena prosiguió con su normalidad, que no con su rutina. Don Andrés había intuido en su mujer, y posteriormente aprendido de Inés, a huir de la rutina y considerarla como aquellas esporas que permitieron que tomase forma el Moho que había pretendido desmenuzar la paz de su abocado retiro. Gotelé. Habían pintado la “sala de pensar” con gotelé. Se quedó plantado en el umbral de la habitación sin atreverse a entrar. No era cosa suya. Aunque no mudó la expresión sí le abandonaron súbitamente sus reflexiones anteriores, y lenta pero irrevocablemente sintió como si un humo gris y caliente le invadiera el pecho. Ya no había forma de remediarlo pues no hubiera sido eficaz y don Andrés ansiaba la eficacia. No tuvo más remedio que asumirlo, pero no pudo evitar volver a entrar en la estancia e intentar tocar la pintura. Pero no. Era demasiado pronto. Se sentó en la poltrona con aire derrotado y al tiempo percibió algo distinto.
Con la luz del oeste la pared ganaba en profundidad y detalles. Ahora los grumos de pintura colmaban la superficie de irrepetibles y fascinantes recovecos. Se levantó lentamente para examinar lo que le había parecido ver y lo comprobó. Fundido con la pared el gotelé disimulaba sus imperfecciones y le transportaba a un nuevo plano dotándola de algo nuevo: belleza.
Para asentar estas impresiones creyó necesitar la opinión de Inés, de manera que lo compartió con ella aquel mismo día antes de que volviera a su casa.
—Y no te olvides de tomarte las dos pastillas del Etanofren —repasó la mujer mientras buscaba las llaves en su bolso para cerrar el pestillo al salir.
—Inés, ¿te has fijado en el Gotelé de la habitación donde tomo el café?
—No te vayas a confundir, son dos partidas por la mitad, no cuatro. Puede ser peligroso tomarte tres.
—Queda extraño. Me gustaba más antes, pero le da un toque curioso a la pared ¿verdad?
—Sí, está bien. Escucha: ándate con ojo. Tendría guasa que tuvieses un problema con eso siendo tú médico.
Aunque era posible que Inés no le hubiese atendido, al escuchar su aprobación a don Andrés le pareció que todo estaba en orden. En realidad, ya había decidido que le gustaba el nuevo aspecto y quiso volver a su antigua dinámica. Como se sentía en comunión con la pared decidió cambiarla también. Instaló en la sala un reproductor de música y disfrutó de largas tardes apreciando los nuevos matices de la pared acompañado por las escalas y gamas de acordes de sus compositores favoritos. Definitivamente le encantaría morir oyendo Scherezade de Rimsky-Kórsakov. Durante varios días caviló y divagó en aquella sala. Posteriormente pensó que el cuadro de su dormitorio, la pintura de un navío llamado San Cristóbal navegando al amanecer, quedaría bien allí y pasó a colgarlo él mismo. El agujero en la pared valió la pena; sin duda ganaba en originalidad. Ciertamente el Gotelé estaba cayendo en desuso. La pared había pasado a ser perfecta.
Pero Inés sí le había oído. Una mañana mientras don Andrés atendía a sus pacientes ella misma llamó a los operarios que limpiaron, alisaron y lijaron el Gotelé. Lo hizo con la mejor de sus intenciones, pero don Andrés no lo supo apreciar. No había imaginado la posibilidad de un nuevo cambio en la pared y se sintió muy desconcertado.
—Pero ¿no me dijiste que te gustaba más como estaba antes?
—Da igual.
—Te ha molestado.
—No, ¿qué dices mujer? Sólo es una pared.
Pero no era sólo una pared. Don Andrés era de esas personas a las que no les gusta hablar de sus sentimientos, que prefieren guardárselo todo y no compartir su desasosiego, dejando silencios hoscos como represalia. Don Andrés era necio. Hosco como la pared que era ahora una extraña para él; desnuda. Ni siquiera era ya la misma pared que había conocido anteriormente, había cambiado. Se había vuelto fría, áspera y dura. Dura para don Andrés. No volvió a colocar el cuadro del San Cristóbal y al cabo de unos días dejó de escuchar música allí. La literatura de la sala se había desvanecido dejando un desagradable vacío. Huérfano de ello don Andrés se fue apagando, mostrándose cada vez más desanimado. Inés reparó en su tristeza y sin comprenderla le sugirió volver a reponer el Gotelé en la habitación. La indiferencia de don Andrés la asustó y, temiéndose lo peor, avisó de nuevo a los operarios bajo la supervisión continua de Inés y el propio don Andrés.
No fue un trabajo duro, pero quizá pensó que era su tarea reparar lo que no había estado de su mano destruir. Cuando acabaron la pared lucía un aspecto luminoso de nuevo, pero para don Andrés era artificial, agria y retorcida. Era ya incapaz de entregarse a su nueva pared. Pese a ello sorprendió a Inés rompiendo su normalidad al sentarse a la hora de la cena en la gastada poltrona, quizá dándole una nueva oportunidad a lo que veía, con sus cansados ojos fijos en la antigua pared. Y allí se quedó. Blanca. Más que nunca y sin embargo natural. Cuando Inés entró en la habitación buscando a su primo a la mañana siguiente con las bolsas para hacer la comida le costó comprender varios segundos la escena que se presentaba ante ella. Fue el blanco níveo de su piel lo que le dio a comprender que estaba muerto. Gritó y rompió llorar, pero se quedó plantada en el umbral de la habitación sin atreverse a entrar. No era cosa suya. Don Andrés yacía rígido en el suelo de la sala con señales de haber sufrido antes de dar el paso. La Poltrona estaba volcada y aún sonaba una composición de Rimsky-Kórsakov. Había un vaso roto junto al umbral, como si hubiera llegado allí de un manotazo. Una mano junto al estómago y otra extendida. Le pareció a Inés que en sus últimos momentos había intentado asir la pared, pero estaba a medio palmo. Sobre la mesilla sólo quedaba la caja de Etanofren, de la que faltaban cuatro pastillas desde la última vez que Inés la había visto. Decía su prima, sollozando, que don Andrés nunca se hubiera rendido, que no se hubiera suicidado, y su vecina la secundaba diciendo que éste siempre la saludaba al pasar. No. Don Andrés no se habría suicidado. Don Andrés había sido necio; pero nadie se lo había dicho.
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