Nueva York, madrugada del 10 de enero de 1932
El dolor me consume desde el interior, un dolor agudo y vergonzoso que no impide que me arrastre hasta perderme en la oscuridad del callejón que, si Fortuna me sonríe, se convertirá en mi lecho de muerte.
Mi nombre es Elisabeth Frost, hija de Bernard Harris, el distinguido alcalde de la ciudad de Nueva York y viuda de Charles Frost Junior, exactamente el adinerado marido que eligieron mis padres para su hermosa hija.
Ellos siempre tuvieron claro que con mi belleza de piel clara, cabellos dorados y ojos azules sería muy sencillo encontrarme un buen marido, por lo que no se molestaron en indicarme que debía cultivar mi intelecto. Yo solía ser la más hermosa de la fiesta, la que atraía todas las miradas, la que estaba más guapa cuando no hablaba.
A pesar de esto, no puedo decir que no desee ser como soy, porque me gusta mi apariencia; de lo que también estoy segura es de que, si me pareciese un poco más a mi hermana Jane, tal vez pudiese alcanzar algo de la felicidad que ella consiguió.
Yo siempre adoré a mi hermana, ella lo es todo para mí, la única que vio más allá de mi exterior, la única que sabía que yo podía ser algo más que un adorno colgado del brazo de un empresario adinerado. Jane nunca fue especialmente hermosa, demasiado delgada para llamar la atención de un hombre que le asegurase su futuro económico, con un cabello acastañado y sin vida que no resaltaba unos ojos gemelos a los míos. Recuerdo el día en el que cumplió 15 años, yo por aquel entonces tenía 13, toda la familia estaba sentada en tensión alrededor de una mesa tan recargada que espantaría al más fiel admirador del rococó; mi padre le entregó su regalo y Jane desenvolvió radiante de alegría un libro sobre medicina, ella se lo agradeció y el señor alcalde le dijo: “Tienes suerte de ser inteligente porque con tu apariencia no creo que puedas casarte demasiado bien”.
Siguiendo esta premisa, cuando Jane acabó sus estudios, el Doctor John McCarty accedió, tras la adecuada donación de material médico por parte de la alcaldía, a convertirse en su mentor. Casi como si el destino desafiase a mi padre, tres meses después, el hijo del Doctor McCarty, el reverendo Anthony McCarty, se presentó en nuestra casa para pedir a Jane en matrimonio. Mis padres estaban radiantes ante el buen marido que había conseguido mi hermana sin su intervención, pero quien en realidad estaba pletórica era Jane, el amor que nos había ocultado a todos durante meses hacía que su rostro resplandeciese y estaba más hermosa que nunca.
Fue precisamente en la boda de Anthony y Jane donde mis padres conocieron al que se convertiría en mi esposo. Junto a Charles Frost Senior, uno de los invitados más importantes debido a su posición económica, vino a la ceremonia su hijo que, con la ayuda del banco de su padre había puesto en marcha su propia empresa siderúrgica.
Tras dos meses de visitas a mi casa y paseos por el parque, nuestro compromiso se hizo oficial y nos casamos. Durante los primeros años fuimos muy felices, aunque, para mi cuita, Dios no nos bendijo con un hijo. Yo me comportaba tal y como lo había hecho mi madre en su matrimonio, intenté ser la esposa perfecta que lograba que su casa estuviese siempre al gusto de su marido. En verdad llegué a querer a Charles, él me trataba bien y siempre intentaba que yo tuviese todo lo que deseaba.
Todo iba de modo excepcional hasta el crac, cuando mi suegro lo perdió todo en el desplome de la bolsa, su banco no superó el saneamiento y quebró. Poco después, el señor Frost se suicidó. De la misma manera y con el avance de la crisis, la empresa de Charles entró en declive y él comenzó a beber, un delito debido a la Ley Seca. Este vicio hizo que se relacionase con contrabandistas y otros delincuentes de los bajos fondos, lo que condujo a su asesinato durante una redada en un almacén de la periferia. Aunque no debería sentir esto o, al menos, no debería decirlo, la verdad es que, cuando me dijeron que Charles estaba muerto, sentí un profundo alivio. Desde que había empezado a estar ebrio casi 24 horas al día yo lo temía. Me había golpeado en varias ocasiones, y después me pedía perdón, buscaba mi consuelo, y yo no era capaz de negárselo. Temía que en alguna de esas veces de descontrol me empujase por la escalera o que mi cabeza golpease una esquina al caer tras recibir una bofetada.
Los recuerdos provocan que las lágrimas inunden mis ojos tal y como mi sangre tiñe de rojo el abrigo blanco. Es tan profunda la humillación que siento que estoy segura de que si alguien caminase por la calle principal a estas horas de la madrugada, no pediría ayuda.
El frío se clava en mis huesos como cuchillos ardientes y yo sigo aguardando, aguardo la visita que todos recibimos, de la que muchos intentan huir pero la que nadie puede evitar.
Quién le diría a mi padre que su perfecta hija acabaría así, agonizando en un callejón con la ropa empapada en su propia sangre en una noche de invierno.
Mientras el cielo se va aclarando la inconsciencia se apodera de mí y no puedo evitar revivir una y otra vez lo ocurrido. Intento aferrarme al feliz recuerdo de la cena con Jane, su esposo y su pequeña Alice. La sonrisa de la niña siempre hizo que algo en mi interior se tranquilizase, con ella junto a mí yo siempre lo veía todo más sencillo. Pero de nuevo recuerdo el momento del adiós, todos en la entrada de su casa, Anthony con Alice sobre sus hombros y un brazo alrededor de la cintura de Jane, los dedos de ambos entrelazados.
