Hágame caso, mi comandante. Ninguna de estas gentes podrá explicarle lo que pasó. Ya sabe que los chismosos se asoman hasta que pasan las desgracias, y nomás se dedican a esparcir rumores que no ayudan a nadie. Ni siquiera la abuela sabrá darle razón. Fíjese. Ahí sigue tumbada, toda ida, con los ojos cerrados y las manos apretadas. Así seguirá otro rato. Hágame caso, yo estuve aquí desde el principio.
Recién había pasado el mediodía. Aquí uno sabe la hora por cómo se siente el calor, ni hace falta asomarse a los relojes. Era pasado el mediodía y el calor se sentía de la chingada. Usted no está acostumbrado, ¿verdad? Tal vez por eso es que suda tanto.
De seguro usted viene del cuartel que está allá arriba, en los altos del monte. ¿A poco no? Lo sé aunque traiga tapada la insignia de su regimiento. Allá el aire es fresco y no se siente el calor como aquí. Allá no saben lo que es vivir entre tolvaneras y temporales. Allá no les importa lo que nos pase aquí.
Nuestros hijos también se han ido para allá, disque a servir a la patria y a luchar por la libertad. Nosotros sabemos que se van para servirse diario, tres veces al día, con un plato que aquí no podrán comer. Luego ya no regresan o se escapan para otros lados. Aquí nos vamos quedando sólo los más viejos. Somos los necios, los que no queremos irnos.
Por eso cuidamos tanto a las personas que nos quedan, porque sabemos que cualquier día de éstos se marcharán. Y entonces sí se morirá el pueblo, acabaremos de agonizar.
Por eso fue que ocurrió esta tragedia.
Este pueblo por lo general es calmado, mi comandante. No se crea, ahora lo ve tranquilo y limpio, pero antes estaba bien desatado. Fuimos los vecinos quienes lo salvamos de las pandillas y los narcos. Cabrones, querían quedarse con todo. Durante años ocurrieron situaciones muy tristes en estas calles. Secuestros, violaciones, tiroteos. Tantos muertos.
Teníamos mucho de lo malo y muy poco de lo bueno. En las madrugadas se levantaban los cuerpos fríos; para la tarde ya había cadáveres tibios en reemplazo. Era como si tomaran turnos para morirse, como si hubiera una larga fila de condenados. Uno tras otro se morían, sin detenerse. Casi siempre chamacos y chiquillas.
Los políticos comprados, la policía ausente y el ejército desaparecido. ¿A poco no? No nos quedó de otra que juntarnos. Y sirvió. Me cae de madres que sirvió. Algunos de los vecinos vinieron casi a la fuerza; otros hasta se contentaron de rencores pasados. Nos juntamos en varias casas y platicamos muchos días.
A veces gritamos y alzamos los puños, parecía que nos íbamos a partir los hocicos. Al final, logramos los acuerdos y escribimos las Leyes.
Ni me pregunte cuáles son porque no se las diré. Las Leyes son secreto, sólo las conocemos los de aquí. Fue por aquel entonces cuando aparecieron un chingo de rateros muertos, ¿se acuerda? Descabezados, colgados en los postes o salpicados bajo los puentes. Pero ya nadie reportaba nada y la policía ni se metía. Ahora está tranquilo, pero hubiera visto antes.
No se lo niego, hay quienes aprovechan las Leyes para ajustarse cuentas. Es lo que permiten. Uno se cobra lo que le deben, y todos apoyamos en caso de ser necesario. Yo creo que eso fue lo que pasó aquí.
A este barrio vengo seguido y los vecinos siempre tienen encargos. Somos muchos los que trabajamos con las manos, porque ya se acabaron los lugares en las fábricas y en las tiendas. Poco a poco se han ido los negocios, pero en la temporada de flores llegan bastantes turistas. De ahí sacamos algunos pesos para aguantar el resto del año. Quién sabe si volverán después de esto.
