Hay un pequeño destello en el límite de su visión. Parpadea con fuerza, pero sigue ahí. Es un puntito brillante que titila a intervalos irregulares, a veces de manera más fuerte y otras más débil, pero de una constancia envidiable. Y enervante también. Alza el brazo y se frota el ojo con la manga de su perfecta camisa blanca. El destello, afortunadamente, parece perder intensidad. Suspira e intenta relajarse. Pero es difícil hacerlo allí, entre tantas responsabilidades y sueños muertos, abandonados, olvidados en aras de un traje perfecto, un despacho perfecto y un sueldo perfecto que paga el apartamento perfecto. Todo perfecto. No puede quejarse de nada. Y sin embargo… ha dejado de creérselo. No sabe cuando ha empezado, pero en algún punto del camino ha empezado a no reconocerse en el espejo, a sentir el pánico de otro día de trabajo corriendo por sus venas, a notar la presión en el pecho que le hace cerrar los ojos y clavarse las uñas hasta que la congoja desaparece lentamente, diluida en un poso de resignación y conformismo. Sacude la cabeza. Este tipo de pensamientos no lo llevan a nada productivo. Y de su productividad depende su vida perfecta, así que más le vale ponerse a trabajar.

La tela del pijama azul le roza la piel y le produce un molesto picor por todo el cuerpo que no es capaz de hacer desaparecer. Y eso que ha perdido la cuenta de las veces que ha lavado su uniforme. Y sin embargo, cada vez que se lo pone, esa sensación indefinida la vuelve a embargar, como si fuese un recordatorio que pende sobre su cabeza en vez de sobre su cuerpo, un recordatorio de todos aquellos a los que no ha podido salvar. No, basta. No puede permitirse pensar así. Las muertes le duelen, pero las empuja al rincón más remoto de su mente, las encierra bajo llave y la tira con toda la fuerza de qué es capaz hacia el infinito horizonte que hay más allá del país de los remordimientos. Se hace una coleta con decisión, recogiendo cuidadosamente cada mechón rubio de su rebelde cabello, lo único que ha heredado de un progenitor ausente que le regó la infancia de mentiras y decepciones, que le marcó a fuego la desesperanza en la mirada y el escepticismo en el corazón.

Camina abstraído sobre el suelo de mármol negro. A su alrededor, copias casi idénticas de sí mismo van en todas direcciones, con los maletines bajo el brazo y la prisa en la mirada. Y sospecha, o quizá espera, ya que no quiere ser el único, que debajo de la prisa llevan la misma semilla de infelicidad que a él le brota del pecho, la que se ha hecho un hueco allí donde los poetas y la ciencia coinciden en no negarse mutuamente: el corazón. Pensativo, atraviesa las gruesas y ostentosas puertas de mármol para ir a parar a un despacho circular, esta vez enmoquetado de rojo borgoña, a juego con el color del vino que hace olvidar las penas y ahogar la tristeza al que se sienta tras esa gran mesa de madera, estratosféricamente cara a todas luces. Va a ser un día largo, un día de reunión tras reunión, de números y cuentas, de acuerdos y contratos. Un día de solo querer que se acabe para poder regresar a casa, a esa burbuja aislante y confortable que le permite encerrarse en sí mismo y en las pocas cosas y personas que aun le importan. Mira el reloj, esperanzado. Tic-tac, tic-tac. El tiempo se escapa por entre las manecillas y no retorna, pero al mismo tiempo parece haberse quedado parado, suspendido en el limbo de los minutos eternos y las horas que duran cien años cada una.

Ha salido todo lo rápido que ha podido en cuanto el busca ha empezado a vibrar con impaciencia y urgencia en el bolsillo. Ha echado a correr por los pasillos pintados de ese blanco inmaculado y brillante, sorteando camillas y esquivando el olor a desinfectante que nunca consigue enmascarar del todo el olor a incertidumbre que siempre flota en el aire. Ahora está en la ambulancia, oye el por desgracia familiar sonido atronador de la sirena sobre su cabeza y en un acto reflejo se lleva la mano al cuello para tocar el colgante en forma de rosa que no se quita por nada del mundo. No le gusta creer en la suerte, cree que la suerte es una decisión de cada uno, perseguir lo que se quiere con constancia y ahínco, hacer que el resultado dependa del esfuerzo y del trabajo y no del azar. Y aun así, aunque lo atesore como un secreto, ese colgante es su pequeño amuleto de la suerte, le da fuerzas en los días malos y confianza en los días peores. Y sabe que cuando llegue a donde quiera que se esté dirigiendo, va a necesitar ambas.

Ha sido peor de lo que creía. No ha conseguido concentrarse en los números ni un solo minuto del día. El pequeño destello en su visión periférica ha vuelto a aparecer y ha empezado a distraerse. Puede que sea por los nervios y el estrés, porque no le faltan, ha pensado. Y a partir de ahí el hilo de sus pensamientos ha empezado a enrollarse alrededor de una idea abrumadora. ¿Qué está haciendo con su vida? ¿De verdad es esto lo que hay que hacer con ella? ¿Perderse en un mar de monotonía y repetición, día tras día tras día, y no tener la más mínima idea de lo que significa ser feliz? ¿No acordarse de los sueños locos de juventud, todos los planes llenos de valentía y esperanza de un futuro aun por construir? Le cuesta creerlo. Ojalá pudiera negarlo con convicción absoluta. Ojalá que, al cerrar los ojos por la noche, viera algo más que oscuridad.

