Ese cielo cerúleo penetraba en mi mente con intensidad, esa luz tan viva y aguda fue encubierta por una neblina sombría e incierta. Alaridos inhumanos de los reclutas impregnaron tras la arboleda del extenso bosque angustiando los oídos de estos. Nuestros pies comenzaban a ser pesados y fatigosos. Los disparos de la facción antagónica perforaban y acribillaban los cuerpos ya débiles de los soldados, caían exánimes. Un dolor desgarrador profundizó bajo mi costilla izquierda y caí impactando mi cabeza contra las aguzadas piedras. Mis párpados pesaban y mi figura perdía valor.
Una opacidad inmensa dominaba mi visibilidad provocándome inquietud. Un pitido incómodo se mezcló con las voces intensas acribillando mi mente de un modo irritante. Miles de imágenes atravesaban en mis pensamientos de una manera turbia. Quise llevar mis manos a mi sien, pero una fuerza incalculable me lo impidió. Aquel pitido irritante fue desvaneciéndose hasta hacerse imperceptible y ceder a oír con mayor exactitud las voces que, anteriormente, percibía con ambigüedad. Diversos sonidos indescriptibles se hacían presentes haciendo de mi mente un caos. Ansiaba por abrir mis ojos y lograr analizar aquel alboroto exasperante. Voces desiguales emergían a medida que pasaba el tiempo, algunas se me hacían conocidas, otras las desentendía. Un llanto amargo se adquirió en mi cabeza y me torturó hasta que la angustia se introdujo por todo mi ser. El pitido volvió a hacerse audible cortándome el latido de mi corazón. Una corriente eléctrica embistió en mi pecho y recorrió todo mi cuerpo, esta acción se repitió tres veces hasta que el pitido volvió a ser inaudible.
El cielo añil y relajante iluminaba el oleaje y resaltaba las risas de las criaturas que se precipitaban hacia el agua cristalina del mar. Unos brazos gélidos rodearon mi cintura y su cabeza se posó en mi espalda. Sonreí mientras observaba el pequeño cuerpo de mi sucesor corriendo hacia la orilla haciendo salpicar pequeños granos de arena al aire. Era mi última semana antes de partir a batallar a Irak. Acaricié el vientre ya desarrollado de mi esposa y le besé con dulzura. La pequeña mano de mi hijo se posó en mi muñeca y me arrastró con él al océano.
Dejé de respirar por un segundo, al descifrar la voz de mi hijo acompañada por sollozos. Recé por poder abrazarle y decirle que no llorase, que todo estaría bien, pero Dios no respondió a mis plegarias.
Una voz desconocida se hizo asistente mientras retenía sus palabras. Estas me hicieron conocer el lugar, el tiempo y cómo me encontraba. Una máquina estaba insertada conectando con el latido de mi corazón, mientras mi cuerpo reposaba en el hospital de mi localidad. Un llanto de bebé hizo que la sala donde me encontraba se quedase en silencio. Un año y medio había pasado desde que esa bala se incrustó en mi cuerpo provocándome un derrame cerebral en el momento en el que mi cabeza se hincó sobre esa piedra. La máquina debía ser desconectada de inmediato y La máquina debía ser desconectada de inmediato ya que mi cuerpo no podía permanecer más tiempo inconsciente en aquella habitación. Cerré los ojos un instante y escuché aquella canción que mi mujer tatareaba siempre que ocurría algo infame.
De un momento a otro, el silencio protagonizó la atmósfera, arrebatando mi alma y mi cuerpo, este se volvió liviano, transportándome, de una vez, al sosiego.
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A ti, eterno sufridor:
Te pido disculpas, de todo corazón, por no entender lo que es jurar bandera ni lo que es amar a tu país. Por no entender la frialdad con la que se mata y el amor con el que se muere.
Por temer y por no sentir el amor por una patria, una patria que se desmorona.
Gracias por luchar hasta morir y morir por luchar para mantener lo que es tu sangre pura y fuerte.
«Gracias» por «servir hasta morir» y por defender la bandera con sangre, sudor y lágrimas, con las de otras personas inocentes.
Pido disculpas porque, después de millones de muertos por un único objetivo y que después de tanto sufrimiento, se sufra cada día más, pues no he visto territorio que después de un conflicto armado, o invasión militar extranjera, desarrolle prosperidad sobre un lecho de rosas.
Pido disculpas, por mi parte a todos aquellos soldados, padres y familias, escasas de armas, de nutrición y de fuerzas, que luchan por defender a su país de otros más grandes que atacan por mero orgullo u otros oscuros intereses.
Pero, realmente, ¿es todo esto solo culpa de los militares?
Pido disculpas porque este relato no llegará más allá de mis manos.
Pido disculpas porque nuestros superiores prohibirán que esto llegue más allá de mi voz.
Pido disculpas porque mi grano de arena, no sirva para mucho.
Pido disculpas por no poder evitar que esta atrocidad no llegue a su fin.
Pido disculpas, por si en algún momento se ha llegado a la conclusión de que este relato sería para agradecer a los soldados que luchan por acabar con otro país subdesarrollado, sin una razón coherente.
Y pido disculpas ante la constatación de que no son los «dioses» los que libran las batallas, ni quienes los que nos envían a ellas, desde la poltrona de sus caros sillones.
Gracias, sirios, gracias, afganos, gracias, palestinos, gracias, iraquís, gracias, a vosotros y a todos los otros países, atacados día a día sin tener casi posibilidades de defenderse, por, desgraciadamente, demostrarnos la injusticia y la frialdad del mundo.
Os han robado el hogar.
Os han robado a la familia.
Os han robado la salud y la comida.
Os han robado vuestros derechos.
Nos os habéis podido resistir ni oponer.
Os han humillado.
Habéis sangrado.
Habéis llorado.
Habéis chillado.
Y vuestros gemidos se han quedado a escasos metros de ser escuchados.
Todos conocemos a los causantes de esto, y muchos los alaban.
Os han robado la vida.
Ahora, se lo que es sentir impotencia y asco.
Ahora, se lo que es la empatía, el sufrir por otras personas.
Ahora, se que las balas van más rápido que las palabras.
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