Un viento leve elevaba las libélulas alrededor de Oftán. Se dejaban llevar por la melodía del aire, haciendo círculos en torno a su cuerpo. El viejo caminante tenía la frente tostada por el Sol, la espalda curva como en ce y los ojos azules y salados, llenos de mar. Su blanca y boscosa barba parecía la espuma de las olas a punto de romper. El bastón de roble le mantenía anclado firmemente al suelo. Apoyaba la pacífica lanza sobre una piedra del camino, mientras su sabia y cansada mirada contemplaba el rojizo horizonte. Colocó la vieja capa de bisonte sobre sus hombros y las libélulas se apartaron, abriendo el camino al caminante. Continuó la dura marcha. Hacía mucho tiempo que lo buscaba, pero nunca lo encontraba.
En su mano izquierda colgaba oscilante un conejo muerto, con aspecto de vivo. Parecía que hubiese muerto unas horas atrás, de una muerte tranquila y natural, pero el conejo llevaba muerto años, cientos de años. El caminante construía el camino con los pasos que avanzaba, removiendo el polvo de la tierra con las embestidas de su bastón, que parecía penetrar en la corteza del mundo, purificando las sendas por donde pasaba. Tenía el dibujo de la vida en la mirada, y esa mirada se posó en Alivá, un poblado antiguo a un lado del camino. Una empalizada con alma de muralla se alzaba protegiendo aquel pequeño pueblo. Oftán penetró por la brecha voluntaria por donde los habitantes entraban y salían, ocupados con sus vidas cotidianas. Las gentes enmudecieron al ver pasar al caminante. Miraban absortos la gruesa capa y el conejo muerto. Se adentró entre las pequeñas casas hasta llegar a la plaza principal, llena de barro y deshechos. Y allí esperó, como una estatua milenaria. Todos los habitantes que pasaban se sorprendían ante el anciano inmóvil de la plaza y se paraban a observar. Así, uno tras otro, le fueron rodeando todos los hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas, y todos los animales del lugar. El caminante alzó la mirada, atrapando a aquel círculo expectante con los ojos desbordados por la emoción. Parecía que fuese a estallar en mil azulísimas gotas de agua en cualquier momento. Hacía mucho tiempo que lo buscaba, y quería encontrarlo cuanto antes. Entonces, alzó el conejo muerto y dijo en un tono abisal y cavernoso:
– Alguien ha matado a este conejo.
Las gentes se estremecieron al contagiarse del dolor que sonaba en sus palabras.
– Si hay aquí algún culpable, que levante la mano.
Y nadie levantó la mano.
– ¡Los culpables serán recompensados!
Entonces, una marabunta de manos se alzó, y gritos resonaron en el cielo, y cientos de voces aullaron:
– ¡Yo soy culpable!
Todos tenían las manos levantadas y cada vez enloquecían más, pero el caminante bajó la mirada. Todos callaron. El silencio fue tan rotundo que la misma Tierra lo respetó y enmudeció el aire. El anciano estaba decepcionado. Así, echó a andar, y las gentes se apartaron.
Volvió a su hogar, al camino. Continuó la dura marcha. Recorrió cientos de kilómetros de polvo y arena, salpicón de verde algunas veces y arriba un óleo blanquiazul y gris y negro. Fuego frío por las noches y agua seca en la mañana. Se comenzaba a impacientar. Hacía mucho tiempo que lo buscaba, pero nunca lo encontraba. Tenía los pies agrietados y el pulmón derecho cansado, pero su mirada estaba intacta, como siempre, y vio con claridad el castillo de Agalám. Una estructura de piedra perfectamente encajada en el paisaje. Su color metal destacaba en la distancia, en una colina, a un lado del camino. El caminante subió la colina como un barco que escala el oleaje. Llegó a la puerta del castillo con la azulada ilusión en los ojos. Hacía mucho tiempo que lo buscaba, y quería encontrarlo cuanto antes.
La inmensa puerta de madera se abrió sin su llamada. Los guardias se sorprendieron y las gentes se asustaron. Oftán se abrió paso entre festejos y griteríos, callándolos todos, hasta el salón principal, y allí esperó. Las gentes inundaban el salón a un ritmo lento, poco a poco, de uno en uno y de dos en dos más tarde. Todos se admiraban y aguardaban estáticos, con el presentimiento de que algo iba a ocurrir. El caminante vio como todos los hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas y todos los animales del lugar le rodeaban. Esperaba con el bastón clavado al suelo de marfil. Tras los ventanales del gran salón nacía un viento antiguo que zarandeaba los árboles y las bestias aladas. Unas libélulas se dejaron ver por un segundo a través de los cristales. Cuando el último habitante y el último animal hubieron entrado al salón donde aguardaba el caminante, callaron los murmullos y los ruidos y estalló un silencio de ultratumba.
– Alguien ha matado a este conejo.
Las gentes estuvieron a punto de llorar por el dolor de su voz.
– Si hay algún culpable, que levante la mano.
Y nadie levantó la mano.
– ¡Los culpables serán recompensados!
Todas las manos se alzaron tras el grito. Se golpeaban las voces entre sí. Casi quebraron los cristales, las gentes se aplastaban, tratando de elevarse por encima de los demás para que el caminante los viese, pero el caminante bajó la mirada y todos callaron y se detuvieron. Se colocó la capa y comenzó a andar a través del castillo. El silencio y la pena lo inundaban todo, porque nacían del corazón del caminante.
