23 de Diciembre de 1982

Lo siento.

Sé que es difícil de entender, incluso yo lo comprendo. Así que lo siento. Nunca lo podréis entender. Nunca podréis estar en mi piel, sentir lo que siento, el dolor, el miedo, el pavor, la angustia, la falta de respiración.

Estoy convencida de que los titulares de las noticias seguirán siendo igual de polemistas, igual de manipuladores, sin tener en cuenta esta carta. Hablarán de mi, la mujer morbosa que confiesa el crimen, que deja una última carta de suicidio para el lector dispar que esté dispuesto a intentar comprenderla.

Lo sé, hablarán también de cosas como “trastornos obsesivos”, “trastornos de bipolaridad”, trastornos en general… Mencionarán mi nombre entre los demás… Analizarán mi escritura, las huellas del papel, todo. O eso tengo entendido por los cientos de series vistas sobre el tema. Debo sonar como una ignorante, como una loca, pero quiénes sois vosotros para decirme que no tengo razón, que es inhumano, que la vida debería seguir con el curso de sus acontecimientos. No sois nadie. Igual que yo no soy nadie para explicaros las cicatrices en mi piel, las cicatrices del alma. Y sin embargo, vosotros me juzgaréis, y jugaréis a hacerlo. Desconocidos en un café compartiendo “¿Te lo puedes creer? ¿Realmente hizo eso?”. Pero y qué más da. Al fin y al cabo, dicen que las palabras se las lleva el viento.

Os esforzaréis por buscar los motivos concretos, el porqué, buscaréis en mi cosas impronunciables que no sabréis ni describir, me compararéis con algo monstruoso. Pero puede que al fin y al cabo lo sea, ¿quién sabe?

Pero ¿qué pasaría si me tuvieséis delante? Ahora, justo ahora, a punto de hacerlo. En el momento en el que escribo esto, en el momento en el que la rabia y las lágrimas caen inertes de este cuerpo. No haríais nada. Y sí, digo nada. Quizás me internarías, me intentaríais calmar, o mejor aún me dispararíais. Pero aún así, no estaríais haciendo nada. Ninguno sería capaz de hablarme, de mirarme a los ojos y escucharme, de subir arriba y evitarlo. No podríais, no tenéis ni el valor ni el coraje.

Así que aquí estoy yo, en el escritorio, quiero que me imaginéis. En el escritorio, con las galletas y la leche a un lado, las piernas entrecruzadas sobre la falda de tul verde que debo seguir llevando mientras leeis, un boli negro, sencillo, entrelazado en mis dedos, y a la derecha lo tengo todo preparado. Listo para ser usado de una vez. ¿Morboso, verdad? Seguro que podéis citar ese trozo cuando hableis de mí como una sociópata, nadie os lo impedirá, y menos yo.

El porqué desde luego no es un mero arrebato. No se me ha ocurrido hoy, al levantarme y peinarme, ni al desayunar. Es algo pensado, desde siempre. Algo que nunca ha desaparecido de mi mente. Quizás se ha escondido bajo formas inauditas, bajo aquella sonrisa, bajo las uñas impolutas o bajo la alfombra de mi cama. Quizás siempre ha estado ahí, delante de vuestros propios ojos, quizás el “lo podríamos haber evitado” no fuese del todo equivocado. Os dejo jugar con la duda, seguro que a los diarios eso les encanta.

¿Porqué cianuro y una pistola? ¿Y esas lágrimas de las que hablo, y esos gritos ahogados? ¿Quién lo sabe? Ah sí, yo. Es sencillo, tan simple como infalible. De hecho, antes he visto como el cianuro caía, se diluía en la leche blanca, y he cargado la pistola, yo sola, con mis propias manos. Ni siquiera me ha temblado el pulso, ni siquiera he roto el vaso. No temo las consecuencias, sé que está bien, sé que es necesario, que lo contrario sería peor, que el dolor sería insoportable. Nunca lo podréis entender. Nunca estaréis aquí y ahora, viviendo el momento, saboreando el sufrimiento. Ni entenderéis mis lágrimas, las veréis de cocodrilo, mentira pura de una insensata en potencia. Y sin embargo están, aquí, os lo aseguro. Caen, rebrotan como las fuentes en primavera. Y no son por miedo, ni pena, ni sufrimiento, son mi despedida, son mis últimos sentimientos. Los gritos, esos sí, son de ira, toda la ira contenida, guardada en mi cuerpo, la ira fluye inaudita por mis poros, se desgarra.

