Lavé y enjuagué mis manos tres veces. Las sacudí otras cinco para quitar el excedente de agua. Las sequé con una toalla de seda, que luego extendí prolijamente. No debían quedar arrugas. Al fin estaba en casa tras culminar la semana laboral, dispuesto a dormir. Cerré la puerta de mi habitación, asegurándome de presionar con fuerza hasta escuchar un clic. Bajé las persianas. Me recosté. Mi cuerpo se encontraba agotado, pero mi cabeza tenía otros planes. Allí estaban otra vez los pensamientos, frescos como lienzos recién pintados. Sentía náuseas. Extinguir mi ansiedad tomó cuatro sofocantes horas. Esa noche no tenía idea de lo que se avecinaba.

Café oscuro. Dos cucharadas pequeñas de azúcar, colmadas. Mismo número de tostadas con mantequilla empapadas en miel orgánica. Doble nudo a los cordones de las zapatillas. Todo listo para salir a correr al parque. La banda sonora: Artaud, del flaco Spinetta. Esos soberbios treinta y seis minutos de melodías cristalinas deberían ser suficientes para sentenciar la elección de la siguiente obra. Deseo no ser asediado por dolores musculares otra vez. Recuerdo cuando me burlaba de mi padre por sus problemas de espalda. Era un modesto jugador de pádel. Le iba a ver a los torneos de aficionados del club de barrio. Le motivaba mi presencia. Ahora, a mis treinta y cinco años, reconozco su esfuerzo. Efectivamente, me duele la rodilla izquierda. Algunas nubes salpican el cielo. Una atrevida busca intimidar al sol, sin éxito. El clima es ideal para hacer ejercicio. Suena Las habladurías del mundo, anunciando el final del disco. Es un momento propicio para detenerme a estirar mis piernas a la sombra de un solitario árbol del coral, un ceibo primitivo. Luce radiante con la llegada de la primavera. Sus flores rojas hipnotizan, incluso aquellas que cayeron vencidas y custodian el tallo.

Aún no me decido sobre el siguiente artista a escuchar. Es en lo único que siempre dudo. Justo cuando estoy en pleno proceso creativo, sin pestañear y mirando un punto fijo, siento una energía singular. A pocos metros una mujer comienza un ritual sentada sobre una delgada manta turquesa en la hierba. Se mueve con elegancia y determinación. Me recuerda a un cisne. Salgo a correr todos los domingos —mis únicos días libres— y nunca la había visto. Admiro a la gente que logra controlar su interior. Las voces en mi cabeza nunca me dejan hacerlo; vivo en un infierno. Considero épico tal dominio. Su cuerpo, estilizado y atlético, sugiere una identidad. Tiene pelo castaño. Cae apenas por debajo de sus hombros, descubiertos por una musculosa al cuerpo. Su piel es tan blanca. La imagino suave como la pelusa del durazno. Sus ojos están cerrados. Su pose transmite armonía y seguridad. Su boca describe una delicada y sensual línea. Voy a escuchar algo de Charly García en mi regreso. Esa noche mis pensamientos obsesivos fueron hacia otra dirección. Siempre deambulaban entre el pasado, el futuro, la soledad, los miedos. Pero esta vez sólo la imagen de una joven mujer gobernaba mi mente. Estaba ansioso de que llegase el próximo domingo, ilusionado por volver a verla.

Preferí viajar parado en el tren de camino al trabajo. Los asientos del lado del pasillo estaban ocupados. No podía sentarme junto a la ventana por la sensación de asfixia que me invadía. Trataba de evitar el roce con las personas en los medios de transporte, como un contorsionista urbano. Al salir del vagón froté mis manos con el alcohol en gel, lo que me produjo una sensación de alivio. Ser telefonista de una empresa de celulares contribuye al deseo de adelantar el tiempo. Pese a lo tediosos que pueden ser algunos clientes, prefiero contestar muchas llamadas al día. De esa forma las horas corren más rápido. Mi proceso de respuesta ante los pedidos es mecanizado. Trato de ser cordial y certero. Hago bien mi trabajo, me lo tomo en serio. Tras el fallecimiento de mis padres —con una semana de diferencia— no tuve más opción que arreglármelas solo, siendo hijo único y carente de familiares. Me había costado entrar en la empresa y valoraba la oportunidad. Pero las ganas no eran las mismas que al principio. Luego de siete años había perdido la motivación. Sin embargo, ese día mi rostro dejaba entrever una mueca de felicidad. Mi mente dibujaba persistentemente la silueta de aquella mujer.

La semana se hizo eterna. En especial las noches. Mis trastornos de sueño y rituales compulsivos comenzaron cuando tenía nueve años. Había regresado a mi casa luego de un viaje de estudios con el colegio cuando me dieron la noticia. Mi perro Polo había fallecido tras ser embestido por un auto, en una de sus aventuras callejeras. Me sentía culpable. Presentía que algo le podía pasar antes de irme. Le fallé a Polo. Era mi mejor compañía. Yo era tímido, pasaba mucho tiempo aislado. Fantaseaba. Soñaba con ser piloto de avión. No suponía tener que lidiar con otro tipo de turbulencias. Ningún psicólogo de los tantos que frecuenté logró ayudarme. A la edad de veinticinco ya había perdido mi cabello, acelerando mediante los nervios el proceso de herencia genética. No comprendía cómo ese pelo había llegado al café esa mañana de domingo. Tuve que desecharlo y preparar una nueva infusión. Antes de salir, lavé y enjuagué mis manos tres veces.

