Entre toda empapada de agua y antes de quitarme la capucha me topé de frente con mi nuevo compañero de piso. Ya me habían advertido de su nacionalidad, de sus gustos y sus manías. Era un producto de origen asiático, de China, concretamente, con una cobertura americana. Logos de Mac, New York Nicks y Abercrombie and Fitch destacaban sobre su delgado cuerpo. En el poco espacio de tiempo que tuvimos para conocernos descubrí que era profesor de Biología Molecular en una universidad asentada en una ciudad impronunciable de una región impronunciable en el sur de China, que llevaba un año en la universidad de Stirling realizando una estancia académica como profesor y que no nos habíamos visto desde que llegué al piso porque había estado en un congreso en un pueblo impronunciable de centro europa. Hablaba un inglés cerrado para indicarme como funcionaban las cosas en el piso. Fue el primero en llegar y todos los objetos repartidos por la casa, y que estaban a la vista, le pertenecían. El salón estaba lleno de licores – tanto escoceses como de su tierra – , la cocina llena de especies y salsas de colores, y el salón cubierto de motivos propios de su cultura. Un juego de diferentes olores emanaba de la cocina e inundaba toda la casa, un tanto fuerte, pero agradable y acogedor, parecido al olor del café recién hecho por la mañana, pero con matices picantes y salados. Y podía utilizar todo cuanto quisiera. Una perspectiva muy comunista a pesar de enarbolar la bandera del consumo y del capitalismo, pensé, y, de manera automática se me vino a la cabeza que tenía que dejar de desarrollar prejuicios gratuitos, propios de una mentalidad infantil, y empezar a abrir mi mente si quería sobrevivir a tres mil kilómetros de mi casa. Puso a hervir agua mientras se encendía un cigarro en el patio interior. Este daba a un amplio jardín que compartíamos con otros pisos. De vuelta a la soledad, mi cabeza no tardaba en buscar algo con lo que distraerse, pero el discurrir de mis ideas me llevaban a un lugar común que no era otro que las circunstancias que me habían llevado a abandonar mi tierra y venir a Escocia en busca de un sustento.

Mientras estuve pelando una naranja para prepararme un zumo pasó una anciana cargada de bolsas de la compra. Me recordó a mi abuela. Seguro que ella también llegaba de la compra en ese momento. Y una sensación de soledad me invadió por dentro. Supongo que ese era el siguiente paso después de experimentar la odisea que supuso llegar hasta Stirling.

Recuerdo el tiempo que pasé con mis padres hablando en el aeropuerto y tomando café justo antes de que partiera el avión que me dejaría en Edimburgo. Hablamos de banalidades para dejar fluir los nervios previos a una despedida. Con un billete y una maleta sólo de ida no es fácil gestionar una despedida, aunque creo que lo hicimos bastante bien: un adiós, un beso, estaré bien, nos vemos pronto, otro beso. Y comienza la odisea de un viaje que nadie quiere hacer. Supongo que la vida en sí misma en un viaje que mucha gente habría elegido no hacer si le hubiesen dado la oportunidad. En esta sucesión de momentos se forjó mi relación con dios, con todos a la vez y ninguno en concreto. ¿Acaso un dios misericorde y todopoderoso no debería darnos la oportunidad de ser libres para elegir sufrir la experiencia de la vida? Parece que este es el sino de la humanidad: ser esclavos de algo desde el día de nuestro nacimiento, atados a la propia vida, y, más tarde, de lo que encontremos a nuestros paso. Esclava de la vida y de mis propias circunstancias de vida. Llegados a este punto no podía evitar que la tristeza deambulara por mi cuerpo. Por suerte, los diferentes trámites que tuve que ir salvando para sobrevivir hasta llegar a mi destino me permitían abstraerme por momentos de mi propia realidad, y, sobre todo, de la realidad de los otros, para poder fluir, levitar, como yo sólo se, en un espacio que, imagino, será el lugar de donde viene las grandes ideas, o el camino que recorren las historias de la humanidad.

Comenzar a vivir en un idioma que no es el tuyo suponía otro trance al que tuve que adaptarme con rapidez. No soportaba tanta incertidumbre, quería asentarme cuanto antes en la cultura y la sociedad escocesa. Tenían un acento diferente, de baja intensidad, pero muy veloces articulando frases. Todo el conjunto resultaba un hándicap que influyó sobremanera en mi voluntad para introducirme en este nuevo mundo. Por suerte, el derroche de amabilidad y generosidad que recibía a cada paso me permitieron moldear una actitud positiva sobre la nueva vida que ya estaba abrazando.

