“El amor se paga con amor.” Aunque en varias ocasiones se lo hubiesen repetido, aquella frase para Eve no tenía sentido. Sólo había sido una de tantas frases moñas, de esas que las madres postean en Facebook con la cara de Paulo Coelho de fondo con los brazos cruzados como si fuese el maestro del amor. Ella se consideraba a otro nivel, o más bien a un nivel distinto.
– Mira, me he dado cuenta de que has estado conmigo en todos los malos momentos de mi vida –dijo ella.
– Gracias, cariño…
– Así que creo que me traes mala suerte.
– ¿Qué?
– Lo que oyes. ¡Yo era feliz siempre antes de salir contigo!
– Pero estas cosas ocurren cuando uno va madurando y…
– Tengo casi treinta años, guapo. Creo que soy mayorcita como para echar cuentas y saber lo que me conviene. He leído un libro sobre personas como tú, se llama “gente tóxica”
– ¿Me dejas así, sin más, por un libro?
– No quiero darte explicaciones como que eres un triste que roba energía a todo el que te rodea, para no deprimirte.
– Acabas de hacerlo –hizo una pausa. –Pues que sepas que no encontrarás a nadie como yo.
– Esa es la idea.
Y así fue como Eve Lynch cerró la puerta del apartamento de su novio de un único y seco golpe mientras se guardaba un misterioso objeto en el bolsillo y su sonrisa despuntaba en un “tin” brillante.
Dicen que el batir de las alas de una mariposa puede generar un tornado en otro lado del mundo. El conocido “efecto mariposa”. Eve demostró sin darse cuenta que también existe el “efecto puerta” que, en pocas palabras, significa que cuando cerramos la puerta a algo en nuestra vida damos lugar a una serie de acontecimientos. Justo en el mismo momento en el que Eve cerró aquella puerta, en la otra punta del mundo, un tipo daba el último martillazo a su último invento. El tipo tenía la piel bronceada como el resto de su tribu, aunque su sentido del pudor le llevaba a vestir con algo más de ropa. Mientras su tribu se limitaba a cubrir sus partes más íntimas, este tipo solía llevar unas zapatillas y calcetines de su propia invención con un preocupantemente parecido a unas chanclas de dedo. Los Korowai son un pueblo aborigen que vive en Papúa, Nueva Guinea, Indonesia. Suena a que está lejos, ya lo sé. Digamos que son aldeas de personas que saben mucho mejor como vivir la vida que nosotros; la prueba está en que no andan pendientes del porcentaje de batería que les queda.
Una tribu korowai empezaba a estar hasta el gorro de uno de sus integrantes. Mientras que la mayoría dedicaba su tiempo libre a danzas junto al fuego, la caza, recolección, crianza de animales o a perpetuar la especie (todos tenemos nuestros hobbies, dentro de los límites de lo decente), este tipo pasaba casi todo su tiempo en soledad, perdido en la jungla, inventando nuevas formas de hacerles la vida más sencilla a sus compañeros. Las historias de demonios extranjeros eran populares en los cuentos nocturnos, interpretados con sombras y efectos visuales que producían algunas hojas y semillas al quemarse. La mayoría de los niños temían que los “arquelelogos” (como los extranjeros se habían presentado) volviesen, ya que aunque todas las historias tuviesen ciertos rasgos distintos siempre coincidían en que si los korowai alteraban su sistema de vida, el mundo sería destruido por un gran terremoto. Cada nueva generación era criada con la ideología de que eran héroes y que cada vez que iban a por agua con un cubo en lugar de montar un puesto de limonada a precio de cinco bayas hacía que el mundo estuviese un día más a salvo. El korowai inventor quedó fascinado en vez de asustado por los demonios extranjeros y rechazó por completo que todo el mundo dependiese de ellos. No tendría cosas que hacer el mundo como para estar pendiente solo de que ellos hiciesen bien o no las cosas. Tal era su actitud única desde niño que decidieron llamarle Se’nan (“el número 1” en lengua korowai, queriendo decir que no había 2 como él).
Se’nan acababa de darle los últimos retoques a una construcción de madera y hojas de manera que se veía un palo largo en forma de T y hojas a los lados, como si fuese una vela de barco. El invento estaba enfocado a la recolección de fruta de una forma mucho más rápida incluso a alturas a las que no podían trepar. El rasgo distintivo era que podía ponerse en “automático” puesto que Se’nan había colocado un peso y unas ruedecitas en la punta de la T para que en las cuestas de árboles frutales a los lados el aparato enganchase toda la fruta posible hasta quedar atascado o en el final de la cuesta. Entusiasmado, fue corriendo a presentar el aparato a sus compañeros. Como aquí ninguno tenemos nociones sobre lengua korowai mejor os traduzco la conversación:
– Oh, no. Ahí viene otra vez –dijo el Jefe de la aldea, viendo venir a Se’nan de lejos.
– Podríamos hacer como que no estamos –aportó otro korowai.
– Ya lo intentamos –respondió El Jefe.
– Podríamos hacer como que no está él.
– También lo hicimos y se fue a inventar unas gafas para que pudiésemos verle.
– Yo las seguiría usando para tomar el sol.
