Él ya estaría tomándose un daiquiri en el Malecón, sin remordimientos de dejar en la calle a una madre enferma con cuatro bocas que alimentar.
Durante días vagamos buscando comida en los contenedores, hasta que nuestra suerte cambió con el ofrecimiento de aquel hombre.
Ahora, debíamos creer que estábamos a salvo, que teníamos la oportunidad de ser felices, que la enfermedad de mamá había desaparecido junto al resto de los problemas.
La oscuridad que dejábamos atrás, parecía desvanecerse entre la luz de aquellos días de verano. Al fin y al cabo, mejor vivir con un riñón, que no vivir.
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