La soledad es una sensación persistente, acecha en cada espacio y en cada objeto, en cada idea o en cualquier persona para recordarme lo sola que me encuentro, lejos de una vida que ya tenía asentada. La anciana tiene problemas para subir el carro de la compra por los cuatro escalones que dan a la puerta de su casa. Y la miro y no puedo evitar sentirme tan vulnerable como ella pero de manera espiritual, como si estuviese rodeada de escalones, cada vez más altos, más anchos, que se multiplican, y cada vez me cuesta más subirlos. Es por eso que decido quedarme quieta. Como ahora. Mirando a la anciana sin hacer nada por ayudarla. Entonces miro a mi compañero sentado en el escalón que da acceso al patio mientra fuma, solo, advierto que con la vista perdida en el infinito. Otro que está solo, pienso, para volver a regañarme, pues no tengo ni idea de su vida o de como quiere vivirla, y mucho menos derecho a opinar sobre ella.

Cuando me quiero dar cuenta de que sigo pelando la naranja me he hecho un pequeño corte en el dedo índice de la mano derecha que me escuece más de lo normal. Pongo el dedo debajo del agua y noto como fluye la sangre a través de un latido constante. Cuando vuelvo a mirar por la ventana veo a la mujer anciana tirada en el suelo. Sin pensarlo dos veces salgo de la casa con calma pero apresurada ya que me ha parecido ver sangre en el suelo. En cuestión de segundos me arrodillo a un lado. Me dice cosas pero no consigo entenderla. Por suerte está consciente. Tengo que llamar a urgencia pero no se el número y no tengo móvil. Me levanto corriendo a por mi compañero de China. Le intento contar que ha pasado y viene conmigo. Cuando ve la escena saca el móvil, llama y habla con alguien. Cuando veo la brecha que tiene la anciana advierto a mi compañero y corre hacia la casa para traerme un trapo con el que limpiarle la sangre e intentar cortar la hemorragia. Contengo los nervios hasta que la mujer se desmaya. Miro a mi compañero y adivino que me dice que no me preocupe para que al momento aparezca la ambulancia torciendo la esquina de la calle. Cuando bajan los enfermeros dejo que actúan y a mi compañero que hable con ellos. Creo que le dicen a mi compañero que se pondrá bien, que no es nada, y luego me lo confirma una vez que volvemos a casa y la ambulancia se aleja. Me cuenta que los enfermeros del pueblo ya han venido otras veces a tratarla. Se llama Linda y no es la primera vez que sufre un accidente. Se trata de una anciana cuya familia está muy ocupada y no pueden hacerse cargo de ella. Los médicos y su familia le han recomendado entrar en una residencia pero ella no quiere porque no le dejan ir sin un perro que vive con ella.

Después de contarme toda la historia voy a mi cuarto y desde la ventana, con la última luz de sol del atardecer consigo ver la silueta de un perro en la ventana que mira inconmovible hacia la curva por la que torció la ambulancia con su amiga dentro.

Antes de que caiga la noche salgo de casa con algo de comida que supongo le gustará: pan, fruta y algo de arroz de la comida de esta mañana. La anciana consiguió abrir la puerta antes de precipitarse al suelo. Entro y el adorable animal me recibe con lametones en mis pantorrillas desnudas. Cierro la puerta y dejo la comida en un bowl enorme que tiene en la entrada. Le acaricio mientras come y pienso en la suerte de tener alguien que le quiere, alguien que no le va a abandonar por mucho que la vida se le haya puesto en contra. Después de pasar un tiempo con él salgo por la puerta. Le digo que se tranquilice que mañana vuelvo. Mientras ando por mi nuevo barrio pienso en que la vida supone en luchar día tras día contra cualquier cosa que se te pueda poner enfrente. Trabajar, luchar por tus ideas para después fallecer solo en casa, sin que nadie vele tu cuerpo. Supongo que llegado el momento tu cuerpo importa bien poco. Lo que importa es la manera en que vives cada minuto de tu vida, cada segundo incluso. Que tarea tan difícil, tan complicada que parece imposible, elegir bien la persona en la que quieres convertirte en cada instante de tu vida. Y ya es imposible porque ya eres otra. Y de nuevo se produce el cambio. Supongo que esto es la vida: una incertidumbre constante y una adaptación continua.

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