Me he quitado los tubos. Y me he arrancado los cables. Y he tirado el pijama. Si tengo que morir, lo haré contigo.
Cruzo el pasillo, doblo la esquina, saco un batido que se queda atascado en la máquina. Tenía la esperanza de recordar sabores, pero no me quedan monedas. Sólo el amargor férreo de la sangre en mi boca.
La puerta de salida no se abre. No me detecta. Sé lo que insinúa. Mi reflejo, salpicado por una lluvia que todavía no me ha mojado, puede que sea un fantasma. Voy al sótano, donde las puertas se empujan. Mido mis fuerzas y dejo atrás los llantos de los viejos. Se acabaron las visitas del conde y sus enfermeras vampiras. Se acabaron las drogas y la muerte en vida. Empezó el sentir aunque sea en plan breve. Mi corazón se acelera mientras piso los charcos.
La libertad sólo es parcial. El monstruo se viene conmigo. No me abandona. Y lleva tu nombre y el del abuelo y el del papá del abuelo también. Y pesa porque engorda. Es negro, peludo, con obsidiana en los ojos y sangre verde babosa. Sus dientes me dan miedo y últimamente sonríe demasiado. Pero cargo con él con dignidad. Siento que tengo unas horas libres hasta que me reviente los pulmones.
Sí, claro que tuve la esperanza de que un día se fuera. Cuando sólo era un cachorro de monstruo y yo me sentía poderoso y me reía. Le daba de comer como jugando. Coqueteaba con el peligro de sus colmillos de leche. No crecía. Se iba durante semanas. Pero tenía un mapa con todas las carreteras y una “X” enorme en mi pecho. Si yo me bañaba en el mar, el monstruo sabía qué playa era. Si yo besaba a una chica, él sabía su nombre y su dirección. Y cuando volvió tenía el pelo encrespado y un olor limpio a guantes de goma asqueroso. Me quedaré ya así, me dijo. Así como estoy ahora, me dijo. Tumbado en tus entrañas. Y acosaré desde las sombras a tus hijos y hermanos. Porque yo no duermo. Y los antídotos que te dan gota a gota en realidad te envenenan. Igual que a él, ¿recuerdas? ¿Recuerdas cómo se consumió en tan sólo tres meses? Su cara no era cara si no calavera, me dijo. Y en nuestro mundo danzábamos alrededor del fuego cuando ya no se podía ni levantar de la cama. Nos gusta celebrar cada victoria como si fuese la última. Como celebraremos la mía. Como celebramos todas. Y son muchas. Porque vamos ganando, me dijo.
Siento calores por dentro. Y un retumbar de timbales y cantos de chamanes salvajes.
Un niño cruza la calle bajo el diluvio. En su cabecita, dormida, una bola de pelo negro, diminuta todavía. Paso a su lado y se despierta y me mira con dos bultos negros. Me saluda con maldad. El niño ignora la bola de pelo negro, porque es muy pequeña y no molesta. Todavía.
Me he rapado la calva. Y he encendido un pitillo. Y he rezado sin fe. Si tengo que morir, lo haré a tu estilo.
Paso por el parque donde están todas las épocas. Me veo a mi mismo jugando de pequeño y en otro rincón mi yo adolescente borracho y bajándole la falda a María Suárez y llorando porque se fue con Óscar y me dejó tan tirado como el día que me enteré de toda esta mierda.
-¿Fue aquí?
Siempre me niego a hablar con el monstruo. Pero he perdido a todos y además da igual. Los que no han tenido su monstruo han huido del mío. O quizás les eché yo, avergonzado de que se notara mucho que él es enorme y yo he encogido y así no se puede ni caminar, pero detesto la ayuda. Le digo la verdad, que sí, que aquí recibí una llamada que me mareó. Las cosas no van bien, decía una chica. Oí tres veces su eco: no van bien, van bien, bien… Le digo que al colgar pensé en lo idiota que había sido por ignorar la evidencia. Le digo que entonces empecé a verle. Le digo que juré que lo mataría. Me sentía capaz. El resto del mundo es el resto del mundo, pero yo soy yo. Y yo sí. O eso pensaba.
-Y ahora, ¿qué?
No me gusta hablar con el monstruo.
Nada, respondo. Ahora nada, joder. Y el pinchazo profundo del pecho me hace reaccionar. Queda mucho camino hasta ti.
–No quieres hablar…
No hago caso.
-Es una pena.
Le ignoro.
-Falta tan poco…
Camino y ya.
Las casas también envejecen. No me refiero al sentido literal y evidente. Se hacen viejas con sus dueños. Se arrugan. Les salen canas. Van encorvando las vigas y agriando su carácter. Pasan de ser las agradables cuidadoras de tu infancia a unas viejas plañideras junto a las que no quieres estar. Así envejecen las casas.
Mamá me mira y llora. Lo hace siempre. Dice te veo mejor, como siempre. Miente, como siempre miente ultimamente. La ignoro y le duele. Pero besarla con estos labios descarnados sería demasiada dosis de realidad.
