// A Eugui, por ese verano junto a tus aguas.
Si le vieras los ojos…
Los tiene cansados, como si se hubiera empeñado todos estos años en buscar su reflejo sin obtener resultado. Dicen que su esposa sigue allí. Que su tumba descansa en algún lugar bajo del lago. Ella se fue mientras mecía a un niño que le nació muerto. Cuando construyeron la presa, Martinxo no quiso marchar de su casa. Le ofrecieron dinero, le prometieron una nueva casa, le hablaron de lo buena que sería la presa para el valle…. Pero Martinxo hacía oídos sordos a cualquiera que le mentara el tener que dejar su casa. Aquella casita de piedra era lo ultimo que le quedaba.
La construcción de la presa avanzaba. El agua subía y por más que le trataron de sacar de allí, Martinxo no se movía un ápice de la silla en la que estaba sentado. El último que habló con él fue un obrero que trabajó en la construcción de la presa. Era un muchacho de Pamplona, con los ojos pequeños y negros, fuerte y manso. Se contaba que tenía familia en Irati y que hizo buenas migas con Martinxo cuando, en los días libres, le ayuda con la leña y el ganado. Con el agua por las rodillas, el muchacho le suplicó al anciano que se fuera de allí, que el agua iba a llenar el valle y que después no quedaría nada.
Pero Martinxo se mantuvo ahí sentado.
El agua casi le llegaba al pecho pero seguía firme, mirando al frente y sujetando su bastón entre las piernas con sus dos manos. Le daba igual que el agua que contenía la presa terminara comiéndose el valle. Aquella era su casa, la casa de su familia y el hogar donde pasó toda la vida con su esposa a su lado. Martinxo no se iba a ir a ninguna parte por mucho que subiera el agua. El obrero se quedó con él poco más. El chico sabía que no podía hacer nada más por el anciano. Al llegar a la orilla, otros trabajadores de la presa y varios hombres del pueblo le trajeron ropa y un par de mantas. Dicen que el muchacho se quedó postrado en la tierra con los ojos ahogados en lágrimas, viendo como desaparecía bajo el agua el tejado de la casa de Martinxo.
Cuando el valle fue anegado, los vecinos que quedaban fueron a dejar flores en el agua del nuevo lago que había formado la presa. Flores por Martinxo y su alma. Las viejas que aún podían recordarle, que eran niñas por ese tiempo, cuentan como el pueblo volvía a las orillas del lago al comenzar el deshielo de las montañas para llorar al hombre que descansaba bajo el agua. Para asustar a los niños y a los viajeros que iban camino a Francia, decían los hombres que Martinxo salía por las noches del agua como un alma en pena para llevarse consigo a quien se cruzara a su paso.
Pero si le vieras…
Cuando despunta la primavera, en las primeras noches de Marzo, Martinxo sale del lago en silencio, quejumbroso y encorvado, apoyando su peso en su bastón, que ahora se ha vuelto un tronco en el que se aferra verdín. Ahora que está todo cubierto de liquen y alga ya no parece un anciano,. Se le ve subir la ladera hasta la iglesia llevando un ramo de flores blancas, frescas, que nadie se explica ya de dónde salen. Cuando suena la primera campanada de la madrugada, Martinxo para frente a la puerta del templo y se queda de rodillas escuchando las campanadas. La gente del pueblo mira para otro lado. Cierran las ventanas y guardan a los niños para que no vean lo que pasa. Temen que aquello traiga mala suerte o les condene a seguir los pasos húmedos del anciano de vuelta a las profundidades del lago.
Cuando terminan de dar las doce, un rumor como de oleaje y lluvia sale de su boca desfigurada. Yo le escuché una vez que escapé para ver si era verdad la historia de aquella tristísima alma. Su voz temblaba como el viento entre los robles pero era firme y densa como las nubes grises que ciegan el cielo del valle. Le escuche pedir a la Virgen por Iraia. Ella fue la mujer que estuvo a su lado hasta que se le acabaron los años llevando a su hijo sin vida en brazos. Por un momento, todo quedó en silencio y pude ver las lágrimas caer desde unos ojos negros cargados de agua. Alzó su cabeza engalanada de vegetación acuática como si pudiera ver a su esposa radiando en blanco y alba frente al portón de la iglesia. Le oí decir…
“Iraia…
… Desde que no te veo tengo los ojos cansos…
… Desde que no te tengo, mis llanto se ha vuelto un lago
… Desde la vez en que te vi partir,
Iraia,
ya no descanso …”
Martinxo dejó las flores que llevaba en el portón y volvió con paso lento hacia la frontera de las aguas. Se sumergió para volver a esa casa de piedra que nunca ha dejado de ser su casa y esperar a que vuelva Marzo otro año. Su cuerpo entrando en el agua sonaba como una caricia. Después el silencio denso que llenaba el valle se disolvió con una brisa fresca y clara. Las campanas marcaron la media y se sintió respirar de alivio a todo el pueblo, que se preparaba ya para esperar la mañana.
Aquel fue el último año que pasé en el valle. Mi padre consiguió trabajo en Madrid representando a la fábrica de coches para la que trabajaba. El pueblo quedó atrás y nunca se habló en mi casa de aquella noche de Marzo. Me dijeron que lo que vi que eran imaginaciones mías y que dejara de pensar en esas tonterías, que no valían de nada. No volví nunca más allí, pero tú, si alguna vez pisas Navarra, camino a la frontera con Francia, dónde los montes parecen dominar el paisaje y el olor de la lluvia y tierra mojada lo envuelve todo; recuerda esto que te he contado. En alguno de los valles descansa un pueblo junto a un lago. Bajo sus aguas, un hombre que será por siempre anciano espera paciente a que llegue Marzo y suenen las campanas. Si vas allí, si encuentras el lugar del que te hablo, acércate al lago y deja por mi unas flores blancas en sus aguas.
Que a Martinxo no le falten nunca flores que llevar en Marzo a su Iraia.
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