El veintidós ya es historia. Cuando serví la botella de champán en ese gran camarote, la dama de cabellos rubios que cubría su rostro con un velo negro —al abrir la puerta— siempre supe que su perfume era distinto cada día. En su escote de lujuria se perdían mis deseos. Alrededor de sus labios, hacía círculos sensuales con su lengua de fresa, consiguiendo que la cremallera de mi pantalón casi reventase de placer. Sucumbí ante sus encantos. Ocurrió la otra tarde. El crucero arribaba a Creta. Me presenté con mi smoking blanco. Jamás imaginó que iba a chuparle la sangre.

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