Al llegar al ceibo observé a mí alrededor, pero no la vi. Debí haberme apresurado pese a la apacible melodía de León Gieco que me escoltaba. Con el paso de los minutos la ilusión se convirtió en frustración. Saboree las mieles del ocaso. Me había rendido cuando percibí su mirada. Allí estaba, observándome con una sonrisa. No sabía cómo ni cuándo había entrado en escena. Tampoco me importaba. Mi cobardía hizo que agachara la cabeza. Al tiempo que el cisne inició su ritual. Pasaron veinte minutos. No me animé a acercarme. Inicié el trote emprendiendo la vuelta. Una voz dulce me detuvo:

—¡Ey! Olvidas tu reproductor de música. Te lo has dejado en el césped.

—Gracias. No sé cómo pudo suceder. Nunca hago ejercicio sin música. Soy Simón. ¿Con quién tengo el gusto?

—No es necesario el cumplido. Me llamo Eva. Te he visto el domingo pasado. Te noto un poco tenso.

—Puede ser. Venir aquí me ayuda a desintoxicar mi mente. Pero no siempre lo logro.

—Ya veo… ¿Quieres practicar algunas técnicas de relajación? Puedo enseñarte.

—Jamás rechazaría una oferta semejante, Eva.

Mi vida dio un vuelco. Estaba motivado. Cada domingo a las once de la mañana nos encontrábamos bajo el árbol del coral a practicar yoga y otras disciplinas. Eva era reservada. Distante pero cercana. No me contaba demasiado de su vida. Trabajaba en una biblioteca, por lo que hablábamos mucho de libros y escritores. Eso antes o después del ritual, porque durante el mismo ella exigía concentración y silencio. Trató de enseñarme sobre cómo controlar la respiración y dejar la mente en blanco. Pese a mi tosquedad, con paciencia logramos avances significativos. No comprendía por qué esta mujer había decidido ayudarme. Era un ángel bondadoso empeñado en mostrarme el camino, en orientarme justo cuando yo estaba a punto de colisionar. Así pasaron cuatro meses. Dieciséis domingos. Dieciséis semanas idénticas, aunque diferentes. Mis pulsaciones se alteraban al imaginarla, al soñarla. Me enamoré de Eva.

Estaba mutando. Tenía otro comportamiento. Ya no prestaba demasiada atención al momento de agrupar las verduras por color en mi plato o de apagar la televisión en números pares, también me olvidaba de no pisar las líneas de las baldosas en la calle o de lustrar mis zapatos día por medio. Y pensar que mi primer trabajo se trataba de dejar brillantes, como ojos conmovidos, a los calzados de aquellos valientes que se atrevían a ofrecer sus pies a un adolescente de aspecto descuidado. No duré mucho en el oficio. Era malo para las relaciones públicas, hasta me costaba mirar a la cara a mis escasos clientes. Ahora al menos no tengo que hacerlo, sólo me limito escuchar sus voces. Luego, ofrezco una solución. La ecuación es simple. Aprendí a percibir la calidad humana de las personas a través de la tonalidad. También sus estados de ánimo. Por eso no dudaba de Eva. Las melodías que su boca escupía me hacían flotar, sentirme liviano. Se burlaban de la gravedad. Al menos hasta entonces.

El domingo diecisiete sería distinto. Tras terminar nuestros ejercicios, sentados uno junto al otro en la hierba sobre la delgada manta turquesa, no pude resistirme. Deseaba demasiado a esa mujer. Su exquisito aroma era empalagoso, me perseguía como los leones hambrientos a sus presas. Quería embriagarme con el agua bendita de sus labios. La miré fijamente. Ella sabía lo que vendría. Y antes que atinara a inclinar mi cabeza clavó un puñal invisible en mi pecho.

—No lo hagas Simón. No sentimos lo mismo. Es culpa mía por no dejártelo en claro antes.

—¿Cómo sabes lo que quiero?

—Lo noto en tu mirada. Es la misma que aquella mañana, cuando nos vimos por primera vez.

—Para qué negarlo. Me enamoré de ti, Eva. No hago más que recrear tu cuerpo en mi mente. Imagino un futuro a tu lado. Dame una oportunidad.

—Te he dado una oportunidad. Has sabido tomarla y aprovecharla. Estas lleno de bondad y sueños encadenados. Por eso quise ayudarte. Alguien hizo lo mismo una vez conmigo, el hombre que amo y del que espero un hijo. Creo que es momento de que continúes tu camino. Es lo mejor, ya estás preparado.

—No digas eso Eva. No quiero volver a vivir en un infierno. No te vayas.

—No la harás. Adiós Simón.

No me dio tiempo de agradecerle. Nunca volví a verla. Cada domingo visito el solitario ceibo con la esperanza de encontrarla. Escuchar a Spinetta facilita el viaje hacia aquel domingo en el cual dejé caer mi reproductor de música. Deseando que ella lo notara. Sin imaginar todo lo que sucedería luego. Respiro hondo y continúo con el ritual del cisne. Los demonios de mi cabeza se han ido. Ya no siento náuseas por las noches. Ya no me preocupo por cerrar la puerta y bajar las persianas de mi habitación antes de intentar dormir. Ya no me importa la cantidad de veces que lavo mis manos.

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