Cuando te despiertas al lado de un tipo desconocido, es raro. Fin. Cuando además dudas entre si su nombre es Alberto o Sergio, te aseguro que es más raro todavía.
Traté de no moverme demasiado al asomarme por la orilla de la cama para hacer una panorámica de la situación del suelo, esa visual contaba en sí misma la historia de aquella noche. Mis medias de blonda sobre sus pantalones, mi ropa interior asomando entre su camiseta, el vestido dado la vuelta… todo correcto.
Tocaba levantarse y salir por patas de allí en el menor tiempo posible. Entonces él, Alberto o Sergio, hizo un movimiento deshaciéndose, en parte, de la sábana que nos cubría. Me miró y sonrió. ¡Mierda, se ha despertado! Me apretó la naricilla con un dedo, le toqué el pelo con la esperanza de que ese gesto me hiciera recordar su nombre exacto, o que él lo dijera. Ya, es una estupidez pero, ¿se te hubiera ocurrido algo mejor?
Efectivamente mi caricia no provocó que él soltara algo como: «A (nombre del desconocido) le gusta esto». No claro, eso no pasa. Si hubiera pasado, le habría tomado por un rarito de esos que peinan barbies, o por un instagrammer, que nunca sabes qué es peor. Digamos que su forma de «dar LIKE» a mi gesto, fue besarme la frente en plan «soy un chico súper tierno, ¡mira, qué suerte has tenido!».
Recuerdo perfectamente cómo pasó. Acabar acostándome con un desconocido formaba parte del planteamiento de la noche, por algo había echado en el bolso el kit de supervivencia de sexo casual: cepillo de dientes, toallitas desmaquillantes (con treinta años sabes que no te puedes permitir dormir maquillada, sea cual sea la situación que se presente), toallitas íntimas (con esta edad también sabes que se convierten en tus mejores aliadas nocturnas), desodorante, gafas de sol y unos condones (yeah!).
Tras tomar un par de copas por el barrio, mis amigas y yo decidimos ir a unos cuantos kilómetros de distancia para conocer el local más nombrado en redes sociales por esa gente a la que queremos parecernos y no reconocemos. Al llegar, nos encontramos una cola para entrar que era lo suficientemente larga como para plantearnos darnos la vuelta, pero no tanto como para hacerlo. Afortunadamente sucedió lo que sucede cuando todo se pone a favor en una serie televisiva de treintañeras: una de mis amigas conocía a la azafata que llevaba la lista de invitados. En diez minutos estábamos dentro del local y en veinte, compartiendo mesa con Sergio o Alberto y sus amigos.
Sergio o Alberto se dedicaba a no sé qué y olía muy bien, además sonreía muy bien y para colmo, tenía sentido del humor. Vale, está claro que no sé mucho más de él, salvo que cuando mis amigas fueron desapareciendo una a una durante la noche, él siempre estuvo cerca, con un halo protector, interesado e interesante.
Era el momento de subir la apuesta, del doble o nada, aún sabiendo que podía perderlo todo, aún sabiendo que de aquella noche, sólo quedaría un recuerdo con irremediable sonrisa, en el mejor de los casos. Porque así es este juego. Pero ahí estaba ella, la que siempre llega en situaciones excitantes con la única intención de protegerme o hacerme sentir fatal. Ella, la cordura.
Abrí mi Whatsapp y escribí a Adriana. Adriana es la mujer que yo sería si no me hubiera casado hace dos años, si no fuera feliz en mi matrimonio, o si entendiera realmente por qué tengo estos deseos de ser infiel siempre que la ocasión se presenta.
Yo: 1:03
– Hemos venido a Ok! Land, ¡el sitio es increíble! 🙂 Las chicas se han ido y yo estoy con un tipo al que acabo de conocer. ¿Qué hago? ¡es monísimo!
Adriana: 1:18
– ¿Qué haría Madonna?
Mi amiga es brillante. No creo que pueda existir mejor respuesta ante cualquier pregunta que surja después de la media noche.
A la una y veinticinco estábamos cogiendo un taxi con destino a casa de Alberto o Sergio.
– Carla, ¿vas a querer zumo de naranja con el café?- Dijo asomando su cabeza por la puerta de la habitación y rompiendo mi recreación.
¡Mierda, él sí recuerda mi nombre!
– ¿Zumo de naranja? No, de verdad, no es necesario. Tengo que irme. Mira, ¡es tardísimo!
Me levanté de un salto y comencé a recoger mi ropa del suelo, calculo que tardé en hacerlo dos segundos y tres décimas. Una lástima que no estuviera por allí ningún señor del Guinness con un cronómetro.
Mientras me lavaba los dientes, aún a medio vestir, escuché el conocido -y entrañable- sonido de un exprimidor casero. Al abrir la puerta del baño, con toda la dignidad que te permite llevar la ropa de la noche anterior a las ocho y media de la mañana, comprobé que toda la casa se había vestido de olor a café recién hecho.
Aparecí en la cocina. Alberto o Sergio había preparado un desayuno digno de foto de Instagram y vestía una camiseta digna del hashtag #Itboy. Quedarse era lo marcado por educación, por empatía y porque sí. Sin embargo, la idea me agobiaba, la realidad era que quería estar en mi casa, en mi ducha y en mi realidad a la mayor brevedad posible.
¿Qué haría Madonna? No tenía la menor idea. Tampoco conozco tanto a Madonna, pero me la imaginé dejando la marca de sus labios rojos en una servilleta de papel a modo de beso. La imaginé diciendo «Thanks» a Alberto o Sergio, con una sonrisa. Bebiendo un sorbo de café, de pie, sin acomodarse y marchándose de allí, entre humo y focos de colores. Así que eso fue lo que hice con los recursos que contaba. Es decir, sin humo ni focos de colores.
No intentó detenerme, estas historias no van de eso.
Salí a la calle con las gafas de sol puestas y cogí un taxi. Escribí un Whatsapp a mi marido para darle los buenos días, le deseé buen vuelo de regreso a casa y me planteé si despedirse de Madonna hasta la próxima ocasión, era lo que habría hecho Madonna. Al menos, eso fue lo que hice yo.
En ese momento, Alberto o Sergio, se sirvió otro café. Buscó en la agenda de su teléfono y escribió un mensaje:
8:48
– Creo que anoche conocí a tu mujer. Deberíamos vernos. Un abrazo. David.
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