El sitio es la definición absoluta de caos. Un coche se ha estrellado contra el lujoso escaparate de una tienda, y hay trozos de cristal y del vehículo por todas partes. Durante un instante, se queda parada, sobrecogida. El ruido de su propia en los oídos es más fuerte que los gritos y alaridos que deben estar saliendo de las bocas que ve moverse. Pero ella no los oye. Solo oye a su propio corazón, bombeando furioso y asustado en el pecho porque intuye algo que ella no. Sabe que algo va mal, pero ahora no puede centrarse en eso. La concentración es mucho más que clave ahora, es vital, y no para ella. Se arrodilla en el suelo junto a un cuerpo destrozada. Reprime un estremecimiento cuando ve la cara destrozada, hinchada e irreconocible. La sangre tiñe la camisa que antes debía de ser blanca y hay tantos fragmentos incrustados en el pecho que no es capaz de distinguir si el daño es irreversible. Lo que suele significar que sí. Se asusta, no sabe por qué, tiene demasiada experiencia en estas cosas, no es aprensiva y sabe hacer bien su trabajo. Pero hay algo en esto que la pone nerviosa, una mano invisible le oprime el corazón con más fuerza de la habitual. Vuelve a escrutar la cara del hombre, se fija en su pelo castaño, en su constitución, en su traje. Se parece a… pero no puede ser. Él sigue trabajando. Trabajará hasta tarde, como todos los días desde hace demasiado tiempo. Ya no es como cuando empezaron, cuando creían que el mundo se rendiría a sus pies, cuando creían que la única condición para vivir y no simplemente sobrevivir era tenerse el uno al otro. Cuando la palabra ‘futuro’ estaba cargada de posibilidades y no de hipotecas y recibos. Cuando no había luz al final del túnel porque era todo tan luminoso que ni siquiera había túnel. Obliga a sus manos a empezar a trabajar, a limpiar y a evaluar los daños, a vendar y a susurrar palabras de ánimo. No sabe quién es el desconocido, pero sea quien sea, ahora está en sus manos.

Con un bostezo de cansancio se sienta en el asiento de su flamante coche nuevo, una preciosidad italiana que no ha conseguido hacerle olvidar el pequeño y destartalado automóvil de hace años, cuando lo máximo que podía permitirse eran cuatro ruedas y una aire acondicionado estropeado. Y sin embargo, cómo había reído en aquel viejo coche, cómo había cantado a pleno pulmón. Cómo había disfrutado de la compañía. Con parsimonia, mete la llave en el contacto y espera a oír el suave ronroneo del motor antes de poner la mente en modo automático y conducir hasta casa mientras da las gracias por haber acabado pronto. Atraviesa las calles de la ciudad, y por la ventanilla va viendo a la gente pasear por la acera. Hay una par de jóvenes que pasean muy pegados. La sonrisa les inunda los ojos y no les cabe en la cara. Un niño pequeño arrastra un oso de peluche casi tan grande como él mientras va de la mano de su abuelo, que lo contempla con adoración. Una mujer sale de un portal con un ramo de flores en las manos. Y el caso es que casi todos ellos parecen felices, aunque los jóvenes lleven ropa tan vieja y remendada que es imposible no saber que es prestada, aunque el abuelo se apoye en un bastón sin el que probablemente no podría mantenerse en pie, aunque la mujer lleve un pañuelo en la cabeza bajo el que no se atisba ni un solo cabello. Y parecen felices. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede, a pesar de sus desgracias, exhibir esas sonrisas a los cuatro vientos? Él tiene mucho más y hace siglos que las comisuras de la boca solo se le curvan hacia abajo. ¿Acaso es cuestión de actitud? ¿Acaso el problema es que ya no sabe afrontar las cosas con optimismo? ¿Acaso aun le es posible volver atrás y recuperar las ganas? Pero algo le distrae, el maldito destello del ojo. Solo que ya no es un minúsculo destello periférico, se está haciendo cada vez más grande. Y a medida que crece, un dolor punzante le atraviesa el cráneo y empieza a paralizarlo. Pierde el control del volante, los pies no le responden, oye gritos de alarma de algún lugar fuera del coche. Lo último en lo que piensa, antes de sentir miles de pedazos afilados que se le incrustan muy profundo en el cuerpo, es en ella. Ojalá hubiera tenido tiempo de comprobar si cambiando de actitud volvía la esperanza. Ojalá hubiera podido mirarla a los ojos y hacerla reír como antaño, porque recuerda vagamente que aquella risa le daba más vida de la que había sentido jamás. Ojalá hubiera podido apartarle los mechones rebeldes de la cara y ayudarla a abrocharse el colgante de la rosa del que no se separa nunca. Ojalá tantas cosas. Ojalá.



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