Me desvanecí poco a poco, sola en la noche, sabiendo que probablemente nunca los volvería a ver y deseando que su vocación misionera se viese consumada en Liberia.
Caminé apresurada, mis tacones resonaban en la acera. Cuando doblé la esquina, me encontré de frente con un grupo de cuatro hombres que se golpeaban y gritaban entre ellos igual que viejos amigos que llevan mucho sin verse. Seguí caminando como si no estuviesen allí hasta que uno me cogió por el brazo, giré veloz y mi mano se estrelló contra su mejilla en un sonoro estallido, tres de mis uñas quedaron dibujadas en su piel.
Comencé a correr lo más rápido que pude, el aire frío entraba por mi boca hasta los pulmones haciendo que estos emitiesen un grito mudo. Oía cuatro pares de pasos firmes detrás de mí, se acercaban más a cada segundo. Llegué a la calle principal con la esperanza de que hubiese alguien que me ayudase, pero estaba completamente desierta.
Seguí corriendo, los pulmones me ardían y ya casi podía sentir la respiración de mis perseguidores en la nuca.
Unos brazos fuertes me rodearon desde atrás, apresando mis extremidades junto a mi torso. Cuando me elevé sobre el suelo, mis piernas empezaron a moverse con insistencia.
Una tira de tela con olor a loción de afeitado barata me cubrió los ojos. En ese momento, un grito agudo y desgarrado salió de mi boca. De inmediato, otro trozo de tela fétida fue empleado como mordaza; seguido de un último que apresó mis muñecas detrás de mi cuerpo.
Seguí forcejeando mientras uno de ellos me cogía por la cintura y me colocaba sobre su hombro; mi sombrero cayó. Con pasos firmes y silenciosos se movieron rápidamente girando en varias ocasiones y, tras un par de minutos, nos detuvimos.
El que me tenía sobre el hombro me dejó caer al suelo de golpe, mi espalda se estrelló contra la mojada y dura superficie.
– Ten cuidado, no dañes esa piel suave… – dijo una voz gruesa situada a la derecha.
Me apresuré a apoyarme sobre un costado y me encogí hasta quedar en posición fetal.
– Esperad, guardaré algo como recuerdo antes de que la toquéis – esta voz era más aguda y arrastraba las eses; estuvo seguida de un silbido metálico, una navaja al abrirse.
No pude controlar el miedo que me produjo este sonido y empecé a temblar, con un poco de suerte, pensaron que era a raíz del frío.
Noté como una respiración fuerte y agitada se acercaba más a mí, una mano subió desde mi cadera hasta mi hombro, donde apresó un puñado del cabello que caía alrededor de mi rostro cortándolo con una sola pasada de la navaja.
Un olor pestilente a alcohol me llegó desde donde estaba el hombre de la navaja, giré la cabeza para enterrar mi rostro en el pelo y el helado hilo de la cuchilla se deslizó por mi cuello en un rápido corte, lo siguió el calor de la sangre resbalando por mi piel.
– ¡Presta atención a lo que haces, idiota! – gritó enojado el de la voz gruesa -. Esta vez me toca a mí primero. Agarradla.
Unas manos anchas y fuertes me cogieron por los hombros y mantuvieron mi espalda pegada al suelo mientras otras me cogían por los tobillos para obligar a mis piernas a permanecer separadas y extendidas.
Noté una sombra alta y muy amplia delante de mí, se arrodilló poco a poco. Un profundo asco me envolvió cuando sus dedos dibujaron mis labios para después bajar por mi garganta. De un brusco tirón que hizo saltar los botones, abrió mi blusa y dejó al descubierto el fino satén de la combinación.
– La navaja – exigió.
Cortó la tela de la falda y también la combinación para después destrozar las medias y el sostén. Su lengua húmeda y viscosa se deslizó por mi pecho. Los dedos en mis hombros hicieron más presión cuando me encogí instintivamente. Una mano húmeda de sudor descendió por mi estómago hasta introducirse bajo mis bragas. Sentí de nuevo la fría cuchilla contra mi piel, pero esta vez solo cortó la tela que cubría mi parte más privada. Las lágrimas empezaron a empapar la tela que cubría mis ojos sin que yo pudiese hacer nada por controlarlas.
De repente, el rol de mi agresor cambió. Con una mano me apresó por el cuello impidiendo que la saliva bajase por mi faringe. Entró en mi interior con un golpe brusco y un grito ahogado por la mordaza escapó de mi garganta. Un dolor profundo creció dentro de mí con cada áspera embestida y sentí la sangre resbalar hacia mis muslos. No conseguía que el aire llegase hasta mis pulmones y cada vez notaba la realidad más lejana. Deseé que esa mano me apretase más fuerte y me aferré a la inconsciencia como un náufrago a un salvavidas.
No estaba segura de lo que era real, sentía un dolor agudo en cada fibra de mi ser, un calor repentino inundando mis entrañas y una somnolencia complaciente hacia la cual me dirigí con delicia.
Lo siguiente que recuerdo es el insoportable dolor que me obligó a abrir los ojos. Estaba sola, acostada en este mismo callejón, mi ropa desgarrada y el abrigo blanco teñido de rojo. Me arrastré hasta quedar oculta tras unas cajas.
Ahora que algún reloj cercano da las nueve, tengo la esperanza de que, cuando encuentren mi cadáver, Jane y su familia ya estén viajando rumbo a su nueva vida como misioneros. Mientras la inconsciencia me vuelve a acoger en su seno, deseo que mi hermana nunca sepa lo que me sucedió, que ella pueda ser feliz por las dos…
Jane, te quiero.
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