– ¡Pero si ya tenemos la piel oscura!
– No es para ponerme moreno, es por la vitamina C. Tomaría zumo, pero destruiste el exprimidor de naranjas que inventó Se’nan.
– Podría haber sido la causa del fin del mundo.
– Los exprimidores los carga el demonio.
Se’nan llegó resollando del cansancio, la emoción y un asma no diagnosticado, dado que la medicina en su tribu tocaba techo con un “mejor matarlo para que no sufra” cuando alguien tenía hipo.
– Chicos, tengo grandes noticias –sonrió.
– ¿Tienes hipo? –preguntó esperanzado El Jefe mientras otro de los korowais se golpeaba la palma de la mano con una maza esperando la orden.
– No. Tengo un nuevo invento que puede coger fruta por nosotros.
– ¿Pretendes dejarme en el paro? –añadió de fondo un korowai recolector.
– ¿Qué es “paro”? –Preguntó otro.
– Pues no moverme, idiota, si su trasto coge la fruta yo no me muevo.
– Tiene sentido… ¿qué es “trasto”?
– ¡Callaos todos! – ordenó El Jefe, con una voz hueca que cubría hasta los hormigueros cercanos. –Se’nan, te hemos repetido una y otra vez que no puedes cambiar las cosas tal como están. La antigua leyenda dice claramente que si cambiamos nuestras costumbres…
– ¡Ya lo sé! “El mundo se acabará”, bla, bla, bla… “Ese instrumento para cortar las uñas nos impide pelar la fruta”, “Esa bebida amarilla y espumosa que has inventado hace que los hermanos se pongan violentos y luego muy cariñosos”. Os oigo cuando me habláis, pero no sabéis cómo es el mundo de grande. ¿Cómo podemos saber si nosotros tenemos algo que ver si no lo probamos?
– Las leyes están claras, Se’nan. Destruye tu objeto.
– Destrúyeme ésta –concluyó Se’nan agarrándose la parte más íntima de su cuerpo.
El Jefe se llevó la mano a la cara con una mano mientras alzaba la otra lentamente hacia el cielo para terminar señalando a Se’nan. Media docena de korowais se abalanzaron sobre su hermano en lo que, desde fuera, se vería como una nube de polvo para ocultar a los espectadores más sensibles la brutal paliza que se estaba llevando a cabo. Al acabar lo ataron a su artilugio y lanzaron por un precipicio no lejos de allí.
Se’nan cayó y cayó varios metros hacia un vacío incalculable que auguraba una muerte segura. Para sorpresa de sus hermanos, el destino obró de una manera especial con Se’nan, ya que segundos después le vieron ascender por los cielos atado aún a su artilugio. Los miembros de la tribu korowai no lo sabían, pero al hacer el recolector de fruta, Se’nan inventó sin querer un parapente de hojas. Atado a él, Se’nan sólo podía esperar no acabar dentro de los múltiples peligros que aseguraba esta aventura como huracanes creados por el aleteo de una mariposa en el otro lado del mundo, aves carroñeras, el propio suelo o una suegra que viene de visita sorpresa. Decidió mirar al sol poniente sonriéndole a la brisa.
Por su lado, Eve Lynch se despertó por una corriente de aire que se colaba por la ventana. No recordaba haberla dejado así. Espantó a una mariposa de colores vivos que había buscado refugio en sus cortinas y reparo en los hombres trajeados que salían de coches oscuros que llevaban cara de “Eve ha robado algo caro y nosotros tenemos que recuperarlo”. Era una cara a la que estaba tan acostumbrada a reconocer como lo estaba a huir de ella. Estos parecían profesionales, con lo que salir por la ventana o escapar por el conducto de la basura habría sido insultantemente tópico, pero como en la vida del ladrón tampoco se tienen muchas alternativas Eve salió de casa dejando la puerta abierta. El hecho de que fuese una delincuente no le daba derecho a dejar que esos matones destrozasen la puerta a la pobre persona que viviese en esa casa, fuese quien fuese. Subió un par de plantas en dirección a la azotea con calma, sus pasos debían hacer menos ruido que los de los matones trajeados. Al abrir la puerta la sonrisa de satisfacción se le borró de la cara. El motivo era que la azotea estaba presidida por un helicóptero, varios guardaespaldas armados y su ex-novio con la mano extendida.
– Devuélveme el rediamante, Eve
Ella sopesó las posibilidades:
1. Darle el rediamante y esperar que la matasen sin dolor.
2. Decir que ya no lo tenía y ganar tiempo mientras lo llevaba al sitio “donde lo había vendido”.
3. Que todo esto fuese el principio de una novela en la que, de una forma alocada e inesperada, la arrastrase un korowai montado en un parapente improvisado en un rescate que desencadenaría toda una gran aventura con personajes absurdos.
4. Que seguía dormida.
En cualquier caso, Eve respiró hondo, cerró los ojos y pensó en su madre, en que debería haberle hecho caso y ser diseñadora gráfica por mucho que lo odiase. Se tomó un momento para despedirse de ella con cariño y otro momento para maldecir los relatos con finales abiertos. Fue entonces cuando soltó el aire, abrió los ojos y actuó.
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