El chavo era nuevo en el pueblo. Tampoco se sorprenda, mi comandante. Somos estrictos con las Leyes, pero aquí todavía hay sitio para más personas. Nomás que desde el principio les dejamos bien claro cómo está el asunto. La mayoría entiende y mejor se va. Algunos se quedan, como este pobre diablo. Me dicen que era migrante y que había llegado con un grupo grande que acampaba en las vías. Sus compañeros ya se largaron. Ni de chiste se quedaron a ver cómo acababa su amigo.
A lo mucho tendría quince años. Estaba chavo. Ya lo había visto varias veces. Trabajaba bien y hacía chambas por todos lados. En una ocasión lo vi cambiando un foco en la carnicería y al día siguiente vendiendo chicles en el centro. Estaba chavo y trabajaba bien.
Apenas llevaba un par de meses por aquí cuando se compró la afiladora. Un modelo manual, sencillo y resistente. Hasta se le quitó lo caradura. De verdad. Hasta empezó a sonreír el condenado.
Al principio cargaba la máquina en la espalda y recorría los barrios caminando. Hacía mucho que no había afiladores a pie, así que rápido se hizo de clientes. La gente recordó que antes era así; recordó cuando había confianza. También se acordó de los malos tiempos y aprovechó la oportunidad para afilar los machetes que estaban arrumbados.
Ese chavo, fíjese lo que hizo. Cuando juntó unos pesos, se compró una bicicleta en los remates y mandó montar la máquina. El herrero ni le cobró. Por aquí lo veía, de arriba pa abajo. Primero aventaba el chiflido, largo y alto. Lo sostenía hasta que se quedaba sin aire. Luego recuperaba el viento y venía el grito. Ya todos lo reconocíamos.
Clarito lo oigo, se lo juro, como si todavía gritara.
El día que el chavo y la señora tuvieron el problema yo estaba en la tiendita.
Desde la esquina los escuchaba discutir. Bien que conozco a esa vieja. Dicen que quedó loca cuando su hija se largó y le dejó al niño. Que disque se habían peleado por alguna tontería y la hija mejor se fugó con un soldado. Igual hasta con alguno de sus desertores, mi comandante.
La doña lleva rato así, y va de mal en peor. Dicen que le ordena al niño que la llame mamá en vez de abuela, y él obedece porque le teme a sus pellizcos. Yo no le hago caso, aunque siempre nos lanza maldiciones a los cargadores. Nosotros tenemos arreglo con la dueña de la tienda y nos aparta unas sillas afuera del local. Aquí descansamos entre un encargo y otro. Pero ella no entiende. Pinche vieja. Más bien, ya no le funciona el seso. Usted sabe, como si ya no fuera cómo es la gente. Usted sabe de qué hablo.
Yo empecé temprano ese día y ya había sacado unos centavos. Fui a sentarme a la tienda y pedí una cerveza. La loca estaba a unos pasos, barriendo las hojas frente a su casa. Me extrañó verla, porque el nieto es el que siempre sale a barrer. Ahora que lo pienso, ni siquiera juntaba las hojas, nomás las aventaba de un lado a otro. Hasta me dijo una grosería, pero ni le hice caso.
No crea que nos la vivimos puro tomando cerveza y descansando, mi comandante. La dueña nos vende sólo unas cuantas para que nada se salga de control, es parte de las Leyes. Y fíjese, aun así pasan las cosas que pasan.
Primero escuché el chiflido. Lo reconocí. Ya me resultaba familiar, pero en ese momento sentí escalofríos. Se me entumieron las manos y los pies, como si el cuerpo me diera un aviso. Después vino el grito. Era la misma voz que había escuchado muchas veces antes, pero había algo diferente. Parecía la voz de un desconocido. Yo lo vi todo. ¿No le digo que estuve aquí desde el principio?