Chillan las escaleras. Hay polvo y oscuridad y tristeza contenida en las ventanas. Hay un agujero en el estómago en cada habitación desde que tú no estas. Y el jardín tan muerto. Y la comida sosa.
-¿No hay nada de postre?
Grito para que él se calle.
-¿Con quién hablas?
Vamos, mamá. No finjas. Lo ves igual que yo. Cuánto tiempo más mirarás para otro lado…
-Te pareces mucho a papá.
Yo casi lloro. Aunque no se si de pena. Porque estoy como tú y eso es una puta broma macabra.
-Señora, todo delicioso
-¿Qué llevas en la mochila?
Miento, digo que ropa. Pesa, porque llevo alicates y la pala que usabas para la ceniza de la chimenea. La ceniza me recuerda a ti. Y ahora sí que no lo puedo evitar: ja,ja, ja.
Mi madre se queda contenta. Yo no miro atrás. Prefiero recordarla como la recuerdo y no envejeciendo igual que la casa.
Estás tan cerca. Casi te puedo oler. Aunque el monstruo ha comido empanada y chorizo y membrillo con queso cremoso regado con tus botellas de vino -esas tan buenas que tristemente se avinagran porque ya tus visitas no vienen- sigo en pie o me arrastro. Cargando con él. Y sus pelos de erizo que me irritan la espalda.
Corto el alambre. Tiro el alicate al suelo. Los charcos reflejan el arcoiris. Me duelen las manos. Apretar tanto me las dejó moradas. Tanto que tiemblan.
Paso por la casa de Paco. Paco saluda. Me pregunta por ti. Paco no se entera de nada. Paco es un buen hombre. Hasta nunca.
Clavo la pala y al sacar tierra huele a musgo. Nos pasamos la vida viendo fotos de momentos que ni recordamos, pero llega un olor y desencadena películas trepidantes en el cerebro, no sé. Tú con una cajita verde en la que metías gusanos para ir a pescar en septiembre. Esos mismos gusanos que saco con cada puñado de tierra, porque la pala se ha roto. Toc, toc. Aquí hay madera. Toc, toc. Llamo a tu puerta. Toc, toc. Voy a pasar.
Tu cuarto es humilde, no había para lujos. Pero ha aguantado los meses. Cuando te vi estrenarlo, parecías tranquilo. Calma tras el infierno. Tranquilo por fin. Y yo le dije a mamá no te sientas culpable, mira su cara, sus manos cruzadas, su traje como un pijama a medida.
Hay que adecentar esto. Ventilar. Concentrarse en las tareas domésticas. Tú, fuera. Y tú. Tú también. Ni es septiembre ni irá al río… Dejad sus mofletes. ¡Fuera!
Hemos cambiado mucho, ¿no?. Soy la mitad de lo que fui y tú también. Sincronizados, ¿eh? Pese a la distancia y los metros de tierra. Es curioso, nunca había estado así contigo. Entramos de sobra los dos abrazados. ¿Ves, mamá? No era un ataúd tan pequeño.
Te beso la frente, como al despedirnos. Te agarro la mano y me libero del peso. El monstruo nos mira a contra luz desde fuera. No entra. Por unos instantes se emociona. Con sus enormes manos de gorila arroja la tierra. Aparece un sol inesperado, de ultima hora. Como al despedirnos. Sólo que ahora ya no. Ahora es para siempre.
Sube el sabor a sangre y me ahoga. No hay dolor, no hay sudor frío, sólo oscuridad. Tengo mucho miedo distinto. Ya no es el miedo a la incertidumbre. Ya no es el miedo al qué será de mí. Es el miedo al umbral.
Cruzo y estás ahí, radiante como en vacaciones. También está el abuelo, con su mismo bigote blanco de siempre sobre la risa seca. Sanos y cansados, en una sala de espera con otra puerta más.
-Te has retrasado un poco
Perdóname. No pasa nada, dices sin hablar.
La puerta da a un pasillo con otra puerta. Es un lugar austero y vacío. Avanzamos y cruzamos y hay otra puerta. Tras ella un cruce con dos puertas más.
-Elige
Y elijo. Con cuidado, me dices. No hagas como el papá del abuelo aquel día, me dices. Que se sentía contento, feliz y lleno de euforia y pensó en dar una vuelta por las puertas incorrectas. Y hasta hoy no ha vuelto. Aunque le oimos musitar a través de las tapias más huecas “¿por qué lo haría? Ay de mi… ¿por qué?”. Pero no se le encuentra, ni por esta ni por ninguna de las entradas que solemos frecuentar. Es triste. Y cierto también.
Me han salido ampollas. Llegamos a otro pasillo. Ya hemos atravesado mil puertas. Ni una ventana. Y nos quedan mil más. ¿Qué hora es? Sólo hay agonía.
Una mujer nos saluda y dice que Él existe y que lo ha visto y que la espera ha merecido la pena.
-Está loca. El abuelo lleva aquí años y nada.
No entiendo para qué seguir caminando entonces.
-Algo habrá que hacer, ¿no?
Supongo.
-Además, siempre me ha gustado caminar.
Tienes razón.
-Y por fin lo haré contigo.
No me sueltes nunca.
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