Cuando por fin consigo que el hueso se desprenda por completo de la carne, observo cómo la extremidad completa cae desde lo alto de la camilla, estrellándose contra el frío suelo de la nave con un agónico crepitar. Contemplo complacido desde mi posición que la dulce y tenue luz de esa ala angelical se va apagando, va perdiendo su halo y se vuelve otra pequeña porción del decadente mundo de los humanos. Disfruto de cómo su impecable color blanco, símbolo de pureza absoluta, se va degradando en un gris sucio, más cercano a las cenizas que al polvo, momentos antes de pudrirse por completo y ser cubiertas por un manto de negro carbón. Poco a poco, la magnificencia se torna corrupta, carcomida por la humanidad que la rodea, hasta perder su magia por completo. Imagino a Lucifer, incrédulo y asustado, viendo como sus amadas alas se pudren sobre sus omóplatos, volviéndose pesadas y duras para confinarle eternamente al hogar de aquellos con los que quiso acabar.

Al apagar el chirriante sonido de la sierra radial, aún puedo escuchar tu voz quebrada por gritos nacidos en lo más profundo de ti, dolorida por el desgarro de la piel de tu espalda, pero aún más por la pérdida de aquello que te hacía ser lo que eras: un ángel. Sigues atada de pies y manos a la camilla por gruesas correas, pero ya no hacen falta, porque no te quedan fuerzas ni para hablar, tan solo puedes dejarte llevar mientras observas como unas últimas plumas siguen cayendo sobre las baldosas y pierden su eternidad.

A duras penas, arrastro las alas hasta lo alto de un montón de muebles de madera empapado en gasolina y, sin ningún miramiento, dejo caer una cerrilla que invoca el infierno. Oigo tu llanto detrás de mí, pero acabo tan concentrado en el cariñoso calor del fuego, en el crujido de la madera siendo asesinada, que tus inútiles sollozos pasan a un segundo plano. Me pierdo en la danza de las llamas, en los sinuosos susurros, en el hogareño olor a leña que, igual que las alas, se torna negra y putrefacta. Toda ofrenda requiere de un sacrificio.

Camino con lentitud hasta ti y limpio con mimo las profundas heridas que atraviesan tu espalda casi de arriba abajo. Tarareo una canción infantil que se me viene a la cabeza mientras aplico un desinfectante que te hace volver a chillar. Nadie te oye salvo yo, así que te doy la oportunidad de disfrutar de tu dolor a sabiendas de que será lo último que sientas. Cuando he terminado, busco una aguja y un hilo y lo enebro en la carne, tirando del juego de cuerdas para cerrar el corte. A penas te quejas, tu carne está insensibilizada, y es normal, deberías haberte desmayado por el dolor de las incisiones, pero no lo hiciste, sigues conmigo, escuchando mi respiración, sintiendo mis movimientos.

–Te he cortado las alas, mariposa, para que dejen de asolarme tus huracanes.

Sigo canturreando mientras coloco gasas estratégicamente en las zonas que más supuran y, una vez hecho, cubro todo con vendas y lo sujeto con esparadrapo. Veo como dos manchas de rubíes emergen rápidamente, pero lo dejo estar, deseando que cicatricen pronto para que puedas dejar de sufrir. En el fondo todo esto es por ti, nunca quise hacerte más daño del necesario. Cuando observo tus ojos, con la mirada perdida en la nada, una lágrima se desliza por tu pómulo y se estrella contra el suelo.

–¿Quieres saber un secreto? Tú siempre fuiste mi ángel del caos, aquél que le robó la luz a la luna, que apagó cada una de las estrellas que quedaban sobre mi cabeza, que tronó más fuerte que cualquier tormenta. Aquel que me daba ganas de vivir. –Desato primero tus pies y después tus manos, que caen desplomadas, casi muertas, sobre el frio metal–. Pero eso ya lo sabías, sabías que cada palabra, cada frase, cada relato que mi pluma escribía era para ti, igual que mis miradas se perdían por ti y mis suspiros morían por tu culpa. Asesina. Todos supisteis lo que sentía hacia ti antes que yo.

Guardas silencio, me escuchas con atención y debates mis palabras en tu cabeza, porque no puedes dejar la mente en blanco, eso para ti es completamente inviable. Aun libre, no te mueves, porque no te queda absolutamente nada de energía para hacerlo, porque solo mover la mano es una acción que concibes como imposible, pero, además, porque en el fondo sabes que estás segura, que no te haré más daño. Llevo mi dedo índice a la palma de tu mano y la acaricio con cariño un instante antes de apartarlo atemorizado.