La doña llamó al chavo y él pedaleó más fuerte. Hablaron y ella entró a la casa. Volvió a salir en lo que le di un trago a mi cerveza. El chavo le recibió unas tijeras de jardín, de ésas que se usan para cortar ramas y hojas grandes. En chinga se puso a trabajar. Se me hizo raro. Ya nadie le cuidaba el jardín a la señora y ella tampoco lo atendía. No pasaron ni cinco minutos cuando pasó lo que esperaba: la loca se puso a reclamar.
Yo creo que quería desquitarse con alguien.
Le dijo de todo. Que si el chavo había doblado las tijeras, que era un hijo de la chingada y un ladrón, que se regresara a su país de changos y plátanos. Fue bien grosera. Pero el chavo aguantó. Seguro que varias le dolieron, pero aguantó lo que pudo.
Cuando le colmó la paciencia, el chavo aventó las tijeras al suelo. Las aventó sin pensarlo. De pura mala suerte rebotaron y el filo alcanzó a cortar la pata de la vieja. Un corte leve, no crea, pero sí salió un chorro de sangre. En cuanto vi rojo, di el último trago y crucé la calle. Sabía que se iba a armar en muy poco tiempo.
La señora siguió gritando. Eran más bien aullidos. Parecía que la despellejaban. En eso que se asoma la dueña de la tienda y el nieto sale de la casa. En cuanto vio a su abuela, a su mamá postiza, el niño se echó a correr. No paró hasta que giró en la esquina. Después ya no lo vimos. La dueña de la tienda fue al teléfono público y marcó un número.
Recién había pasado el mediodía.
Yo disque me puse a recoger basura suelta. El chavo se bajó de la bicicleta e intentó tranquilizarla. Le pedía perdón, yo lo escuché. Se puso a llorar. Era un chavo, después de todo. Le repito, mi comandante, a lo mucho tendría quince años. Sacó un trapo que traía en el pantalón e intentó limpiar la herida. La doña le alejaba las manos y seguía gritando. Todo acabaría en gritos.
Por un lado de la calle llegó el niño. Ya no venía solo. Lo acompañaban tres de sus «tíos», así le dice a los que fueron amantes de su madre. En el extremo de la tienda se reunieron otros cuatro. Se acercaron de puntitas. El chavo ni los vio venir de tantas lágrimas que tenía en los ojos.
Entre todos se le amontonaron y lo amarraron.
En el suelo lo agarraron a palos y a golpes, hasta que se cansaron. También fue cuando le sacaron el ojo derecho. Pero no se lo botaron de una patada, como le habían contado, mi comandante. Usaron un desarmador.
Poco a poco llegaron más, ya sabe cómo es la gente.
Primero se acercaron y nomás vieron. Los que ya habían perdido el control se turnaban para torturar al chavo. Alguien trajo una caja de herramientas. Usaron pinzas, clavos, navajas. Cuando estaba despierto, el chavo gritaba hasta que se le ponían morados los labios. En algún momento, alguien le arrancó el ojo izquierdo y se echó a correr, pero nadie lo persiguió. Sería un caníbal o un satanista. Tal vez luego lo encuentren.
Apenas había pasado media hora y ya estaban reunidas más de cincuenta personas. Lo que siguió nadie podrá contárselo con todos los detalles. Hasta yo tuve que voltearme algunas veces. No soporté ver tanto dolor y rabia. Tanta maldad. Bastaron unas palabras de la doña para que todos se le echaran encima. Para que lo hicieran pedazos. Lo mataron lento. Lo último que vi fue cuando agarraron las tijeras que él mismo había afilado y le separaron la cabeza del pescuezo. Trabajaba bien, las dejó bien filosas.
Por eso le digo que me haga caso, mi comandante. Mejor váyanse de aquí. Ya se juntaron muchos y usted no viene con tantos hombres. Seguro nos matan a unos cuántos, pero al final nos los vamos a chingar. Ya les entregamos los restos del cuerpo. La cabeza se queda con nosotros. Así dicen nuestras Leyes. Mejor vuelva con refuerzos y le aseguro que todo estará más tranquilo. Hágame caso. Fíjese cómo pasan las cosas. Le juro que clarito oigo el grito del chavo.
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