Y supongo que me preguntaríais por ellos. Así que solo os digo, que están arriba, tranquilos, jugando a algún juego, puede que incluso con las piezas de Lego. No saben nada, no se esperan esto. O eso creo. Deberíais saber que mi intención nunca ha sido hacerles daño, porque el daño ya está hecho. El cianuro no será lento, caerán suavemente, entre sus juegos. En cambio yo… El tiro es lo más adecuado, es el último movimiento, no me gustaría que mi mano estuviese manchada solo de la sangre de ellos. Así que rápido, los minutos pasan, no debería seguir aquí escribiendo, hace unos minutos que debería haber subido, y debería haberles dado la merienda. Su última merienda. A estas alturas, el tiro ya tendría que haber llegado a mi cabeza. Pero, en realidad qué más da un minuto u otro, un segundo más o menos. Qué más da cuando sabes que todo llega a su fin, que la vida está a punto de apagarse. Qué más da todo.

Sin embargo, tengo que despedirme, de vosotros lectores, de las montañas que asoman entre mis ventanas, de las últimas risas, o de las caricias. Y es que, yo, esta mujer, a la que expondréis mañana en vuestras televisiones, no soy más que una madre que ha encontrado el modo de escapar con sus hijos, de este mundo cruel.

Aquella que no firma, qué más da quién fui al escribir esto.

25 de Diciembre de 1982

Cuartel General de Los Ríos, Palma de Mallorca

Estimado Sr. Triay,

Me remito a usted tras recibir su carta pidiéndome a título personal la versión de los hechos. Se trata de una serie de acontecimientos que nos gustaría olvidar, sobre todo la carta aquí adjunta de la homicida.

Procederé primero relatando cómo fue nuestra llegada a la casa. Fuimos alertados por los vecinos quienes advirtieron que la señora cuyo nombre es mejor no mencionar en esta carta, para evitar mayores complicaciones, llevaba varios días comportándose de forma extraña, haciendo que sus trabajadores liberasen a los animales de la posesión en la que vivía. Los vecinos, cuyo anonimato también me gustaría mantener, llamaron interponiendo una denuncia por ruido e invasión de la propiedad privada. Como siempre que recibimos una llamada así, decidimos presentarnos en el lugar. Justo al llegar, oímos el sonido de un disparo, y algunos de nuestros oficiales, entre los que me encontraba yo, corrimos hacia la puerta de la casa que se encontraba cerrada y debimos tirar.

Nos encontramos allí la escena del crimen. El suelo estaba repleto de sangre y la mujer, se encontraba en el centro de la estancia, con una falda verde y una blusa de flores blanca. Al acercarme a ella, oí que murmuraba algo en su último suspiro: “Llegáis tarde”.

No imagina usted, la tremenda impresión que eso provocó en mí, y esta se multiplicó por diez cuando bajaron los cuerpos inertes y blancos de los dos niños. La niña llevaba un peluche en la mano, y este cayó junto a mi mientras mis compañeros trasladaban el cuerpo.

Nunca había vivido un caso tan macabro. Podrá comprobar usted en la carta, que ella estaba decidida, que sabía que llegaríamos y sus últimas palabras no hacen más que confirmarlo. No soy capaz de imaginar otro final que el acontecido y eso es lo peor. Lo más duro de asimilar.

Supongo que querrá mi testimonio para ayudar de alguna forma a la familia. No puedo evitar pensar en mis hijos, ellos podrían haber sido aquellos pequeños de cabello rubio que bajamos por las escaleras sobre nuestros brazos.

¿Qué mujer es capaz de asesinar a dos inocentes niños? ¿Qué mente atormentada los abandona arriba mientras mueren? Y lo peor, ¿quién mata a dos pequeños que no son suyos?

Eso es lo que más nos ha chocado estos días, averiguar que los niños no eran suyos, ni tan siquiera parecía que hubiesen vivido demasiado tiempo en esa casa con ella. Y sin embargo, en su carta se dirige a ellos como “hijos”…

Espero haberle ayudado Marcos, es lo único que deseaba tras este caso. Espero que la familia de los pequeños encuentre consuelo de alguna forma.

Un placer como siempre,

Capitán Lluis Truyols.

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