–Siempre se me ha hecho difícil tocarte. Nunca acaricié tu mejilla, jamás te cogí de la mano, solo la idea de querer abrazarte estando sentado a tu lado hacia que me levantase y apartase con cualquier excusa tonta como castigo. Sé que si te lo hubiese pedido me hubieses dejado, pero ¿cómo un ser indigno como yo iba a atreverse siquiera a intentar tocar tal obra de arte? Sería un sacrilegio. –Me pongo en pie y hago de apoyo para que puedas sentarte sobre la camilla. Escondes tus ojos tras tu pelo para evitar mi mirada. Lo entiendo, no es la primera vez que lo haces–. Además, un abrazo me dejaría completamente al descubierto, desvelaría cada una de tus dudas sobre lo que siento y, aunque quisiese, no podía ponértelo tan fácil.

Extiendo tus brazos con cuidado y los introduzco por las mangas de una camiseta blanca, ancha y larga que, una vez puesta, casi acaricia tus rodillas. Llevo mis manos a tu pelo y, con mucho cuidado, como quien acaricia las páginas de un manuscrito milenario, lo dejo suelto cayendo por tu pecho. Tus ojos de caramelo se clavan agradecidos en los míos, pero tu boca no emite palabra, pues sus labios desquebrajados apenas se abren para dejar a las exhalaciones salir. El silencio duele, porque oír tu voz me hace sentir en calma, más cerca de ese lugar que algunos llaman hogar, un lugar donde encajas porque es precisamente donde tienes que estar.

–Si la situación hubiese sido diferente… pero no lo es, ¿verdad?

Te ayudo a ponerte en pie y paso mi mano por tu cintura para servirte de apoyo en el camino hasta una pequeña jaula de barrotes oxidados con altura de poco más de un metro. Con dificultad de contorsionista, consigues introducirte por la pequeña puertecita y te acurrucas, abrazándote a ti misma. Veo una bestia alejada de su hábitat, encerrada en una cárcel que no se define por los barrotes, sino por una humanidad creciente, por el dolor y el destierro del alma. Me agacho para ponerme a tu nivel y observo los ojos en los que tantas noches vi reflejada la luna.

–¿Sabes lo que es verdaderamente triste? Que, después de todo, nunca he sabido cómo llamar a esto que siento por ti. Vivo por y para las letras, he leído y escrito mil sinónimos distintos de amor, un millar de metáforas que esconden la esencia de un sentimiento, pero esto escapa a mi control, no hay término en lengua alguna para lo que brota en mi pecho cada vez que te veo, para las desesperadas ganas de besarte que me recorren de pies a cabeza. Solo quiero hacer tus risas mi melodía, dedicarme por completo a hacerte feliz y desengranar contigo todos los misterios de la existencia. –Soy incapaz de encontrar significado a tu mirada, pero no me importa, no espero descubrirlo ahora–. Quiero que tus huracanes destrocen cada pedacito de mi filosofía, tan solo para que seas tú el cimiento sobre el que construya otra; que tu luz ilumine cada recoveco de mis oscuras entrañas, que se haga real la más cuerda de mis locuras. –Desde la jaula te ves cada vez más débil, más apagada, con cada palabra que digo pareces palidecer más y presiento que has perdido la capacidad del habla para siempre–. Lo que siento no tiene sentido porque es la descripción de lo indescriptible, es la hipocresía más pura, la paradoja más clásica. ¿Y qué hago? ¡¿Qué hago?! ¡Dime! –Elevo el tono de voz tanto que consigo que agaches la cabeza, así que me sosiego hasta que nuestras miradas vuelven a conectar y, entonces, una lágrima atraviesa mi rostro tan veloz como una perseida, así que te deseo–. Nada. No hago nada. Porque no puedo.

Me pongo en pie mientras una lluvia de estrellas nubla mis ojos, perdido en la incertidumbre de lo que ocurrirá cuando te vayas. Una parte de mi querría que aún tuvieses alas y pudieses salir volando lejos de aquí, que pudiésemos empezar de nuevo nuestro huracanado baile. Pero eso ya nunca más podrá ser.

–Así que te escondo, te esconderé siempre, aquí, en mi mente, en el rincón más recóndito de aquello que empezó como una grieta y se ha acabado transformando en una profunda caverna de la que nunca podrás salir. Y te echaré de menos aun cuando estés a mi lado, para que nunca nadie sepa todo esto. Ni siquiera tú.

Y antes de que puedas apartar tus ojos de los míos, cubro la jaula con una tela gruesa de color oscuro para evitar tu canto. Porque todos saben que cuando un ángel entona su canción, solo puede despertar demonios, y no hay nada que desee menos que otro infierno en mis entrañas. Acaricio con mimo la aterciopelada forma de los barrotes y siento tu mano tocando la mía una última vez, pero te noto lejos, porque siempre nos separará una franja violácea, como la que aleja el día de la noche.

Cierro los ojos y, cuando los abro, ya no estás. Ni el montón de madera ardiendo, ni la camilla ensangrentada, ni la nave industrial me rodean. Ya no hay nada. Estoy yo, solo, con un papel lleno de palabras frente a mí, aprendiendo a olvidar para que, tarde o temprano, pueda olvidar como hacerlo. Y, así, en ese preciso instante, me prometo que tu canción siempre será mi secreto.

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