¿Qué es ese ruido? ¿Estarán robando? ¿Acaso será un niño? O quizás sea un gato. Sí, es un gato imitando el llanto de un niño. ¡Sí! Debe ser eso. Porque en este lugar todo parece más vivo en la noche. Es por eso que me cuesta dormir. ¿Cerré la llave? ¿Le habré puesto el candado al portón? Sí, ahora recuerdo, lo hizo mi padre. Intentaré dormir un poco, a pesar de esos molestos ruidos.

Me despierto a las seis de la mañana, o mejor dicho; me levanto a esa hora, porque he estado dando vueltas en mi cama y en mi cabeza sin poder conciliar el sueño más de un par de horas. Camino lentamente por la habitación y abro las cortinas para ver como está el día, así sabré qué ponerme. ¡Está soleado! ¡Qué bueno! Eso le ayuda a mi humor. Me gustan los días soleados. Creo que hoy puede ser un buen día.

Bajo sin mucha prisa, no tengo trabajo al que llegar temprano. Miro a mis padres con sus ojeras y pienso que ocho horas de sueño no bastan para alguien que se rompe el lomo por su familia. Pero es cosa de todos los días y simplemente los saludo. Luego pongo el agua para el mate, y me alegro de ver que la llave está bien cerrada. Y pienso para mis adentros que mis manías nos salvan.

Me dirijo al baño, con mi repelente temor de tocar los cerrojos, así que uso un repasador, ese que tengo más a mano. Luego salgo, no sin haberme lavado las manos unas diez veces. Solo que ahora abro el picaporte con la ayuda de la manga de mi blusa.Luego de aprontarme y asegurarme minuciosamente que cada cabello está alisado en la coleta siento que puedo dejar escapar un suspiro, casi siempre me lleva media hora peinarme. Así que este simple hecho ayuda a reforzar mi buen humor. En efecto parece que este será un buen día. En el cuarto me cercioro de que cada objeto esté en su lugar y perfectamente limpio antes de abandonar el sitio. ¡Sí! Todo parece estar en orden.

Antes de irme me observo varias veces en el espejo, porque le temo a la suciedad. Y sin falta reviso la llave del gas para estar segura de que no haya peligro. Aseguro las trancas de la puerta, dos veces, solo por si acaso. Me despido de mi madre con un “te quiero”, pues nunca se sabe. Cuando por fin cruzo el portón para irme, le pido a mis perros que no me sigan, que se queden dentro del jardín, aun cuando no tienen forma de salir. Compruebo tantas cosas para mí necesarias que ya estoy cansada al momento de marcharme de casa.

En la calle empiezo a respirar ese tibio aire que solo la libertad de toda regla me puede brindar. Por costumbre piso las hojas secas que crujen bajo mis pies y río al punto de que la mandíbula me duele. Entonces por momentos tengo la sensación de que he olvidado como reír. Pero ahora soy libre de algún modo, puedo sentir que me expando, que existo, que soy persona y no un conjunto de defectos. Nada me hace sentir más viva que el viento golpeando mi cara. El olor del pasto mezclado con la tierra todavía húmeda por la escarcha.

Pero aunque quiera, no puedo sortear esos carteles de tránsito que me invitan a contar la cantidad de palabras. ¡Y deseo, intento ser más fuerte y no puedo! En la parada saludo a los perros callejeros que ya me conocen y una vez en el ómnibus paso mi mano sobre el asiento escogido para que esté bien limpio. Miro por la ventana intentando absorber tantos rayos de sol como pueda y esquivo a los animales abandonados que veo durante el trayecto porque soy cobarde.

Preparo mis materias y voy al liceo, acarreo muchas frustraciones que intento vencer. Pero casi siempre, son ellas quienes me dominan. Paso mucho tiempo sola intentando comprender mi vida, luchando si se quiere, por encontrar respuestas o al menos soluciones. Paso mucho tiempo perdiendo. Y eso es lo que más me aterra, ver pasar los años y todo el tiempo que he perdido. Y cuanto más intento entender, más segundos pierdo.

De nuevo en casa intento ser yo misma, pero una “yo” que desconozco, que no sigue ritmos, que no tolera manías y rezo porque algún día la encuentre. Y sé que mis padres también rezan pidiendo lo mismo. Esa es la rutina que todos compartimos; la de la esperanza, la del dolor y la angustia. Cada uno sufriendo por el otro. Si estamos de buen ánimo charlamos acerca del día, pero mayormente de temas triviales, porque esos son los más seguros, los que no provocan discusiones, ni abren viejas heridas. Si estamos mal pretendemos, o nos limitamos a hablar del clima.

Pero inevitablemente llega la hora de acostarnos. Y ahí soy yo quien revisa las puertas y las garrafas, sin falta, no puedo dormir sin hacerlo. Porque hasta las noches esconden sus demonios, en los dormitorios, en las salas, en los desvelos. En mi caso están en la memoria y es que cuando no puedo dormir; los recuerdos, en especial los feos, acuden a mi mente como cascadas inagotables de malos augurios. Esos sentimientos me apabullan porque no los puedo cambiar. No tengo poder sobre el pasado y al parecer tampoco sobre el presente. Si intento engañar a la falta de sueño con la tele, aun tengo la necesidad de dejar el volumen siempre en números pares.

Soy consciente del problema, es ahí cuando me duele el alma, de verdad duele como si un gran aguijón se enterrara en mi pecho, es solo ahí cuando lloro. Eso me devuelve algo de calma. Pero solo basta un crujido en medio de la oscuridad que me arrastra a las preguntas de siempre; ¿habré cerrado la llave del gas? ¿Y la de la puerta? ¿Entre a todos mis perros? Y aun cuando encuentro en mí las justificaciones del caso, cuando me digo que estos hábitos pueden salvarnos la vida; siempre me pregunto; ¿cómo sería poder vivir una vida normal, aunque fuera, por un solo día?


Aunque es un relato explica la dificultad de vivir con manías. El nombre clínico es TOC (Trastorno obsesivo compulsivo), una de esas enfermedades raras que lamentablemente se están volviendo más comunes hoy en día.

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