Volvió al camino, cada vez con menos esperanza. Hacía mucho tiempo que lo buscaba. Mucho tiempo, más tiempo que muchas de las vidas de la Tierra. Y pasó mucho tiempo más en el camino, andando entre piedras vivas y vidas muertas. Caminó por sitios planos y sitios curvos, y sitios redondos y triangulares. Caminó y volvió a caminar. Le dolía el pulmón izquierdo y le dolía el pulmón derecho. El cansancio era un gigante que azotaba su espalda a cada paso, pero caminaba y caminaba, por algo Oftán era el caminante. Tenía que purificar el mundo caminando hasta que lo encontrase, y así lo hacía. Caminó durante vidas y caminó durante muertes, y en una de esas vidas llegó a Acnamalas, una gran ciudad, con grandes casas y grandes gentes. La contempló desde una cercana lejanía, en todo su esplendor. Mansiones relucientes, viviendas medianas y pobres moradas. Muchedumbres de pobreza y muchedumbres de riqueza. Todo había allí. Cientos de calles con cientos de nombres y miles de rincones sin nombre. Lo más impresionante de todo era la Plaza Plateada, una inmensa plaza de piedra pulida bañada en plata en pleno centro de la ciudad. Y allí fue Oftán.
Perpetró el largo recorrido hasta la plaza sin mirar a nadie y mirando a todos, y, una vez que hubo llegado al centro mismo, clavó su pacífica vara, se desabrochó la capa y alzó el conejo. Permaneció así durante horas, mientras todos los hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos y ancianas y todos los animales del lugar le iban rodeando. Se mantuvo firme durante un día y tres cuartos, hasta que la última vida hubo entrado en la plaza. Entonces, cuando todos estaban ya donde debían estar, miró a su alrededor como un mar embravecido y bramante, como un océano que grita olas y grita tempestades, y nació el silencio marino. Un silencio azul oscuro que inundó la Plaza Plateada para que se pudiese escuchar al caminante.
– Alguien ha matado a este conejo.
Y las gentes se quebraron por dentro al penetrar la pena en sus oídos.
– Si hay algún culpable, que levante la mano.
Y nadie levantó la mano.
– ¡Los culpables serán recompensados!
La Plaza Plateada estalló en una ambición de plata y oro. Todos levantaban la mano y los cientos de miles de gritos comenzaron a quebrar la Tierra.. Las gentes no lo notaron, pero el mundo comenzó a morir. El caminante sí se dio cuenta, y estalló en un llanto azul marino. Esta vez las gentes no callaron, esta vez ignoraron al caminante y siguieron gritando y peleando y escalando hileras de cuerpos e hileras de voces para que el caminante supiese que debían ser recompensados. Él pensaba que todo estaba perdido, y dirigió su goteante mirada al ejército de manos levantadas. Cientos de hombres, mujeres, niños, niñas, ancianos, ancianas y animales enloquecían en una guerra sin sentido. Un odio comenzó a brotar en el interior del caminante. Clavó con ira su bastón al suelo y la Tierra pegó un bramido. La Plaza Plateada comenzó a resquebrajarse desde el centro y la gente siguió gritando, pero en silencio. El caminante ya no escuchaba nada mientras abría el suelo con su rabia. Ni siquiera percibía el brutal desconsuelo de la piedra al romperse. Entonces, algo inundó sus oídos. Un sonido tenue. Un sonido verde y delicado. Una constante vital esperanzadora que se abría paso contra la ira del caminante. Comenzó a buscar con la mirada, impresionado por aquella interferencia. Aquel sonido le golpeaba por todos lados, mitigando su odio. No sabía de donde venía, pero aquella canción le hizo parar. Levantó el bastón del suelo y dirigió su vista sobre la muda multitud. Aquel sonido era un llanto. Un llanto de hojarasca malherida que sanaba la tierra que Oftán quebraba, y que le hizo buscar y buscar. Y por fin lo vio, rodeado de bestias incansables, ajeno a la batalla, quieto, como un coral antiguo. Era el único que no tenía la mano levantada, era el único que no quería ser recompensado. Aquel niño de trece años tenía una mirada verde que derramaba hojas desconsoladamente. Hacía mucho tiempo que lo buscaba. Oftán, casi roto de emoción, comenzó a caminar hacia él a pasos lentos y cortos. Las gentes enmudecieron, el silencio se coronó rey y todos vieron como Oftán se acercaba al muchacho. El mar verde se estrelló contra el mar azul cuando se miraron a medio metro de distancia.
– ¿Por qué lloras?
– Ese conejo, ese pobre y blanco conejo. ¿Quién haría daño a un conejo tan bonito?
Oftán echó a llorar con más fuerza que nunca. Por fin lo había encontrado. Se arrodilló ante él y le besó las manos. Todas y cada una de las vidas del lugar estaban calladas, escuchando el llanto alegre de Oftán, que se puso en pie a duras penas. Miró al chico, con un amor puro, y le entregó la capa. Se la colocó sobre los hombros. Le dio el bastón, que se unió a la mano del niño como un beso inmortal. Por último, le tendió el conejo. El chico lo cogió con la mano libre y el animal volvió a la vida. El muchacho comenzó a reír y su alegría sonó verde. Entonces, Oftán acarició su joven espalda, ya era momento de que la del viejo descansase. Se dio la vuelta y marchó fuera de la ciudad, ante el silencio enorme.
Las gentes miraban al niño incrédulas y, de repente, un viento leve llevó unas libélulas a su lado. Le rodearon dejándose llevar por la melodía del aire. Entonces, su mirada miró al frente y colocó la vieja capa de bisonte sobre sus hombros mientras, empujadas por la fuerza de la vida y la esperanza, las libélulas se apartaban, abriendo el camino al caminante.
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