Su barba y su melena expuestas al viento componían una imagen que atraía las miradas lascivas de las mujeres del departamento de finanzas y la envidia de sus compañeros. Cinco veces por semana, puntual a la cita, el joven aparecía tras la cristalera y, ajeno a lo que sucedía en el interior, realizaba su trabajo con el máximo esmero. Sujeto por el arnés, aquellos minutos de exposición equivalían al mejor anuncio del mundo. Cuando la empresa anunció el traslado de sede, se produjo un motín que desconcertó a los máximos dirigentes.
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